Un intelectual ante la Crisis política:
presentación de La Contracorriente, de
Guillermo Atías.
(Santiago: Ed. Malamadre, 2025.)
En enero de 1958,
en el marco del célebre Encuentro de Escritores efectuado en la Universidad de
Concepción, Guillermo Atías, quien tres años antes publicara su primera novela El
tiempo banal (premio del concurso de 1954 del Sindicato de Escritores),
presenta un breve ensayo llamado La literatura como lujo, que
posteriormente ocupa el primer lugar en la compilación dedicada a la narrativa
en la revista Atenea que cubre el evento. Allí plantea:
Jamás la humanidad ha sido sometida como en
este tiempo a más extremas pruebas, jamás se ha jugado con el hombre como
ahora. Junto a ello, conspira una poderosa ciencia que ha dejado al individuo
en el umbral del vacío, que ha declarado la quiebra de todo equilibrio. El
artista, siempre anhelante de una forma, porque esto es arte, encuentra que su
mano tacta el caos que lo rodea, como si hubiese sido violentamente arrastrado
a un universo precolombino y se remite por último a lo único que le queda como creador
honrado, esto es, a representar este caos en su obra.
El resultado es que poseemos una estética
de la crisis que ha elaborado sus propias penosas leyes y que será el
testimonio de nuestra época. Es una estética engendrada en el seno de la razón
¿pero podrá llamarla alguien alguna vez la “estética de la razón”? Creemos que
esto es imposible.
(...)
Al pasar la marca señalada por el
romanticismo, lo que podríamos llamar la “segunda caída” para usar un término
de la literatura teológica en boga, la creación artística se torna confusa e
inestable, a medida que progresa en su ambicioso plan de explicar al hombre en
su totalidad. No podía ocurrir de otra manera si tomamos en cuenta el frágil
cimiento que había buscado para radicar su trabajo, el espíritu del hombre.
(Atenea, año 35, tomo 131: nº 380-381,
abril/septiembre de 1958; p. 51, 52.)
Creo que comenzar
hablando de esta “estética de la crisis” es un buen modo de explicar qué es lo
que resuena de fondo en La Contracorriente, novela póstuma (en su
edición castellana) del escritor muerto en el exilio el año 1979, y la extrema
dificultad que tuvo la crítica literaria chilena para “ubicar” a Guillermo
Atías dentro de algún esquema. Es claro, tanto su primera novela como A la
sombra de los días del 65, y esta de que hablamos, cruzan el tema
político, y pueden y han sido leídas como testimonio histórico de las
corrientes que subyacen a los procesos sociales que alzan a la generación del
38 (que surge a la conciencia con el Frente Popular) hacia el grado más alto de
movilización y compromiso en los tres años de la Unidad Popular. Dado el caso,
sumado a su inclusión en la célebre Antología del Verdadero Cuento en Chile,
publicada el año 1938, hizo caer de cajón que Atías es absoluto representante
de la Generación Literaria del 38, la que de acuerdo a Fernando Alegría:
... posee ciertos rasgos que la
individualizan nítidamente: por ejemplo, la importancia que asigna a la función
social del escritor, su esfuerzo por caracterizar al chileno dentro de un
complejo de circunstancias históricas que lo relacionan íntimamente con el
destino del mundo contemporáneo, su preocupación por incorporar a la literatura
zonas de nuestra sociedad hasta entonces ignoradas por los escritores
criollistas y, en fin, un interés, que a menudo asume caracteres de obsesión,
por dar categoría literaria a las luchas de emancipación política y económica
de las clases trabajadoras.
(Literatura chilena del siglo XX, Santiago:
Zig-Zag, 1962; p. 80.)
