Un intelectual ante la Crisis política: presentación de La Contracorriente, de Guillermo Atías por Carlos Henrickson

 





Un intelectual ante la Crisis política:

presentación de La Contracorriente, de Guillermo Atías.

(Santiago: Ed. Malamadre, 2025.)

 

 

En enero de 1958, en el marco del célebre Encuentro de Escritores efectuado en la Universidad de Concepción, Guillermo Atías, quien tres años antes publicara su primera novela El tiempo banal (premio del concurso de 1954 del Sindicato de Escritores), presenta un breve ensayo llamado La literatura como lujo, que posteriormente ocupa el primer lugar en la compilación dedicada a la narrativa en la revista Atenea que cubre el evento. Allí plantea:

 

Jamás la humanidad ha sido sometida como en este tiempo a más extremas pruebas, jamás se ha jugado con el hombre como ahora. Junto a ello, conspira una poderosa ciencia que ha dejado al individuo en el umbral del vacío, que ha declarado la quiebra de todo equilibrio. El artista, siempre anhelante de una forma, porque esto es arte, encuentra que su mano tacta el caos que lo rodea, como si hubiese sido violentamente arrastrado a un universo precolombino y se remite por último a lo único que le queda como creador honrado, esto es, a representar este caos en su obra.

El resultado es que poseemos una estética de la crisis que ha elaborado sus propias penosas leyes y que será el testimonio de nuestra época. Es una estética engendrada en el seno de la razón ¿pero podrá llamarla alguien alguna vez la “estética de la razón”? Creemos que esto es imposible.

(...)

Al pasar la marca señalada por el romanticismo, lo que podríamos llamar la “segunda caída” para usar un término de la literatura teológica en boga, la creación artística se torna confusa e inestable, a medida que progresa en su ambicioso plan de explicar al hombre en su totalidad. No podía ocurrir de otra manera si tomamos en cuenta el frágil cimiento que había buscado para radicar su trabajo, el espíritu del hombre.

(Atenea, año 35, tomo 131: nº 380-381, abril/septiembre de 1958; p. 51, 52.)

 

Creo que comenzar hablando de esta “estética de la crisis” es un buen modo de explicar qué es lo que resuena de fondo en La Contracorriente, novela póstuma (en su edición castellana) del escritor muerto en el exilio el año 1979, y la extrema dificultad que tuvo la crítica literaria chilena para “ubicar” a Guillermo Atías dentro de algún esquema. Es claro, tanto su primera novela como A la sombra de los días del 65, y esta de que hablamos, cruzan el tema político, y pueden y han sido leídas como testimonio histórico de las corrientes que subyacen a los procesos sociales que alzan a la generación del 38 (que surge a la conciencia con el Frente Popular) hacia el grado más alto de movilización y compromiso en los tres años de la Unidad Popular. Dado el caso, sumado a su inclusión en la célebre Antología del Verdadero Cuento en Chile, publicada el año 1938, hizo caer de cajón que Atías es absoluto representante de la Generación Literaria del 38, la que de acuerdo a Fernando Alegría:

 

... posee ciertos rasgos que la individualizan nítidamente: por ejemplo, la importancia que asigna a la función social del escritor, su esfuerzo por caracterizar al chileno dentro de un complejo de circunstancias históricas que lo relacionan íntimamente con el destino del mundo contemporáneo, su preocupación por incorporar a la literatura zonas de nuestra sociedad hasta entonces ignoradas por los escritores criollistas y, en fin, un interés, que a menudo asume caracteres de obsesión, por dar categoría literaria a las luchas de emancipación política y económica de las clases trabajadoras.

(Literatura chilena del siglo XX, Santiago: Zig-Zag, 1962; p. 80.)

 

