Conde de Lautréamont: FRAGMENTO DE LOS CANTOS DE MALDOROR



 Canto Tercero

 

 

 1

 

 


Recordemos los nombres de esos seres imaginarios de naturaleza angelical que mi pluma, durante el segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con una luz emanada de ellos mismos. Mueren apenas nacidos, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo tiene dificultad en seguir sobre el papel encendido. ¡Leman!… ¡Lohengrin!… ¡Lombano!… ¡Holzer!… Aparecisteis un instante, revestidos de las insignias de la juventud, en mi horizonte hechizado; pero os dejé caer otra vez en el caos como campanas de buzo. Ya no saldréis más. Me conformo con guardar vuestro recuerdo; tenéis que ceder el lugar a otras naturalezas, quizá menos bellas, que dará a luz el desbordamiento tempestuoso de un amor que ha resuelto no calmar su sed al lado de la raza humana. Amor insaciable que se devoraría a sí mismo de no buscar su alimento en ficciones celestiales, creando, con el andar del tiempo, una pirámide de serafines más numerosos que los animálculos que bullen en una gota de agua, para entrelazarlos formando una elipse que hará remolinar a su alrededor. Durante ese lapso, el viajero, detenido ante el espectáculo de una catarata, verá a lo lejos, al levantar el rostro, a un ser humano arrastrado hacia las cavernas del invierno por una guirnalda de camelias vivas. Pero… ¡silencio! La imagen flotante del quinto ideal se dibuja lentamente, como las sinuosidades indecisas de una aurora boreal, sobre el plano vaporoso de mi inteligencia, para ir tomando una consistencia cada vez más definida… Mario y yo íbamos por la ribera. Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio, y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos azotaba el rostro, se metía bajo nuestros mantos, y hacía revolar hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus graznidos y aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la presunta cercanía de la tempestad y exclamaba: «¿Adónde se dirigirán a tan insensato galope?». Guardábamos silencio; sumidos en la fantasía, nos dejábamos transportar en alas de esa carrera furibunda; el pescador, al vernos pasar con la rapidez del albatros, y creyendo ser testigo de la fuga de los dos hermanos misteriosos, como se los llamaba por encontrárselos siempre juntos, sé apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralizado, tras alguna roca inaccesible. Los habitantes de la costa habían oído relatar cosas extrañas de esos dos personajes, que aparecían sobre la tierra, en medio de las nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una guerra pavorosa amenazaba clavar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se aprestaba a lanzar el hondazo de la descomposición y la muerte sobre ciudades enteras. Los viejos ladrones de restos de naufragios, fruncían el ceño con aire grave afirmando que los dos fantasmas, con alas negras de enorme envergadura que habían observado durante los huracanes, por encima de los bancos de arena y de los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar, quienes paseaban su majestad por los aires durante las grandes conmociones de la naturaleza, estrechamente unidos en una amistad eterna, que por su singularidad y grandeza ha engendrado el asombro en la infinita cadena de las generaciones. Se decía que mientras volaban juntos como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear trazando círculos concéntricos en las capas de la atmósfera más cercanas al sol, que se nutrían, en esos parajes, de las más puras esencias de la luz, y que no se decidían sino de mala gana a volcar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada por la que gira el globo humano en delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se asesinan pérfidamente, en secreto, en el centro mismo de las ciudades, con el puñal del odio o de la ambición), y que se alimentan de seres tan plenos de vida como ellos, aunque colocados algunos grados por debajo en la escala de las existencias. O bien, cuando después de tomada la firme decisión —con el objeto de incitar a los hombres al arrepentimiento mediante las estrofas de sus profecías— de nadar, dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones siderales donde un planeta se desplaza en medio de espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecación y de befa, que se desprenden como vapores pestilentes de su horrible superficie, y que parece pequeño como una bola, siendo casi invisible a causa de la distancia, no dejaban de presentarse ocasiones en que se arrepentían amargamente de su benevolencia incomprendida y menospreciada, e iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para dialogar con el fuego vivo que bulle en las cubas de los subterráneos centrales, o en el fondo del mar, para dejar que sus ojos desilusionados descansen plácidamente en los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, comparados con los bastardos humanos. Al arribo de la noche y su propicia oscuridad, se lanzaban desde los cráteres con cresta de pórfido y desde las corrientes submarinas, para dejar, muy lejos, el orinal rocoso donde se desahoga el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que ya no les fuese posible distinguir la silueta suspendida del planeta inmundo. Entonces, pesarosos por su infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que compadecían su dolor, y ante la mirada de Dios, se abrazaban llorando, el ángel de la tierra y el ángel del mar… Mario y el que galopa a su lado no desconocían los vagos y supersticiosos rumores que hacían circular, durante las veladas, los pescadores de la costa, cuchicheando alrededor del hogar con las puertas y ventanas cerradas, mientras el viento de la noche, que busca calentarse, hace oír sus silbidos alrededor de la cabaña de paja, y sacude vigorosamente esas frágiles paredes rodeadas en su base por trozos de conchas acarreados por las ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué se dicen dos corazones que se aman? Nada. Pero nuestras miradas lo decían todo. Le advertí que ciñera más el manto alrededor de su cuerpo, y él me hizo notar que mi caballo se separaba demasiado del suyo: cada uno toma tanto interés por la vida del otro como por la propia; no nos reíamos. Intenta