Y bien, de acuerdo,
esta novela sí tiene a un escritor como protagonista, más bien, a un periodista
que escribió de joven un libro del que se arrepiente, y está obsesionado hasta
patológicamente con un compromiso social y político antes, de hecho, de que los
hechos mismos lo empujen violenta y compulsivamente a “hacer” “algo”. El libro
habla sobre Chile, en torno a hechos políticos e históricos. Pero con respecto
al resto de la caracterización no se puede afirmar nada tan nítidamente. El
protagonista, quien nos da la perspectiva de lo que acontece, es un extranjero
que reúne todas las características de un intelectual pequeño-burgués (como
buena parte de los personajes centrales de sus otras novelas), cuya crítica al
proceso chileno pasa desde la incomprensión hasta una amarga ironía que deja
paso a la risa desesperada (una risa batailliana), y más notorio aun, el
libro prácticamente no se refiere al 38, sino de la superación “dialéctica” del
FP, la UP. Siendo claramente una novela comprometida, mantiene cierta
melancólica distancia íntima no solo con el acontecer político, sino que además
una remota lejanía de kilómetros con respecto al andamiaje verbal que debería
sostener la lectura, la táctica y la estrategia del Gobierno Popular. La
lectura de El tiempo banal, de 1955, y de A la sombra de los días,
de 1965, confirma lo que se puede sospechar: Atías no es encasillable en
absoluto a una -supuesta- generación del 38. No por eso deja de responder a su
momento, lo que yo llamaría la “Novela de los 50”, conformada por generaciones
que se plantean un doble programa: el hacer a la literatura consciente de la
historia efectiva, en el sentido de develar los mitos suprahistóricos de una
“esencia” nacional marcada por la naturaleza y “tipos” ejemplares -el
campesino, el provinciano, el héroe y la heroína románticos, etc.; el
“criollismo”, en resumen- y por otro lado sondear la interioridad psicológica
del individuo, proponiendo lecturas que supieran desmarcarlo de sus
determinaciones sociales e históricas. En este sentido, se puede acercar a
Atías no solo a los autores más obviamente comprometidos de su generación (y en
este sentido de generación hablo de los nacidos con el siglo hasta los nacidos
en la década del 20), sino que también a Edwards o Giaconi, por su acento en un
paroxismo ante el mundo, esa alienación que Sartre denominó como “náusea”, e
incluso a Lafourcade, en su reiterado énfasis sobre lo pulsional como instancia
de quiebre que revela la “verdad” de los sujetos.
En la página 33 de
esta novela, el protagonista está ante el temperamental editor que le encarga
la “misión” en Chile, un aficionado a ideas fijas, que por otro lado se revelan
caprichosas y cambiantes:
Explicaba que en la hora actual se creaba
una exigencia apremiante a la literatura que esta debía cumplir sin falta, su
reinserción en la realidad. Y la realidad de hoy estaba expresada, según él, en
las transformaciones sociales mucho más que en las motivaciones psicológicas
que han servido de pasto a nuestros literatos casi invariablemente. En
consecuencia las obras deseables para Pellegrini debían obligadamente tratar
las conflictivas situaciones políticas y sociales del momento. Una novela sobre
la guerrilla interesaba mucho más que el drama de un marido engañado,
existencialista o no, nos decía con mucha seriedad.
(La Contracorriente, Santiago: Ed.
Malamadre, 2025.)
El que el texto de La
Contracorriente pueda verse de algún modo como ese registro encargado,
obliga a leer esta cita y la novela completa, con sospecha: precisamente si
consideramos esa “reinserción en la realidad” y el menosprecio de lo
psicológico como mera efusión discursiva, estrategia editorial o como...
“ideología”. Dado que probablemente no sea lo “absolutamente real” lo que es
sometido aquí a la mirada crítica.
En El tiempo
banal y A la sombra de los días, de hecho, ocurre exactamente del
mismo modo. Lo que la crítica literaria vio como testimonio histórico y social
bien puede considerarse más bien como el telón de fondo sobre el que vemos la
inscripción de ciertos “estados de ánimo” cuyo foco siempre es la aparente
ausencia de un verdadero contenido y sentido en la acción, y no basta plantear
de manera sencilla que se trata de “el estado de ánimo post-Frente Popular”.
Más bien se trata de un proceso más general, al modo en que el mismo Atías
relata en el artículo que citaba al principio.
Esta falta de
contenido y sentido parece fundarse en una decidida tendencia a la dispersión,
una que nace de la voluntad de los mismos sujetos. Los personajes centrales en
la novelística de Atías tienden a quedar solos asumiéndose más dueños de sí,
más definidos en sí mismos al evadir la compañía, así como es reiterada una
extrema molestia cuando tenemos una perspectiva subjetiva dentro de reuniones
sociales. Desde el solitario poeta y profesor Alberto de El tiempo banal,
que abre la novela con un largo paseo que acaba en la noche en que se revela la
inadecuación total con Cora que no puede sino impedir el encuentro sexual,
pasando por los cavilantes Mauricio y Lambert de A la sombra de los días,
ambos cargando su respectiva y profunda frustración con un compromiso social e
histórico que les resulta ya imposible, estos seres se han aislado
voluntariamente de una manera radical, quedando de cara a otra serie de
personajes cuya compulsión a comprometerse, reunirse, resulta esencial.