Y bien, de acuerdo, esta novela sí tiene a un escritor como protagonista, más bien, a un periodista que escribió de joven un libro del que se arrepiente, y está obsesionado hasta patológicamente con un compromiso social y político antes, de hecho, de que los hechos mismos lo empujen violenta y compulsivamente a “hacer” “algo”. El libro habla sobre Chile, en torno a hechos políticos e históricos. Pero con respecto al resto de la caracterización no se puede afirmar nada tan nítidamente. El protagonista, quien nos da la perspectiva de lo que acontece, es un extranjero que reúne todas las características de un intelectual pequeño-burgués (como buena parte de los personajes centrales de sus otras novelas), cuya crítica al proceso chileno pasa desde la incomprensión hasta una amarga ironía que deja paso a la risa desesperada (una risa batailliana), y más notorio aun, el libro prácticamente no se refiere al 38, sino de la superación “dialéctica” del FP, la UP. Siendo claramente una novela comprometida, mantiene cierta melancólica distancia íntima no solo con el acontecer político, sino que además una remota lejanía de kilómetros con respecto al andamiaje verbal que debería sostener la lectura, la táctica y la estrategia del Gobierno Popular. La lectura de El tiempo banal, de 1955, y de A la sombra de los días, de 1965, confirma lo que se puede sospechar: Atías no es encasillable en absoluto a una -supuesta- generación del 38. No por eso deja de responder a su momento, lo que yo llamaría la “Novela de los 50”, conformada por generaciones que se plantean un doble programa: el hacer a la literatura consciente de la historia efectiva, en el sentido de develar los mitos suprahistóricos de una “esencia” nacional marcada por la naturaleza y “tipos” ejemplares -el campesino, el provinciano, el héroe y la heroína románticos, etc.; el “criollismo”, en resumen- y por otro lado sondear la interioridad psicológica del individuo, proponiendo lecturas que supieran desmarcarlo de sus determinaciones sociales e históricas. En este sentido, se puede acercar a Atías no solo a los autores más obviamente comprometidos de su generación (y en este sentido de generación hablo de los nacidos con el siglo hasta los nacidos en la década del 20), sino que también a Edwards o Giaconi, por su acento en un paroxismo ante el mundo, esa alienación que Sartre denominó como “náusea”, e incluso a Lafourcade, en su reiterado énfasis sobre lo pulsional como instancia de quiebre que revela la “verdad” de los sujetos.

En la página 33 de esta novela, el protagonista está ante el temperamental editor que le encarga la “misión” en Chile, un aficionado a ideas fijas, que por otro lado se revelan caprichosas y cambiantes:

 

Explicaba que en la hora actual se creaba una exigencia apremiante a la literatura que esta debía cumplir sin falta, su reinserción en la realidad. Y la realidad de hoy estaba expresada, según él, en las transformaciones sociales mucho más que en las motivaciones psicológicas que han servido de pasto a nuestros literatos casi invariablemente. En consecuencia las obras deseables para Pellegrini debían obligadamente tratar las conflictivas situaciones políticas y sociales del momento. Una novela sobre la guerrilla interesaba mucho más que el drama de un marido engañado, existencialista o no, nos decía con mucha seriedad.

(La Contracorriente, Santiago: Ed. Malamadre, 2025.)

 

El que el texto de La Contracorriente pueda verse de algún modo como ese registro encargado, obliga a leer esta cita y la novela completa, con sospecha: precisamente si consideramos esa “reinserción en la realidad” y el menosprecio de lo psicológico como mera efusión discursiva, estrategia editorial o como... “ideología”. Dado que probablemente no sea lo “absolutamente real” lo que es sometido aquí a la mirada crítica.

En El tiempo banal y A la sombra de los días, de hecho, ocurre exactamente del mismo modo. Lo que la crítica literaria vio como testimonio histórico y social bien puede considerarse más bien como el telón de fondo sobre el que vemos la inscripción de ciertos “estados de ánimo” cuyo foco siempre es la aparente ausencia de un verdadero contenido y sentido en la acción, y no basta plantear de manera sencilla que se trata de “el estado de ánimo post-Frente Popular”. Más bien se trata de un proceso más general, al modo en que el mismo Atías relata en el artículo que citaba al principio.

