BILLY BOB [por Guillermo Martínez]

 



Las sillas están puestas en círculo, casi todas ocupadas por mujeres de cierta edad. Mucho pelo de colores, gafas de pasta y pañuelos al cuello. Hay un tipo delgado vestido de negro. Me observa un momento, cuando le devuelvo la mirada se caga y apunta con sus ojos al suelo. Así me gusta. Yo tomo asiento al lado de una maruja. Saluda y dice su nombre, pero no me entero muy bien, porque hay mucha gente hablando y estoy un poco nervioso. Hoy me toca leer por primera vez. Las manos me sudan y tengo la boca seca. De la mochila saco una bebida energética y le doy unos buenos tragos.

Por fin una mujer pide silencio. Se trata de Chantal. Ella es quien dirige este cotarro. Nos pide que tomemos asiento. Saca el libro del que hablaron la última vez, unos poemas de Raymond Carver. Empiezan a intercambiar opiniones. Dicen cosas que no tienen mucho sentido para mí. Usan palabras como minimalismo, prosaico o existencialismo. Le pregunta al tipo de negro. Él abre su ejemplar y pasa las páginas a toda velocidad. Me recuerda a Charly barajando las cartas cuando jugamos al póker. Hace trampas delante de tus narices y no te das cuenta. Lee unas líneas de un poema y lo analiza.

-Me encanta que sus versos hagan sentir el presente, el instante. Ese deseo de eternidad cuando se es amado.

Una mujer aplaude tímidamente. Chantal me mira sonriendo.

-Nuestro nuevo amigo está muy callado. Cuéntanos qué te ha parecido a ti.

-No entendí una mierda. Leí cinco páginas y no pude seguir. Aquí tienes el libro.

La peña se queda callada al principio. Luego se oyen murmullos. Me levanto para darle la edición de “Todos Nosotros” que me prestó. Después de pestañear un puñado de veces retoma el hilo. Lee unos poemas que tenía seleccionados y hacen unos chistes verdes. La maruja que tengo al lado se desternilla. A lo mejor si yo no estuviera tan nervioso también me partiría la caja.

Por fin llega el momento en que tenemos que leer nuestros escritos. Hombre de Negro lee un breve relato sobre un tipo que se transforma en pájaro y vuela por encima de la ciudad, hasta que unos cazadores lo atrapan y hacen con él un estofado. Creo que no gusta demasiado al resto de la gente. Nadie aplaude al final y se oyen carraspeos. Entre todos le dan consejos para pulir su prosa. Yo le diría que mejor se dedique a algo más acorde con su aspecto, como por ejemplo funerario. Por fin Chantal se dirige a mi.

-Bueno, es tu turno. Lo normal es que los nuevos lean su primer trabajo. Te aconsejamos que, en caso de que no se te ocurriera nada, escribieras sobre qué tal te fue la semana. Estamos ansiosos, creo.

Abro mi mochila y saco la libreta roja de cuadrículas. Busco la página. Siento tanta vergüenza que mis orejas están rojas. Respiro un par de veces y empiezo a leer.

“Mi semana. Por _______.

Es la primera semana que estoy soltero después de muchos meses y tal. El primer lunes en monoplaza. Mi chica me dejó hace unos días. Me cogió por banda y me dijo que ya. Que estaba harta de las peleas, mis trabajos basura y de una relación que no avanzaba. Me dio la correa que sujetaba al viejo Billy Bob y dijo que me fuera con él a la casa de mi madre, y que a partir de ese momento era mi responsabilidad cuidarlo. Y eso que sabe que mi vieja es alérgica a los chuchos. Con lo colgada que estaba de ese perrete. Pero dijo que es imposible enseñarle, igual que a mi. Quedamos en tomarnos un tiempo para reflexionar sobre lo que queríamos en la vida, aunque yo lo tenía claro. Quería que siguiéramos siendo novios y tal.

Para mí fue un bajonazo. Creo que ella era lo único bueno que había en mi vida, a parte del fútbol, claro. Lo único que me empujaba a ser buena persona. Pensaba en eso mientras esperaba en la marquesina a que llegara el bus, con el viejo Billy Bob amarrado a la correa. El pobre es un cabrón bien feo. Sara eligió el nombre porque decía que le recordaba a ese actor que estaba casado con Angelina Jolie.