Así, el alto y bajo mundo en la primera novela (el latifundista-financista
Fernando con la meta fija en jugar polo, o el Chano, que llega hasta el crimen
con un propósito ambiguo que parece ir mucho más allá de solo ganar dinero,
casi un ansia de reconocimiento, diríamos), o los campesinos que al tirar la
piedra que cae a los pies de Alberto le revelan a este el lugar radicalmente
equivocado que constituye para él la casa patronal; y en la segunda novela, el
personaje de Sara, quien desde el movimiento nacista hasta el Partido Socialista
se nos revela entre reuniones, o los militantes que aún muestran la fe
en el movimiento obrero ante el desilusionado burócrata en que se ha convertido
Mauricio Gálvez o el dirigente del sindicato de carteros, precisamente un marido
engañado que bien puede verse como existencialista y no parece
comprender de fondo los mecanismos de la huelga y la movilización.
El profesor
Alberto, su colega Lambert y el burócrata Gálvez tienen efectivamente mucho en
común con nuestro periodista uruguayo. Dicho en simple: se trata de pequeños
burgueses. Su hábito reflexivo es aquello que mejor les define dentro de su
conciencia, y su posición social está determinada por constituir una suerte de
negación de cualquier hábito productivo material. Esta marcada alienación, de
cuya conciencia todos ellos se sienten víctimas, les da el paradójico don de
ser buenos testigos de estos “estados de ánimo”, pero ¿más allá de ahí? ¿Más
allá de estos estados de ánimo?
Cito de nuevo la
primera novela, el instante en que el profesor y poeta Alberto se desplaza al
fundo en que tendría que dar clases a la hija del burgués Fernando:
Ese tren corría por una estrecha ladera de
América del Sur. Iba montado en un tren a vapor, a las 8 de la mañana, por
parajes que resultaban casi irreales. Era su patria. Apreció en esa oportunidad
la pequeña y lejana parte que era su país en relación con los demás. Resultaba
difícil creer que en estas lejanas regiones que eran en propiedad, exóticas,
donde era de esperar una vida enteramente natural, incluso pintoresca,
ocurriese todo lo contrario. Sin ir más lejos, él era un neurótico comparable a
cualquier personaje urbano de las ciudades europeas. Y su pueblo, sus
compatriotas, a quienes tal vez, los extranjeros considerarían entregados al
goce de una naturaleza exuberante, en un continente “recién creado”, debían
llevar una vida miserable, como los pobres de la tierra.
(El tiempo banal, Santiago: Nascimento,
1955; p. 157.)
Este personaje, que
en otra parte se nos dice “creía ser un materialista dialéctico, pero había una
contradicción insuperable entre su existencia y su pensamiento” (p. 47), forma
tan solo una parte (y relativamente menor) del amplio fresco social que nos
muestra la novela, pero él es aquel que experimenta y nos comunica la inquietud
de ese mundo en que nada parece desear conmoverse, el “tiempo banal” de la
“ciudad querida” de Santiago, según nos indica el autor en la dedicatoria. Si
bien se puede identificar varios personajes con “arcos” narrativos de
importancia -el cartero proletario y el financista burgués-, el de Alberto es
aquel que precisamente representa un intento de proceso de conciencia de clase,
uno que no puede dejar de llegar al tope de la frustración al ver como silenciosos
y extraños, fantasmagóricos casi, a la comunidad campesina, aquellos que él
mismo “había amado el año 1938” cuando iniciaron su proceso de sindicalización
(vale decir, de “hallar su voz”).
Nuestro periodista
uruguayo, quince años después del piedrazo que parece condenar a Alberto, está
viviendo en una nueva etapa de la historia, aquella que concebía la lucha
política como una labor mucho más crítica y amplia geográficamente, y que se ha
visto obligada a profundizar y complejizar su discurso político, a reconocer
las tensiones entre diversas posiciones ante la organización social y la toma
del poder, y hasta reconocer la concurrencia histórica (confluencia de
corrientes, al tiempo que “competencia”) de diferentes sujetos históricos
revolucionarios. Basta revisar la revista Plan, dirigida por Atías entre
1965 y 1973, para darse cuenta de esta proliferación intelectual, cuya agitada
dinámica parece ser un efectivo barómetro que parece indicar la inminencia de
una situación revolucionaria en el plano internacional (y nacional), que no
puede sino empujar a tomas de posición definidas y bien estructuradas, dicho de
otro modo, afinar los conceptos con que se piensa lo social y lo político.