Esta falta de contenido y sentido parece fundarse en una decidida tendencia a la dispersión, una que nace de la voluntad de los mismos sujetos. Los personajes centrales en la novelística de Atías tienden a quedar solos asumiéndose más dueños de sí, más definidos en sí mismos al evadir la compañía, así como es reiterada una extrema molestia cuando tenemos una perspectiva subjetiva dentro de reuniones sociales. Desde el solitario poeta y profesor Alberto de El tiempo banal, que abre la novela con un largo paseo que acaba en la noche en que se revela la inadecuación total con Cora que no puede sino impedir el encuentro sexual, pasando por los cavilantes Mauricio y Lambert de A la sombra de los días, ambos cargando su respectiva y profunda frustración con un compromiso social e histórico que les resulta ya imposible, estos seres se han aislado voluntariamente de una manera radical, quedando de cara a otra serie de personajes cuya compulsión a comprometerse, reunirse, resulta esencial. Así, el alto y bajo mundo en la primera novela (el latifundista-financista Fernando con la meta fija en jugar polo, o el Chano, que llega hasta el crimen con un propósito ambiguo que parece ir mucho más allá de solo ganar dinero, casi un ansia de reconocimiento, diríamos), o los campesinos que al tirar la piedra que cae a los pies de Alberto le revelan a este el lugar radicalmente equivocado que constituye para él la casa patronal; y en la segunda novela, el personaje de Sara, quien desde el movimiento nacista hasta el Partido Socialista se nos revela entre reuniones, o los militantes que aún muestran la fe en el movimiento obrero ante el desilusionado burócrata en que se ha convertido Mauricio Gálvez o el dirigente del sindicato de carteros, precisamente un marido engañado que bien puede verse como existencialista y no parece comprender de fondo los mecanismos de la huelga y la movilización.

El profesor Alberto, su colega Lambert y el burócrata Gálvez tienen efectivamente mucho en común con nuestro periodista uruguayo. Dicho en simple: se trata de pequeños burgueses. Su hábito reflexivo es aquello que mejor les define dentro de su conciencia, y su posición social está determinada por constituir una suerte de negación de cualquier hábito productivo material. Esta marcada alienación, de cuya conciencia todos ellos se sienten víctimas, les da el paradójico don de ser buenos testigos de estos “estados de ánimo”, pero ¿más allá de ahí? ¿Más allá de estos estados de ánimo?

Cito de nuevo la primera novela, el instante en que el profesor y poeta Alberto se desplaza al fundo en que tendría que dar clases a la hija del burgués Fernando:

 

Ese tren corría por una estrecha ladera de América del Sur. Iba montado en un tren a vapor, a las 8 de la mañana, por parajes que resultaban casi irreales. Era su patria. Apreció en esa oportunidad la pequeña y lejana parte que era su país en relación con los demás. Resultaba difícil creer que en estas lejanas regiones que eran en propiedad, exóticas, donde era de esperar una vida enteramente natural, incluso pintoresca, ocurriese todo lo contrario. Sin ir más lejos, él era un neurótico comparable a cualquier personaje urbano de las ciudades europeas. Y su pueblo, sus compatriotas, a quienes tal vez, los extranjeros considerarían entregados al goce de una naturaleza exuberante, en un continente “recién creado”, debían llevar una vida miserable, como los pobres de la tierra.

(El tiempo banal, Santiago: Nascimento, 1955; p. 157.)

 

Este personaje, que en otra parte se nos dice “creía ser un materialista dialéctico, pero había una contradicción insuperable entre su existencia y su pensamiento” (p. 47), forma tan solo una parte (y relativamente menor) del amplio fresco social que nos muestra la novela, pero él es aquel que experimenta y nos comunica la inquietud de ese mundo en que nada parece desear conmoverse, el “tiempo banal” de la “ciudad querida” de Santiago, según nos indica el autor en la dedicatoria. Si bien se puede identificar varios personajes con “arcos” narrativos de importancia -el cartero proletario y el financista burgués-, el de Alberto es aquel que precisamente representa un intento de proceso de conciencia de clase, uno que no puede dejar de llegar al tope de la frustración al ver como silenciosos y extraños, fantasmagóricos casi, a la comunidad campesina, aquellos que él mismo “había amado el año 1938” cuando iniciaron su proceso de sindicalización (vale decir, de “hallar su voz”).

Nuestro periodista uruguayo, quince años después del piedrazo que parece condenar a Alberto, está viviendo en una nueva etapa de la historia, aquella que concebía la lucha política como una labor mucho más crítica y amplia geográficamente, y que se ha visto obligada a profundizar y complejizar su discurso político, a reconocer las tensiones entre diversas posiciones ante la organización social y la toma del poder, y hasta reconocer la concurrencia histórica (confluencia de corrientes, al tiempo que “competencia”) de diferentes sujetos históricos revolucionarios. Basta revisar la revista Plan, dirigida por Atías entre 1965 y 1973, para darse cuenta de esta proliferación intelectual, cuya agitada dinámica parece ser un efectivo barómetro que parece indicar la inminencia de una situación revolucionaria en el plano internacional (y nacional), que no puede sino empujar a tomas de posición definidas y bien estructuradas, dicho de otro modo, afinar los conceptos con que se piensa lo social y lo político.

