Cinco microrrelatos por Javier Úbeda Ibáñez y Jorge Cervera Rebullida



 


 


El fotógrafo


Guillermo salía de su casa todos los días a primera hora, cargado con su cámara de fotos, para intentar captar la vida en el momento del amanecer.


Se acercaba, sigiloso, a las deslizantes gotas de rocío y con un único clic plasmaba el momento del idilio entre la escarcha y los primeros rayos de sol.


Se sentaba en un banco, y viajaba con su mirada ávida de esencias, buscando imágenes dispuestas a dejarse seducir por su luminoso objetivo.


Regresaba a su casa cuando el sol se apoderaba de la mañana.


Entusiasmado, rastreaba, una a una, las instantáneas que había atrapado, y las preparaba debidamente para su próxima exposición: El alma del amanecer.


 

 

La inspiración


Llevo días intentando escribirte un poema de amor, que refleje, en cierta medida, lo que siento por ti, y no encuentro las palabras ni tampoco doy con las expresiones adecuadas; ¡qué se le va a hacer!, me falta inspiración.


Días repletos de horas vacías forzando la maquinaria de la imaginación, y esta dándome la espalda, construyendo muros de hormigón entre los dos.


He intentado convertir mis emociones en palabras, en ternuras, pero se me resisten, se me quedan atragantadas entre la garganta y el alma. No quieren salir, me rehúyen.


Tengo las ganas y las intenciones, pero no te tengo a ti, inspiración, así que haz el favor de salir de donde diablos estás y darme coba, te necesito desesperadamente.


 


 La cena


Iba en el autobús, cuando recibí una llamada de lo más sorprendente. Me anunciaba que había ganado, mediante un sorteo al azar, una cena para dos en el hotel JM de cinco estrellas. Contesté que yo no había participado en ningún juego, y mi interlocutor me repitió, tres veces seguidas, que se trataba de un sorteo aleatorio.


«A la cena no acudirá usted solo, tendrá acompañante», me comunicó. ¿Lo conozco?, le pregunté. «No, también ha sido elegido de manera fortuita». Acudí a la cena, y en ella sólo encontré una docena de miradas tan extrañadas como la mía que tenían los ojos perplejos.


  


El castaño


Después de habernos pasado tres magníficas horas buscando setas en la Sierra de Gredos, decidimos parar a descansar y tomarnos un tentempié.


Nos sentamos a la vera de un hermosísimo castaño que, como un rey a las puertas de su palacio, nos acogió con su protocolo otoñal: hojas y más hojas caían de sus largas ramas, conformando lo que era ya un espacioso manto dorado, que sirvió para que nos sentásemos y protegiésemos del gélido suelo.


Yo recosté mi cuerpo en su mullido y grueso tronco de corteza agrisada. Y allí me quedé dormido mientras mis amigos contaban historias legendarias de atardeceres mágicos, o eso pienso.


 


Ella


La primera vez que la vi fue en una exposición. Ella no me vio. El corazón me latía desmesuradamente. Me costaba respirar. Me escondí entre los pilares donde estaban expuestos mis cuadros. Era mi día, llevaba años esperando ese momento, y me tuve que salir de la galería. Su presencia inundaba el espacio y se metía dentro de mí pidiéndome que hiciera algo…


Mi móvil empezó a sonar, reclamaban mi presencia en la sala. Tras las súplicas de mi galerista, entré. Mi corazón se calmó, ya no me costaba respirar. Sentí que ella ya se había marchado. No la veía, pero sabía que ya no estaba. Otra oportunidad de esas que tan solo ves pasar hasta la próxima.

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