Una de las
secciones fijas de Plan es la entrevista a diversas personalidades de la
izquierda, incluyendo dentro de estas al sector rebelde de la DC, antes y
durante el quiebre de este partido. Atías ya conoce este “efecto Babel”
entonces, dos años antes del ascenso de Allende al ejecutivo, en que el debate
va convirtiéndose en una verdadera filigrana de sutilezas conceptuales. Es con
esto con lo que se encuentra nuestro periodista, una nación politizada en
extremo, con una obsesión por la definición precisa de las tomas de posición,
ante la posibilidad del “parto sin dolor” como define el alcance del socialismo
mediante medios legales. En este sentido, buena parte del programa de la novela
se nos aparece en la página 49:
Quedaba por saber si en el campo de la
izquierda esa obsesión se traducía en trabajo y eficacia o si era una especie
de manía verbalista. ¿Y si esa eficacia corría mejor por cuenta de los otros?
(La Contracorriente, p. 49.)
La novela se
desarrolla, entonces, entre estas dos corrientes opuestas: el debate
incesante de la izquierda sobre cómo enfrentarse contra la eficaz insurrección
de la burguesía, que desde el inicio de la novela va marcando su marcha con
precisión fatídica y planificada. No se trata de la lucha entre entidades abstractas,
sino que de una oposición incesante entre discurso y acción, imbricada en una
realidad que no puede ser alcanzada ni informada por las palabras de manera
eficiente. Atías no escatima la ironía, al relatar los momentos posteriores a
un incidente de provocación en un restaurante:
Cometió el error de añadir que a esa hora
era imposible hacer algo pues todo el mundo estaba almorzando. Marta no terminó
de escucharlo, me cogió de un brazo y me llevó hasta la calle. Iba murmurando
que la derecha podía dar cómodamente un golpe de Estado, siempre que fuera a la
hora de almuerzo.
(La Contracorriente, p. 55-56.)
Y en lo que parece
una ironía aun más marcada, su entrevista con el escritor Francisco Lagos, cuya
decidida y hasta descuadrada fe en el éxito del proceso y la vía correcta de la
Unidad Popular, contra las posiciones de los gochistas, culmina con
citar un párrafo de las obras completas de Lenin para dar fuerza a sus dichos,
mientras “su mujer y yo lo escuchamos con inquietud”; digo que es una ironía
marcada, porque bien se puede suponer que se trata del mismo Atías, colocándose
en el rol de un escritor comprometido ideal, si bien su descripción calza mejor
con su propia figura, aún frescas las polémicas originadas por su ensayo Después
de Guevara, de 1967), un
(...) novelista del PC a quien me habían
presentado en la Sociedad de Escritores. Ofrecía la ventaja de ser un hombre
que hacía pasar retóricas marxistas por filtros más finos y personales, lo que
me atraía para conocer otros matices del “caso” chileno. Según me enteré esas
desenvolturas del escritor le procuraban ojerizas y desconfianzas en los
círculos más duros de la izquierda, completamente injustificadas a mi juicio.
(La Contracorriente, p. 57.)
Como vemos, el uso
intensivo de la ironía -en su manifestación novelística la “mística negativa de
una época sin Dios” según Lukacs la define en su Teoría de la novela, de
1920- confirma la sospecha con que debemos leer el “registro transparente”,
meramente documental, que uno quisiera ver en La Contracorriente. De
hecho, nuestro periodista uruguayo nunca tiene la fe de Francisco Lagos. Su
contacto con las clases trabajadoras, dentro de esta novela, se remite, en
primer lugar, a la visita a la Fábrica estatizada Ex-Yarur junto a una
delegación de artistas e intelectuales, en que no puede dejar de
plantear críticas directas y amargas sobre el nombre mismo (“Ex-Yarur”) y la
decisión de sepultar la estatua del fundador en el subsuelo en vez de
destruirla. Ni hablar del segundo momento, en que es expulsado de una fábrica
ocupada en el sector industrial de Santa Rosa por unos obreros el día del golpe
sin que él pueda darles a entender que es “uno de los suyos”.
¿Pero por qué?
–manifesté, ustedes me excluyen sin razón, toda mi vida he estado junto a
ustedes, junto a la clase obrera. Yo quiero luchar aquí ahora, tengo derecho,
es todo lo que puedo hacer todavía.
(La
Contracorriente, p. 301.)