Una de las secciones fijas de Plan es la entrevista a diversas personalidades de la izquierda, incluyendo dentro de estas al sector rebelde de la DC, antes y durante el quiebre de este partido. Atías ya conoce este “efecto Babel” entonces, dos años antes del ascenso de Allende al ejecutivo, en que el debate va convirtiéndose en una verdadera filigrana de sutilezas conceptuales. Es con esto con lo que se encuentra nuestro periodista, una nación politizada en extremo, con una obsesión por la definición precisa de las tomas de posición, ante la posibilidad del “parto sin dolor” como define el alcance del socialismo mediante medios legales. En este sentido, buena parte del programa de la novela se nos aparece en la página 49:

 

Quedaba por saber si en el campo de la izquierda esa obsesión se traducía en trabajo y eficacia o si era una especie de manía verbalista. ¿Y si esa eficacia corría mejor por cuenta de los otros?

(La Contracorriente, p. 49.)

 

La novela se desarrolla, entonces, entre estas dos corrientes opuestas: el debate incesante de la izquierda sobre cómo enfrentarse contra la eficaz insurrección de la burguesía, que desde el inicio de la novela va marcando su marcha con precisión fatídica y planificada. No se trata de la lucha entre entidades abstractas, sino que de una oposición incesante entre discurso y acción, imbricada en una realidad que no puede ser alcanzada ni informada por las palabras de manera eficiente. Atías no escatima la ironía, al relatar los momentos posteriores a un incidente de provocación en un restaurante:

 

Cometió el error de añadir que a esa hora era imposible hacer algo pues todo el mundo estaba almorzando. Marta no terminó de escucharlo, me cogió de un brazo y me llevó hasta la calle. Iba murmurando que la derecha podía dar cómodamente un golpe de Estado, siempre que fuera a la hora de almuerzo.

(La Contracorriente, p. 55-56.)

 

Y en lo que parece una ironía aun más marcada, su entrevista con el escritor Francisco Lagos, cuya decidida y hasta descuadrada fe en el éxito del proceso y la vía correcta de la Unidad Popular, contra las posiciones de los gochistas, culmina con citar un párrafo de las obras completas de Lenin para dar fuerza a sus dichos, mientras “su mujer y yo lo escuchamos con inquietud”; digo que es una ironía marcada, porque bien se puede suponer que se trata del mismo Atías, colocándose en el rol de un escritor comprometido ideal, si bien su descripción calza mejor con su propia figura, aún frescas las polémicas originadas por su ensayo Después de Guevara, de 1967), un

 

(...) novelista del PC a quien me habían presentado en la Sociedad de Escritores. Ofrecía la ventaja de ser un hombre que hacía pasar retóricas marxistas por filtros más finos y personales, lo que me atraía para conocer otros matices del “caso” chileno. Según me enteré esas desenvolturas del escritor le procuraban ojerizas y desconfianzas en los círculos más duros de la izquierda, completamente injustificadas a mi juicio.

(La Contracorriente, p. 57.)

 

Como vemos, el uso intensivo de la ironía -en su manifestación novelística la “mística negativa de una época sin Dios” según Lukacs la define en su Teoría de la novela, de 1920- confirma la sospecha con que debemos leer el “registro transparente”, meramente documental, que uno quisiera ver en La Contracorriente. De hecho, nuestro periodista uruguayo nunca tiene la fe de Francisco Lagos. Su contacto con las clases trabajadoras, dentro de esta novela, se remite, en primer lugar, a la visita a la Fábrica estatizada Ex-Yarur junto a una delegación de artistas e intelectuales, en que no puede dejar de plantear críticas directas y amargas sobre el nombre mismo (“Ex-Yarur”) y la decisión de sepultar la estatua del fundador en el subsuelo en vez de destruirla. Ni hablar del segundo momento, en que es expulsado de una fábrica ocupada en el sector industrial de Santa Rosa por unos obreros el día del golpe sin que él pueda darles a entender que es “uno de los suyos”.

 

¿Pero por qué? –manifesté, ustedes me excluyen sin razón, toda mi vida he estado junto a ustedes, junto a la clase obrera. Yo quiero luchar aquí ahora, tengo derecho, es todo lo que puedo hacer todavía.

(La Contracorriente, p. 301.)