Mi madre se puso hecha una fiera cuando llegué a casa con el saco de pulgas, así que me echó a la calle hasta que se fuera a hacer el turno de noche. Me largué en dirección a los billares dándole vueltas al tarro. Pensaba cómo hacer para mejorar. Fue entonces cuando pasé por delante del centro social y vi el cartel del club de escritura. Amarré al apestoso a una farola del parque y entré y me apunté a esta historia. A Sara le gusta todo lo que tiene que ver con leer y ser creativos y tal. Chantal me dio el libro de poesía y quedé en escribir pues esto mismo.

Salí bien contento y me fui a por mi amigo de cuatro patas. Unos chavales se divertían tirándole piedras así que zurré a un par de ellos, los otros cobardes pudieron escapar. Pero me quedé con sus caras, tengo una memoria especial para acordarme de las jetas que voy a atizar. Fuimos a los billares rodeando el parque para fumar un cigarro tranquilamente. Cuando llegué, Ruso no quería dejar entrar al bicho, pero tuvo que ceder porque le amenacé con calentarle los mofletes. El pobre tipo no aguantaría ni un estornudo de este menda, porque su cuerpo parece una cucharilla de postre. Bajé a la mesa de los chicos a jugar al snooker y les gané unas cuantas partidas. Estuvimos bebiendo pintas de lager a la salud de los perdedores. Incluso Billy Bob bebía de la cerveza que caía al suelo. Estaba empezando a caerme bien el pequeño peludo. Luego volví a casa borracho y con ganas de llorar.

El martes estaba de buen humor. Era el día de la semana que solía ir con Sara a comer un menú a la salida de sus prácticas, así que me dije, que coño, me llevo al maldito perro al muelle y vamos a uno de esos sitios que te ponen dos platos y postre por doce euros. Después de buscar un poco me decidí por probar suerte en un antro del que me habían hablado bien. Anunciaban ensalada y cachopo y de postre tarta de la abuela. En la puerta tenían a un hindú que no quería que el viejo Billy Bob pasara al interior, así que tuve que darle un par de collejas. El encargado salió a poner orden y al final nos dejaron papear en una mesa del fondo. El lugar estaba decorado como si fuera la casa de una abuela. Muchos manteles de color pastel y mesas súper juntas. El cachopo se parecía más bien a un San Jacobo y la tarta se pegaba al paladar, pero al menos nos invitaron al café.

Al volver a casa, mi madre estaba hecha una furia porque no paraba de estornudar a causa de su alergia. Me dio una bolsa enorme con ropa sucia y me mandó a la lavandería. Allí estuvimos viendo girar los calzoncillos. Es horrible ese olor a suavizante barato que desprende. Cuando nos íbamos me fijé en que había una lavadora enorme pitando porque ya había acabado el programa de centrifugado, pero los dueños de la ropa aún no habían llegado. Abrí el tambor y eché un vistazo al interior. Solo había cosas de hacer deporte, cogí un par de sudaderas bien guapas de color rosa, para regalárselas a Sara.

El miércoles por la mañana tuve que ir a limpiar los baños de la piscina. Hace un par de años me saqué el curso de socorrista. Tengo a un colega currando allí de encargado y de vez en cuando me llama para hacerle algún turno. Suelen ser más bien cosas como ponerse a vigilar que nadie se ahogue y que los niños no salten desde la orilla y tal, pero a veces también me llama para hacer esa jodienda. No es que me importe, me limito a pasar la enorme fregona y que el agua lleve mogollón de lejía y desinfectante, pero no cojo ni un maldito pelo rizado de los que hay por el suelo. Mi pequeño amigo de cuatro patas me dejó de regalo un zurullo en el plato de ducha, que tuve que limpiar, aunque estuve tentado de dejarlo para que lo pisara algún desgraciado.

Pensé en lanzar al perro desde un quinto piso, pero por la tarde, en el gimnasio, fue la maldita atracción. Estaba haciendo brazos cuando una tía sudada se acercó a darle carantoñas al colega. Era muy guapa, por lo menos un siete y medio. Menos mal que yo estaba centrado en volver con Sara. De no ser así ya te digo yo que la hubiera invitado a un mojito o a un Red Bull. Estuvimos hablando de mascotas mientras me ayudaba con las pesas. Me dijo que ella tenía un bulldog francés, y que su anterior pareja odiaba a esos bichos, cosa que puedo entender. Me hice el gran amigo de los animales, e incluso intercambiamos nuestros números, pero antes de regresar a casa lo borré.