Sin embargo, su
compromiso político tiene un definido límite íntimo. Tras una inquietante
conversación con Joan Garcés en que se deja ver el difícil e inquietante
alcance de la violencia de la derecha, nuestro personaje se acerca a un bar
cerca del local de la Sociedad de Escritores (institución que el mismo Atías
presidiera, lo que hace pensar en un efectivo recuerdo personal), en donde se
entrega a beber, para que advenga sobre él “la isla”, el momento en que puede
estar efectivamente solitario, de cara a sí mismo.
Veía a los concurrentes del bar “Andes”
como trazos móviles, como colores cambiantes y yo mismo era uno de esos
colores. No era la bebida –apenas había probado el vaso– era la fuerza cinética
del ambiente desde que yo eligiera el reposo. Viejos hábitos de espectador
incurable. Y ya veía asomarse mi isla, en estos descansos, en mi ruta, siempre
venía. Aparecía como un punto borroso desde algún horizonte e iba creciendo y
avanzando lentamente, adquiriendo una consistencia de color espeso
verde-oscuro. Hasta que llegaba a envolverme y penetrarme pausadamente con sus
contornos blandos, cubriéndome por entero. Ahí se detenía, se instalaba en mí,
yo era mi isla.
Inclinaciones a la evasión, opinaría un
psiquiatra puntual, políticamente sospechosas. La idea de la isla, un agudo
deseo de rechazo al medio. Caso absolutamente dudoso, en observación. Pero me
defiendo de esos maniqueísmos profesionales. Los míos son deliberados
repliegues dentro de mi “yo”. ¿O no poseo “yo” acaso? Muy lejos de la náusea
sartreana. Yo no salía asqueado del mundo a continuación de estos ejercicios
inocentes, de la naturaleza de los baños de vapor, de los saunas calurosos o de
unas sencillas pasadas por un gimnasio. Sí, ejercicios, gimnasias, saunas
psíquicos y nada más.
(La Contracorriente, p. 107.)
En este plano, cabe
citar la escena en que nuestro protagonista se entrega a una carcajada
irrefrenable, en el instante en que presencia un debate político “de
profundidad” entre jóvenes periodistas, en que a falta de una propia
explicación, este explica que “tal vez esa era una manera mía de expresar mis
dudas más profundas” (p. 238), y les dice:
Al oírlos a ustedes, al apreciar esas
encarnizadas diferencias de apreciación política entre uno y otro, vi el
panorama de toda la izquierda chilena, entregada a una suerte de guerra
bizantina, como si se tiraran los libros por la cabeza. Esta última imagen, esa
“guerrilla”, la de los libros lanzados por el aire, provocó exactamente mi
reacción. Yo les ruego que me perdonen, terminé diciéndoles.
¿Y todo eso le parece irresistiblemente
chistoso?- insistió el muchacho con su lógica abrumadora. No, no me parece tan
chistoso, debo reconocer, y fue un buen remedio porque me mantuve silencioso el
resto de la cena.
(La Contracorriente, p. 238.)
La escena me parece
más interesante aun, pensando que es aquí donde aparece precisamente la
conciencia política de la generación posterior a la del 38, con menos
experiencia en los desarrollos históricos anteriores, y por tanto, más
entregados a una visión “teórico-crítica”.
Nuestro periodista
inevitablemente caerá en la conciencia de su deber de defender la revolución,
así que lo vemos en la página 221 “enfrentando” el paro de camioneros.
Yo permanecía la mayor parte del día en
casa de Florencia donde continuaba alojándome para acompañarla. Había montado
una especie de “estado mayor” personal con toda clase de periódicos y revistas,
la radio y la TV manejadas al minuto para darme una idea global bien precisa de
lo acontecido afuera. ¿Qué más podía hacer? Era un poco irrisoria esa “ayuda”
mía en defensa del gobierno, muy distinta por cierto a lo posiblemente
imaginado por mis amigos de Argentina, sobre todo por Pellegrini. Con seguridad
ellos me creerían mezclado a las grandes batallas libradas aquí, como lo hacían
creer las informaciones remitidas al exterior, especialmente por una agencia de
Alemania Federal que había divulgado sospechosamente por todo el mundo ya el
estallido de encuentros callejeros entre soldados e izquierdistas, con muertos
y todo.
(La Contracorriente.)