dirigirme una sonrisa, pero percibo en su rostro la carga de las terribles impresiones que en él grabó la reflexión, perpetuamente atenta a las esfinges que desconciertan con su mirada oblicua las grandes ansiedades de la inteligencia de los mortales. Comprobando la inutilidad de sus manejos, desvía los ojos, muerde su freno terrestre babeando de rabia, y contempla el horizonte que huye delante de nosotros. A mi vez, procuro recordarle su juventud dorada que sólo pide penetrar en los palacios de los placeres como una reina, pero él nota que las palabras brotan con dificultad de mi boca demacrada, y que mis años primaverales han pasado, tristes y helados como un sueño implacable que pasea sobre las mesas de los banquetes y sobre los lechos de raso donde dormita la pálida sacerdotisa de amor, pagada con el relumbrón del oro, las voluptuosidades amargas del desencanto, las arrugas pestilenciales de la vejez, los pavores de la soledad y las llamaradas del dolor. Al comprobar la inutilidad de mis manejos, no me asombro de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece provisto de sus instrumentos de tortura, en toda la aureola resplandeciente de su horror; aparto los ojos y contemplo el horizonte que huye delante de nosotros… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si rehuyeran la mirada humana… Mario es más joven que yo; la humedad del tiempo y la espuma salada que nos salpica, llevan a sus labios el contacto del frío. Le digo: «¡Cuídate…! ¡Cuídate…! Aprieta bien tus labios uno contra otro, ¿no ves que las garras afiladas de las resquebraduras surcan tu piel de ardorosas llagas?». Me clavó la mirada en la frente y me replicó con los movimientos de su lengua: «Sí, veo esas garras verdes, pero no modificaré la posición natural de mi boca para ahuyentarlas. Mira si miento. Puesto que parece ser la voluntad de la Providencia, quiero someterme a ella. Su voluntad podría haber sido mejor». Y yo exclamé: «Admiro esa noble venganza». Quise mesarme los cabellos, pero me lo prohibió con una mirada severa, y le obedecí respetuosamente. Se hacía tarde, y el águila regresaba a su nido cavado en las anfractuosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestarte mi manto para protegerte del frío. Yo no lo necesito». Le repliqué: «Pobre de ti si haces lo que dices. No quiero que nadie sufra en mi lugar, y menos tú». No contestó nada porque tenía yo razón, pero me dediqué a consolarlo con motivo del tono demasiado impetuoso de mis palabras… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa como si rehuyeran la mirada humana… Levanté la cabeza como la proa de un barco que levanta una ola enorme, y le dije: «¿Lloras, acaso? Te lo pregunto, rey de las nieves y de las brumas, aunque no veo lágrimas en tu rostro bello como la flor de cactus, y aunque tus párpados están secos como el lecho del torrente; pero distingo en el fondo de tus ojos un recipiente lleno de sangre donde hierve tu inocencia, mordida en el cuello por un escorpión de especie gigante. Un fuerte viento se precipita sobre el fuego que calienta la caldera, y esparce las llamas oscuras hasta por fuera de tu órbita sagrada. Al acercar mis cabellos a tu frente rosa percibí un olor a chamuscado porque se me quemaron. Cierra los ojos, pues de no hacerlo, tu cara calcinada como la lava de un volcán caerá hecha cenizas en el hueco de mi mano». Y él volvió hacia mí sin prestar atención a las riendas que empuñaba, y me contempló con ternura, mientras abría y cerraba lentamente sus párpados de lirio, igual que el flujo y el reflujo del mar. Respondió sin reparo a mi atrevida pregunta, y he aquí cómo lo hizo: «No te preocupes por mí. Así como la bruma de los ríos se arrastra a lo largo de las laderas de la colina, y, una vez alcanzada la cumbre, asciende a la atmósfera formando nubes, así tus inquietudes en cuanto a mí han ido aumentando insensiblemente, sin un motivo justificado, y forman por encima de tu imaginación el cuerpo falaz de un espejismo desolador. Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aunque yo experimente la impresión de que mi cráneo estuviera colocado dentro de un casco de carbones encendidos. ¿Cómo pretendes que las carnes de mi inocencia hiervan en la caldera si no oigo más que gritos débiles y confusos, que para mí son tan sólo los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras cabezas? Es imposible que un escorpión haya fijado su residencia y sus afiladas pinzas en el fondo de mi órbita despedazada; creo más bien que son poderosas tenazas que trituran los nervios ópticos. Sin embargo, coincido contigo en la opinión de que la sangre que llena el recipiente, fue extraída de mis venas la última noche por un verdugo invisible mientras yo dormía. Te he estado esperando mucho tiempo, hijo amado del océano, y mis brazos entumecidos entablaron un inútil combate con Aquel que había penetrado en el vestíbulo de mi casa… Sí, siento que mi alma lleva un candado sobre el cerrojo de mi cuerpo, por lo que no puede soltarse para huir lejos de las costas que azota el mar humano, y para no seguir siendo testigo del espectáculo de la jauría lívida de los infortunios que persiguen sin descanso, a través de los barrancos y precipicios del inmenso desaliento, a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio que haga desaparecer la cicatriz. Quiero que el Creador contemple hora tras hora, durante su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles disminuyen la velocidad de sus patas de bronce; sus cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por una manada de pécaris. No conviene que ellos presten atención a lo que decimos. Con tanta atención, sus inteligencias se desarrollarían y podrían llegar a comprendernos. ¡Pobres de ellos, porque entonces sufrirían mucho más! Para convencerte, no tienes más que pensar en los jabatos de la humanidad: el grado de inteligencia que los separa de los otros seres de la creación, ¿no parece haberles sido otorgado únicamente al precio indefectible de sufrimientos incalculables? Imita mi ejemplo, y que tu espuela de plata se hunda en los ijares de tu corcel…». Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa como si rehuyeran la mirada humana.



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