Al día siguiente por la mañana volví a la piscina. Mi amiguete tenía cita en el médico por una cosa preocupante que le estaba saliendo ahí abajo. No me extraña nada, conociendo sus hábitos sexuales. Me llevé el libro de poesía y lo estuve leyendo, sentado en la silla del socorrista. Me peleé con ese maldito Raymond Carver, pero al final solo quería matar a alguien. No entendía una puta mierda. A mí me gusta que hablen claro, nada de figuras retóricas y tal. Los abueletes me veían con el tomo abierto y negaban con la cabeza. Como si yo estuviera cometiendo un gran delito por leer en vez de mirar su patética forma de nadar. Y si no saben hacerlo, coño, que no se metan a una piscina. Hacia el medio día aquello se quedó vacío, así que saqué a Billy Bob del cuarto de la fregona y lo puse a mi lado. Cuando me quise dar cuenta se estaba bebiendo el agua de la calle ocho a lametones. El pobre cabronazo se moría de sed.

A la hora de la merienda fuimos a la casa de apuestas que hay cerca de la playa. Te invitan a un café y a un bollo de canela si haces tu boleto ahí mismo. Estuve estudiando las posibles combinaciones en los partidos que había el fin de semana. Me gusta hacer un apaño juntando varios resultados. Suele quedar una cuota muy alta, y en caso de acertar puedes convertir veinte euros en, no sé, dos mil. Me resulta tan evidente que cuando no acierto me pongo de mala hostia y tal, y me da por romper alguna cosa. Al final llevas meses palmando pasta con la esperanza de conseguir el gran premio.

A la vuelta paramos en los recreativos a comprar un poco de marihuana a unos colegas del otro lado del charco. Una cosa de locos, te quedas tonto con el primer peta. Me fijé en que estaba libre la vieja máquina de peleas, así que entré a echar una partida con mi sabueso favorito. No pude evitar que llegaran a mis oídos los comentarios que unos chavales hacían sobre mi. Decían que si era muy mayor para jugar a eso, y que llevaba un chucho muy raro y feo. Me dejé perder la siguiente partida y caminé a casa a toda velocidad, tirando muy fuerte de la correa.

El viernes era el gran día de la semana. Había partido de liga. Venía el equipo de la capital, aquel que odio tanto porque mi padre era hincha suyo. Ese viejo alcohólico de manos largas animaría a cualquier plantilla menos a la de nuestra ciudad. Yo aún no puedo entrar al campo, porque todavía tengo que cumplir una pequeña sanción y tal. Ocurrió cuando yo era juvenil del Sporting. Era el mejor defensa de aquella generación, y todos daban por hecho pues que yo llegaría a profesional, ya estaba hablado con la directiva. Pero en aquel jodido partido se me calentó el tarro. Había tenido un día horrible y el árbitro encima va y me saca tarjeta roja el tío. Así que le sacudí un cabezazo en toda la nariz. Rota y tal. Luego aticé a unos policías que entraron al campo. Diez años de sanción. Nada de entrar a eventos deportivos. Pero hay días que no me quiero perder. Nos pusimos cerca del estadio por grupos, vestidos de negro. Estaba con Charly, Marcos y los cadetes. Yo llevaba al cuatro patas. Hay tíos que llevan sus perros, solo que suelen ser razas peligrosas. Bichos con unas buenas filas de dientes. Un compadre se cachondeó de mi por llevar a Billy Bob. Y la verdad es que miedo no daba, pero cuando empezamos a cazar a los hinchas rivales, el perrete se vino arriba. Enganchó a un aficionado por la entrepierna y no dejó que se escapara. Cuando pude echarle el guante empecé a darle en la cara. Dejé de contemplar al chaval, era a mi padre al que veía. Tuvieron que venir a separarnos, el pobre diablo en el suelo cubierto de sangre. Nos fuimos en grupo a los bares del puerto a celebrarlo. El viejo Billy Bob convertido en héroe, todos coreando su nombre, quién lo iba a suponer. El equipo perdió el partido, pero eso da igual. Menudas ganas tengo de volver al campo.

El sábado fui a hacer la compra al súper. Mi madre me dejó una nota enorme. Tenía que parar en todas las secciones, cosa que odio. Colas en charcutería, colas en carnicería, colas en frutería. Casi me eché a llorar en la sección de yogures. Estaban esos de sabores que encantaban a Sara. Compré un pack de ocho solo por el hecho de tenerlo cerca. No sé si es síntoma de estar depre o qué, pero tenía que hacerlo. Cuando fui a pagar había otra cola kilométrica. Un tipo, que debía creerse muy importante por llevar un polo que ponía encargado, vino a decirme que el chucho no podía entrar. Yo le dije que precisamente estaba deseando pagar e irme, a ver si me abría una caja, pero se piró indignado. La chica que me iba a cobrar asomó la cabeza por encima de la cinta para ver al saco de pulgas. Me miró y me dijo, vaya, ese perro se parece mogollón al ex marido de Angelina Jolie. Si es que te tienes que reír.