Por ello, resuena
tan dramáticamente el párrafo que indica su lugar en el día del Golpe:
¿Qué iba a hacer yo? Nunca como ahora me
sentí más un extraño en medio de una ciudad que me ignoraba por completo. No
pasaba yo de ser una invención caprichosa de Marta que me había abierto esa
puerta misteriosa de los chilenos. Pero ahora en los momentos decisivos no
tenía un lugar, cada cual tomaba su sitio en el combate o se preparaba para
resistir en alguna parte. ¿A quién iba a ofrecerme, a quién iba a convencer que
esa batalla recién comenzada era también la mía?
(La Contracorriente, pp. 299-300)
Por ello, la semilla,
última palabra de la novela como tal, solo pude resonar para nosotros los
lectores, después del párrafo lapidario:
La palabra FIN, ahora mucho más grande, con
una luminosidad instalada sobre esas cabezas de chilenos, mezclada al
mobiliario lujoso de la embajada, empecé a presentirla, propiamente a verla con
nitidez. Vibraba esa breve palabra como en el cine de antaño, pero para mí era
inconfundible. Fin de la Unidad Popular, fin de esta revolución chilena, fin de
Salvador Allende.
(La Contracorriente, p. 304.)
Lo taxativo, lo
seco del tono, nos indica que el fin de la novela es el fin del proceso:
el proceso frustrado del movimiento hacia el socialismo, pero también el proceso
frustrado de conciencia del mismo protagonista. En este sentido, comparte el
destino del resto de los intelectuales atianos de la que podemos bien
considerar una trilogía, y acaso sumando a estos intelectuales al mismo Atías,
dadas las tres líneas finales que datan el escrito dentro de su periplo del
exilio.
París, julio de
1974
Sagone
(Córcega), noviembre de 1974
México DF.,
febrero de 1976
(La
Contracorriente, p. 304.)
¿Se trata de un
derrotismo, acaso? Yo propondría una mirada más precisa. Si consideramos la
Generación del 38 en su plenitud, aquella que se crea como conciencia
intelectual y política (pensando que gran parte de los dirigentes políticos de
la época, incluyendo al propio presidente Allende, pertenecen a ella), Atías se
plantea ya no como representante, sino que como un intelectual
crítico a los hábitos y actitudes de esta generación de 1938, así como lo
fue, de manera directa, a las posiciones de los partidos políticos de la
izquierda en su ensayo Después de Guevara. Se trata de una aplastante
puesta en cuestión del concepto de compromiso político transparente y
totalizante del intelectual que marcó nuestro siglo XX, así como de la
consecuente dispersión de las tomas de posición bajo la espada de la
ininterrumpida definición dialéctica.
Atías parece
entender el alcance de la acción crítica del intelectual, como el que debe
abrir el horizonte del cambio social sabiendo apuntar a la posibilidad de
estagnación de los procesos por el sectarismo, el romanticismo revolucionario
del heroísmo personal o la incapacidad de reconocer la acción efectiva y
creativa de las clases trabajadoras. Las novelas de Atías tratan entonces, a mi
modo de ver, en cómo al intelectual le corresponde hacer que su acción sea
definitivamente asimilada y superada en un proceso que haga surgir lo nuevo,
aquello que ya no corresponde a su formulación crítica, sino a la
transformación real requerida, a proponer la literatura como parte de esa semilla,
extraída significativamente del discurso final de Allende. El intelectual aquí
es el “héroe problemático” reseñado por Lukacs en su Teoría de la novela,
de 1920, que reconoce estar más cerca de las fuentes de “las ideas del ser” que
el mundo que lo rodea; un testigo que deja su testimonio porque sabe que debe
desaparecer cuando cumpla su rol, que en la página en blanco tras la palabra Fin
no solo no existe, sino que no tiene razón para seguir existiendo.
La
Contracorriente, entonces, no está acá simplemente
para dar un testimonio histórico ni para entregarnos ejemplos de heroísmo de
aquellos que son como nosotros, reflexivos lectores de novelas. Está, creo,
conscientemente representando la necesidad absoluta de comprender que la
fluidez de los procesos sociales y políticos va más allá de cualquier esquema
ideológico, y que la acción y función del intelectual debe consistir en abrir
horizontes críticos y desafiar la separación entre lo que nos rodea y ese mundo
de conceptos ideológicos, cada vez más similar al eterno “mundo de las ideas”,
cuya raigambre está en un mundo que separaba consecuentemente el pensar del
actuar: la sociedad esclavista. Texto indispensable, creo, para comprender
nuestro pasado inmediato (las ilusiones poéticas tras nuestro intento
constitucional, por ejemplo) o nuestro futuro, nunca escrito y siempre abierto,
incluso para una nueva insurrección de la burguesía, una nueva
contracorriente.

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