GATONÍRICO
Silvio
Randazzo
Los tipos surgían desde todas partes, amenazantes, gritándole
palabras ininteligibles pero que él asimilaba como órdenes. Entender es una
bagatela conceptual. Huía horrorizado, agotado físicamente, desorientado y cada
vez más tomado por ese vértigo que segrega la glándula de la muerte próxima.
Aquel lugar parecía ser un desarmadero de autos, una chatarrería
inmensa, aunque por momentos las carrocerías desaparecían y lo que tomaba forma
para encausar su escabullida eran las ruinas de una ciudad. Lo cierto es que
todo resultaba “pernicioso y terrible” (¡cómo mierda se puede recuperar la cita
de Whitman en semejante circunstancia!).
Cayó a un pozo y quedó boca al cielo. Seguía sin poder gritar y
ahora sumaba la imposibilidad de salirse de ese hueco de no más de un metro de
profundidad y donde cabía –vaya comodidad inútil– con las piernas extendidas y
brazos igual. Enseguida, ese cielo humeante que divisaba se comenzó a perder
tras las siluetas de sus triunfantes perseguidores, todos ellos armados. Creyó
deshonesto pedirles que no lo rematasen (lo habían estado corriendo durante
largos y fatigantes minutos). Sólo atinó a taparse el rostro. La balacera fue
sincopada y estruendosa; el salto en la cama casi lo deja en el suelo.
En la oscuridad de su habitación, Gastón sintió que se ahogaba:
tanto por la falta de aire y su garganta cerrada como por la transpiración que
había tornado su cama en un charco.
–La mierda que los parió, qué cagazo –se dijo, mientras intentaba
despojarse de la sábana. En la intentona pateó a Carbón. El gato se bajó de la
cama y rascó la puerta que llevaba al comedor.
–Perdón, hijito. Ahí te abro.
El pequeño departamento y el mediodía citadino bullían en el mismo
punto. Hambrientos, Carbón y Desintegrado, su otro gato (hermanos entre sí), le
reclamaban comida. Supuso que también tendrían sed, así que les ofreció picada
y agua junto al ventilador. Él no tenía hambre y sí un poco de resaca. Todavía
no conseguía la completa evasión del sueño trágico; era tan vívida la memoria
sensorial, la palpable fatiga por haber corrido tanto para salvar su vida.
Prendió una tuca, quería disuadir su cabeza, aspirar su carrera entre
carromatos y expulsar las balas que lo habían alcanzado.
A nadie condescendía Gastón, ni en el trabajo, ni en ninguna otra circunstancia o vínculo. Vivía con Carbón y Desintegrado y esa convención llamada “necesidades básicas” estaba resuelta en la medida en que, promediando los 90, un laburante podía disponer.
Durante ese verano que anhelaba perfecto para poder dormir, sostenía
una única rutina: la siesta la dormía con Desintegrado y las noches, con
Carbón. ¿Cuándo había tomado forma esta norma? Nunca lo supo y poco que
importaba; cierto es que los tres eran respetuosos del reparto.
Sí pudo esclarecer que por la tarde soñaba cosas que multiplicaban
su placer y dicha y que de noche, lo onírico se volvía pesadillesco. En las
siestas que siguieron al casi orgasmo con Marcela –su ex– del día anterior, el
muchacho soñó que iba al cine con su mamá Norma (fallecida hacía 2 años); que
The Cure regresaba a la Argentina y él ganaba un concurso radial para acceder
al camerino de Smith (se había perdido los recitales de 1987 en Ferro); y que
se salvaba del Servicio Militar por número bajo. Los mejores sueños en muchos
meses.
Lo soñado en las noches de todas esas tardes gravitaba en las
antípodas. Cada despertar era un alivio, un rescate. Sus últimos desasosiegos
incluían una explosión letal de una cocina que él mismo colocaba, la violación
y asesinato de Andrea, su sobrina de 5 años, y su propia muerte –se colgaba–,
luego de enterarse de que Marcela moría en Bariloche. En efecto, ella había
muerto en el Lago Nahuel Huapi, durante una excursión en su viaje de egresados.
Gastón lo consideró un suicidio dado que, a punto de subir al micro y antes de
besarlo en la boca, Marcela le dijo “no permitas que se vacíe mi lugar en vos”.
En aquella tarde todavía sofocante, sazonaba sus emociones mezcladas
con el sopor. La idea lo asaltó a cara descubierta
–Son los gatos, la mierda que los parió. Ellos… ¡son los gatos!
Enseguida comenzó a mover bruscamente la cabeza como si quisiera
despojarla de esa idea tan absurda.
–¡Qué estás pensando, pelotudo! –comenzó a gritarse.
Ya no hubo caso, la sospecha se convirtió en extraña conclusión:
soñaba situaciones adorables cuando dormía junto a Desintegrado y sufría las
pesadillas cuando el compañero de cama era Carbón.
Como si se tratara del mismísimo abogado defensor de sus gatos, en los días inmediatos Gastón se abocó a sumar pruebas que dieran por tierra con su hipótesis. Quería boicotear la sentencia que encandilaba los callejones de su mente con el neón de su aturdimiento.