Por la noche me decidí a ir al cine. Le habían regalado a mi madre dos entradas para ver la última de esos ladrones de coches. Estaba decidido a llevar al perro y a pelear para que lo dejaran entrar si hacía falta. Compré unas palomitas bien grandes y una Pepsi y me puse a esperar. De repente noté un tirón y el colgado se puso a gruñir y dar el rabo. Miré en la misma dirección que él y lo vi. Al fondo, en la puerta de la sala diez, estaba Sara con un maromo. Iban agarrados de la mano y se hacían carantoñas y hasta me jode escribirlo pero se daban besos en la boca. Se me nubló la vista y salí de allí a la carrera por no cometer una locura. Tenía miedo de hacer algo muy chungo y a la vez lo necesitaba. Me fui hacia las vías del tren a llorar desde el puente, igual que hacía de niño cuando el viejo sacaba la mano a pasear. Cogí al pequeño peludo y bajé. Era como si viera la escena desde fuera. Todo el rato moqueando y echando juramentos y tal. Quería que alguien pagara por las cosas malas que me pasaban. Amarré al viejo Billy Bob al riel de acero y me alejé unos metros. El cabroncete se me quedó mirando, como tratando de comprender lo que iba a pasar. No tardó en aparecer el mercancías y aquello se convirtió en un sucio espectáculo de sangre y vísceras. Me alejé rápido de allí. Fui directo a casa. Estuve un rato sentado en la habitación, sin moverme. Por fin saqué la libreta roja de cuadrículas. La había comprado cuando Sara me apuntó a aquel curso de administración, aquel al que nunca fui. Cogí un boli y me puse a escribir pues todo esto del tirón. Sé que está chulo acabar con una frase guapa que resuma todo. A mí no se me ocurre ninguna. Solo puedo decir una cosa. No fui consciente de lo que había perdido hasta que lo vi desaparecer. Fin.”

Acabo de leer y miro a mi alrededor. Las marujas están con la boca abierta. Hombre de Negro mira al suelo. A ver, que no esperaba que lo primero que escribo fuera la leche, pero al menos unos pocos aplausos, una enhorabuena. Chantal está con la mano en su frente y niega con la cabeza.

-Eso ha sido…horrible. Creo que hablo en nombre de todos si te digo que este no es el club de lectura y escritura donde te sentirás más a gusto. Hay infinidad de grupos que se dedican al terror y esas cosas. Quizás te sentirías más a gusto probando ahí.

-¿Cómo?¿Me está echando el primer día?

-Te invito a que pruebes en otros sitios, sí.

-A tomar por el culo.

Guardo mi libreta en la mochila y salgo jurando entre dientes. Nadie me mira a la cara mientras me dirijo a la salida. Me entran ganas de darle una colleja al Conde Drácula, pero logro contenerme. Cuando llego a la calle enciendo un cigarro y cruzo a toda velocidad en dirección a la playa. Vaya tontería tan grande volver a fumar, pero es lo único legal que me templa los nervios. Giro hacia el parque y me dirijo hacia la arboleda. Detrás del olmo está el poste donde amarré a Billy Bob. Esta zona es menos concurrida, así nadie lo molesta mientras me espera. Le rasco detrás las orejas, desato la correa y ponemos rumbo al paseo marítimo. No puedo creer que esa peña se pensara que yo soy capaz de hacerle eso a un perro. Era un final dramático que quedaba bien con el resto de la historia. Por eso lo llaman ficción. Jamás haría daño al pequeño peludo.

-Nada nos sale bien, ¿eh, Billy Bob?

Supongo que no hay manera de luchar contra lo que somos. Es imposible que yo pueda mejorar. Nos sentamos en un gran bloque de hormigón desde el que se ve el dibujo de la ciudad contra un fondo de niebla y contaminación lumínica. Tenemos que esperar unas horas hasta que mi madre salga a hacer el turno de noche. Enciendo otro cigarro y abro un bote de bebida energética. Mientras tanto, trato de visualizar la cara del tipo que se besaba con Sara. Nunca olvido una jeta que voy a golpear.

 

 

Guillermo Martínez nació en Madrid, en 1983. Cursó estudios en la Universidad de Oviedo, la cual abandonó antes de licenciarse. Ha publicado sus relatos en antologías de concursos, como el Antonio Trueba, el concurso de la Biblioteca de Almería o el certamen internacional Cuando Puedas. También se pueden leer sus relatos en las revistas digitales Almiar, El Coloquio de los Perros o El Caminante.



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