 

Sin embargo, su compromiso político tiene un definido límite íntimo. Tras una inquietante conversación con Joan Garcés en que se deja ver el difícil e inquietante alcance de la violencia de la derecha, nuestro personaje se acerca a un bar cerca del local de la Sociedad de Escritores (institución que el mismo Atías presidiera, lo que hace pensar en un efectivo recuerdo personal), en donde se entrega a beber, para que advenga sobre él “la isla”, el momento en que puede estar efectivamente solitario, de cara a sí mismo.

 

Veía a los concurrentes del bar “Andes” como trazos móviles, como colores cambiantes y yo mismo era uno de esos colores. No era la bebida –apenas había probado el vaso– era la fuerza cinética del ambiente desde que yo eligiera el reposo. Viejos hábitos de espectador incurable. Y ya veía asomarse mi isla, en estos descansos, en mi ruta, siempre venía. Aparecía como un punto borroso desde algún horizonte e iba creciendo y avanzando lentamente, adquiriendo una consistencia de color espeso verde-oscuro. Hasta que llegaba a envolverme y penetrarme pausadamente con sus contornos blandos, cubriéndome por entero. Ahí se detenía, se instalaba en mí, yo era mi isla.

Inclinaciones a la evasión, opinaría un psiquiatra puntual, políticamente sospechosas. La idea de la isla, un agudo deseo de rechazo al medio. Caso absolutamente dudoso, en observación. Pero me defiendo de esos maniqueísmos profesionales. Los míos son deliberados repliegues dentro de mi “yo”. ¿O no poseo “yo” acaso? Muy lejos de la náusea sartreana. Yo no salía asqueado del mundo a continuación de estos ejercicios inocentes, de la naturaleza de los baños de vapor, de los saunas calurosos o de unas sencillas pasadas por un gimnasio. Sí, ejercicios, gimnasias, saunas psíquicos y nada más.

(La Contracorriente, p. 107.)

 

En este plano, cabe citar la escena en que nuestro protagonista se entrega a una carcajada irrefrenable, en el instante en que presencia un debate político “de profundidad” entre jóvenes periodistas, en que a falta de una propia explicación, este explica que “tal vez esa era una manera mía de expresar mis dudas más profundas” (p. 238), y les dice:

 

Al oírlos a ustedes, al apreciar esas encarnizadas diferencias de apreciación política entre uno y otro, vi el panorama de toda la izquierda chilena, entregada a una suerte de guerra bizantina, como si se tiraran los libros por la cabeza. Esta última imagen, esa “guerrilla”, la de los libros lanzados por el aire, provocó exactamente mi reacción. Yo les ruego que me perdonen, terminé diciéndoles.

¿Y todo eso le parece irresistiblemente chistoso?- insistió el muchacho con su lógica abrumadora. No, no me parece tan chistoso, debo reconocer, y fue un buen remedio porque me mantuve silencioso el resto de la cena.

(La Contracorriente, p. 238.)

 

La escena me parece más interesante aun, pensando que es aquí donde aparece precisamente la conciencia política de la generación posterior a la del 38, con menos experiencia en los desarrollos históricos anteriores, y por tanto, más entregados a una visión “teórico-crítica”.

Nuestro periodista inevitablemente caerá en la conciencia de su deber de defender la revolución, así que lo vemos en la página 221 “enfrentando” el paro de camioneros.

 

Yo permanecía la mayor parte del día en casa de Florencia donde continuaba alojándome para acompañarla. Había montado una especie de “estado mayor” personal con toda clase de periódicos y revistas, la radio y la TV manejadas al minuto para darme una idea global bien precisa de lo acontecido afuera. ¿Qué más podía hacer? Era un poco irrisoria esa “ayuda” mía en defensa del gobierno, muy distinta por cierto a lo posiblemente imaginado por mis amigos de Argentina, sobre todo por Pellegrini. Con seguridad ellos me creerían mezclado a las grandes batallas libradas aquí, como lo hacían creer las informaciones remitidas al exterior, especialmente por una agencia de Alemania Federal que había divulgado sospechosamente por todo el mundo ya el estallido de encuentros callejeros entre soldados e izquierdistas, con muertos y todo.

(La Contracorriente.)