–¿Qué culpa tienen los gatos? –repetía de manera sofocante.
La libreta de su plomería, donde tomaba nota de los turnos de sus
clientes, las características del trabajo a realizar y los materiales
necesarios, en cuestión de horas una tarde terminó repleta de memorias
próximas; un detalle pasmoso acerca de qué había comido, consumido, visto en TV
y escuchado (tanto en radio como su propia colección de cassettes) en las horas
previas a las siestas y las noches en que soñó bonito y atemorizante según el
caso. Un pastel de papas, un desfile de Giordano o Nada memorable –el
disco de Los Siete Delfines– no parecían ser provocadores sine qua non de su
bi-onirismo tajante.
Casi una semana había transcurrido desde la primera sospecha. Gastón
acató una conducta científica, quería estar seguro de las conclusiones y de
posibles decisiones ulteriores. Se limpió de todo lo que favorecía su vigilia y
elaboró por escrito una suerte de rutina: martes y jueves próximos dormiría de
acuerdo a la costumbre, la siesta con Desintegrado y las madrugadas con Carbón.
El miércoles invertiría esa disposición. El viernes quedaría reservado como
último día de pruebas, en tanto que el sábado llegaría, de ser necesaria, una
decisión inmodificable. Las siestas comenzarían a las 14.20 y finalizarían a
las 16 horas. De noche, el lapso de sueño se extendería desde la 1 hasta las 7.
Todo lo había anotado Gastón, como si necesitara encomendar una experiencia
vital a otra persona y cada detalle no atendido fuera suficiente para el
perjuicio total.
Era curioso que cuando un gato acompañaba a Gastón, el otro ni
siquiera entraba en la habitación. No bien despertó el viernes a las 7 de la
mañana, momento en que, en principio, la constatación se daba por terminada, el
muchacho tenía una decisión tomada. Empapado de sudor, aún inquieto, tomó la
libreta de su mesa de luz y anotó, con letra rendida, la decisión. Carbón se
estiraba a sus pies, mientras Gastón (tal vez por primera vez desde que lo
había adoptado) lo miraba con temor.
–¡Salí de acá, carajo! –le dijo, mientras lo empujaba con sus pies.
Dejó de mover sus piernas y comenzó a llorar.
Por primera vez en casi una semana, en el anochecer de aquel viernes veraniego, Gastón salió de su departamento. Caminó tres cuadras para ir al supermercado. Su mente era una noche eléctrica de resplandor mortecino. Una sirena (siniestra como todas las sirenas, todavía más cuando se las escucha en la noche) se desgañitaba sobre el techo de un patrullero.
Fue poco el tiempo invertido en arrasar con las cervezas y la
marihuana. Se emborrachó por cobardía, por creer que, si tenía suerte, con el
tiempo no conseguiría recordar el detalle de los hechos. De lo que estaba por
hacer.
Salió al balcón, al fin la ciudad le ofrecía frescura. En el 9° piso
las últimas horas solían aportar clemencia. Sólo tenías que no dormirlas.
Suspiró alevosamente e ingresó al comedor, decidido. Carbón ronroneó cuando
Gastón lo alzó. Éste se acercó a la baranda y casi sin detener sus pasos
seguros, arrojo al gato por sobre la misma. No quiso mirar hacia abajo.
Esa noche decidió no dormir. Miró televisión y se embalsamó con
café. Pasado el mediodía de sábado, mientras Desintegrado intentaba dar con
Carbón por todo el departamento, Gastón no soportaba el cansancio, mucho menos
la culpa, aunque algunos de los carteles cegadores de su mente le confirmaban
que había extirpado el mal de su vida.
–La siesta siempre son lindas –buscó convencerse–. ¡Una buena siesta
va a arreglarlo todo!
Abrazó a Desintegrado y lo acostó junto a él. No tardó nada en
dormirse. Volvía a estar de pie junto al Nahuel Huapi, esta vez acompañado por
su madre. Hablaba de las bondades de su novia muerta y Norma lo consolaba en un
abrazo. Las aguas comenzaban a agitarse, la costa temblaba. Madre e hijo caían.
Algo que puede describirse como un Leviatán oscurecía el día en su aparición
desde el fondo del lago. Pese a la deformidad monstruosa, Gastón reconocía a
Marcela. El monstruo arrastraba a Norma a las profundidades y desaparecía con
ella, dejando entre la bruma grisácea a un atónito Gastón. Le era imposible
gritar, clamar por su madre. Se despertó.
–¡La mierda que los parió!
A sus pies, Desintegrado se lamía una pata.
Silvio Randazzo (ciudad de Azul, Argentina, 1979). Autor literario, editor periodístico, comunicador en gráfica, radio y medios digitales. Cuentan quienes han atestiguado su cotidianidad que Silvio comenzó a escribir en el siglo XX, pero que recién en el actual decidió traficar sus relatos desde las catacumbas a los libros: Acerca de quienes robaron dolor (2021) y Corazones profesionales (2024). Ambos ilustrados por Andrés Casciani.

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