 

Por ello, resuena tan dramáticamente el párrafo que indica su lugar en el día del Golpe:

 

¿Qué iba a hacer yo? Nunca como ahora me sentí más un extraño en medio de una ciudad que me ignoraba por completo. No pasaba yo de ser una invención caprichosa de Marta que me había abierto esa puerta misteriosa de los chilenos. Pero ahora en los momentos decisivos no tenía un lugar, cada cual tomaba su sitio en el combate o se preparaba para resistir en alguna parte. ¿A quién iba a ofrecerme, a quién iba a convencer que esa batalla recién comenzada era también la mía?

(La Contracorriente, pp. 299-300)

 

Por ello, la semilla, última palabra de la novela como tal, solo pude resonar para nosotros los lectores, después del párrafo lapidario:

 

La palabra FIN, ahora mucho más grande, con una luminosidad instalada sobre esas cabezas de chilenos, mezclada al mobiliario lujoso de la embajada, empecé a presentirla, propiamente a verla con nitidez. Vibraba esa breve palabra como en el cine de antaño, pero para mí era inconfundible. Fin de la Unidad Popular, fin de esta revolución chilena, fin de Salvador Allende.

(La Contracorriente, p. 304.)

 

Lo taxativo, lo seco del tono, nos indica que el fin de la novela es el fin del proceso: el proceso frustrado del movimiento hacia el socialismo, pero también el proceso frustrado de conciencia del mismo protagonista. En este sentido, comparte el destino del resto de los intelectuales atianos de la que podemos bien considerar una trilogía, y acaso sumando a estos intelectuales al mismo Atías, dadas las tres líneas finales que datan el escrito dentro de su periplo del exilio.

 

París, julio de 1974

Sagone (Córcega), noviembre de 1974

México DF., febrero de 1976

(La Contracorriente, p. 304.)

 

¿Se trata de un derrotismo, acaso? Yo propondría una mirada más precisa. Si consideramos la Generación del 38 en su plenitud, aquella que se crea como conciencia intelectual y política (pensando que gran parte de los dirigentes políticos de la época, incluyendo al propio presidente Allende, pertenecen a ella), Atías se plantea ya no como representante, sino que como un intelectual crítico a los hábitos y actitudes de esta generación de 1938, así como lo fue, de manera directa, a las posiciones de los partidos políticos de la izquierda en su ensayo Después de Guevara. Se trata de una aplastante puesta en cuestión del concepto de compromiso político transparente y totalizante del intelectual que marcó nuestro siglo XX, así como de la consecuente dispersión de las tomas de posición bajo la espada de la ininterrumpida definición dialéctica.

Atías parece entender el alcance de la acción crítica del intelectual, como el que debe abrir el horizonte del cambio social sabiendo apuntar a la posibilidad de estagnación de los procesos por el sectarismo, el romanticismo revolucionario del heroísmo personal o la incapacidad de reconocer la acción efectiva y creativa de las clases trabajadoras. Las novelas de Atías tratan entonces, a mi modo de ver, en cómo al intelectual le corresponde hacer que su acción sea definitivamente asimilada y superada en un proceso que haga surgir lo nuevo, aquello que ya no corresponde a su formulación crítica, sino a la transformación real requerida, a proponer la literatura como parte de esa semilla, extraída significativamente del discurso final de Allende. El intelectual aquí es el “héroe problemático” reseñado por Lukacs en su Teoría de la novela, de 1920, que reconoce estar más cerca de las fuentes de “las ideas del ser” que el mundo que lo rodea; un testigo que deja su testimonio porque sabe que debe desaparecer cuando cumpla su rol, que en la página en blanco tras la palabra Fin no solo no existe, sino que no tiene razón para seguir existiendo.

La Contracorriente, entonces, no está acá simplemente para dar un testimonio histórico ni para entregarnos ejemplos de heroísmo de aquellos que son como nosotros, reflexivos lectores de novelas. Está, creo, conscientemente representando la necesidad absoluta de comprender que la fluidez de los procesos sociales y políticos va más allá de cualquier esquema ideológico, y que la acción y función del intelectual debe consistir en abrir horizontes críticos y desafiar la separación entre lo que nos rodea y ese mundo de conceptos ideológicos, cada vez más similar al eterno “mundo de las ideas”, cuya raigambre está en un mundo que separaba consecuentemente el pensar del actuar: la sociedad esclavista. Texto indispensable, creo, para comprender nuestro pasado inmediato (las ilusiones poéticas tras nuestro intento constitucional, por ejemplo) o nuestro futuro, nunca escrito y siempre abierto, incluso para una nueva insurrección de la burguesía, una nueva contracorriente.    

 

 

 

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