Las sillas están
puestas en círculo, casi todas ocupadas por mujeres de cierta edad. Mucho pelo
de colores, gafas de pasta y pañuelos al cuello. Hay un tipo delgado vestido de
negro. Me observa un momento, cuando le devuelvo la mirada se caga y apunta con
sus ojos al suelo. Así me gusta. Yo tomo asiento al lado de una maruja. Saluda y
dice su nombre, pero no me entero muy bien, porque hay mucha gente hablando y
estoy un poco nervioso. Hoy me toca leer por primera vez. Las manos me sudan y
tengo la boca seca. De la mochila saco una bebida energética y le doy unos
buenos tragos.
Por fin una mujer
pide silencio. Se trata de Chantal. Ella es quien dirige este cotarro. Nos pide
que tomemos asiento. Saca el libro del que hablaron la última vez, unos poemas
de Raymond Carver. Empiezan a intercambiar opiniones. Dicen cosas que no tienen
mucho sentido para mí. Usan palabras como minimalismo, prosaico o
existencialismo. Le pregunta al tipo de negro. Él abre su ejemplar y pasa las
páginas a toda velocidad. Me recuerda a Charly barajando las cartas cuando
jugamos al póker. Hace trampas delante de tus narices y no te das cuenta. Lee
unas líneas de un poema y lo analiza.
-Me encanta que sus
versos hagan sentir el presente, el instante. Ese deseo de eternidad cuando se
es amado.
Una mujer aplaude
tímidamente. Chantal me mira sonriendo.
-Nuestro nuevo
amigo está muy callado. Cuéntanos qué te ha parecido a ti.
-No entendí una
mierda. Leí cinco páginas y no pude seguir. Aquí tienes el libro.
La peña se queda
callada al principio. Luego se oyen murmullos. Me levanto para darle la edición
de “Todos Nosotros” que me prestó. Después de pestañear un puñado de veces retoma
el hilo. Lee unos poemas que tenía seleccionados y hacen unos chistes verdes.
La maruja que tengo al lado se desternilla. A lo mejor si yo no estuviera tan nervioso
también me partiría la caja.
Por fin llega el
momento en que tenemos que leer nuestros escritos. Hombre de Negro lee un breve
relato sobre un tipo que se transforma en pájaro y vuela por encima de la
ciudad, hasta que unos cazadores lo atrapan y hacen con él un estofado. Creo
que no gusta demasiado al resto de la gente. Nadie aplaude al final y se oyen
carraspeos. Entre todos le dan consejos para pulir su prosa. Yo le diría que
mejor se dedique a algo más acorde con su aspecto, como por ejemplo funerario. Por
fin Chantal se dirige a mi.
-Bueno, es tu
turno. Lo normal es que los nuevos lean su primer trabajo. Te aconsejamos que,
en caso de que no se te ocurriera nada, escribieras sobre qué tal te fue la
semana. Estamos ansiosos, creo.
Abro mi mochila y
saco la libreta roja de cuadrículas. Busco la página. Siento tanta vergüenza
que mis orejas están rojas. Respiro un par de veces y empiezo a leer.
“Mi semana. Por
_______.
Es la primera
semana que estoy soltero después de muchos meses y tal. El primer lunes en
monoplaza. Mi chica me dejó hace unos días. Me cogió por banda y me dijo que
ya. Que estaba harta de las peleas, mis trabajos basura y de una relación que
no avanzaba. Me dio la correa que sujetaba al viejo Billy Bob y dijo que me
fuera con él a la casa de mi madre, y que a partir de ese momento era mi
responsabilidad cuidarlo. Y eso que sabe que mi vieja es alérgica a los
chuchos. Con lo colgada que estaba de ese perrete.
Pero dijo que es imposible enseñarle, igual que a mi. Quedamos en tomarnos un
tiempo para reflexionar sobre lo que queríamos en la vida, aunque yo lo tenía
claro. Quería que siguiéramos siendo novios y tal.
Para mí fue un
bajonazo. Creo que ella era lo único bueno que había en mi vida, a parte del
fútbol, claro. Lo único que me empujaba a ser buena persona. Pensaba en eso
mientras esperaba en la marquesina a que llegara el bus, con el viejo Billy Bob
amarrado a la correa. El pobre es un cabrón bien feo. Sara eligió el nombre
porque decía que le recordaba a ese actor que estaba casado con Angelina Jolie.
Mi madre se puso
hecha una fiera cuando llegué a casa con el saco de pulgas, así que me echó a
la calle hasta que se fuera a hacer el turno de noche. Me largué en dirección a
los billares dándole vueltas al tarro. Pensaba cómo hacer para mejorar. Fue
entonces cuando pasé por delante del centro social y vi el cartel del club de
escritura. Amarré al apestoso a una farola del parque y entré y me apunté a
esta historia. A Sara le gusta todo lo que tiene que ver con leer y ser
creativos y tal. Chantal me dio el libro de poesía y quedé en escribir pues
esto mismo.
Salí bien contento
y me fui a por mi amigo de cuatro patas. Unos chavales se divertían tirándole
piedras así que zurré a un par de ellos, los otros cobardes pudieron escapar.
Pero me quedé con sus caras, tengo una memoria especial para acordarme de las jetas
que voy a atizar. Fuimos a los billares rodeando el parque para fumar un
cigarro tranquilamente. Cuando llegué, Ruso no quería dejar entrar al bicho,
pero tuvo que ceder porque le amenacé con calentarle los mofletes. El pobre tipo
no aguantaría ni un estornudo de este menda, porque su cuerpo parece una
cucharilla de postre. Bajé a la mesa de los chicos a jugar al snooker y les gané unas cuantas
partidas. Estuvimos bebiendo pintas de lager a la salud de los
perdedores. Incluso Billy Bob bebía de la cerveza que caía al suelo. Estaba
empezando a caerme bien el pequeño peludo. Luego volví a casa borracho y con
ganas de llorar.
El martes estaba
de buen humor. Era el día de la semana que solía ir con Sara a comer un menú a
la salida de sus prácticas, así que me dije, que coño, me llevo al maldito
perro al muelle y vamos a uno de esos sitios que te ponen dos platos y postre
por doce euros. Después de buscar un poco me decidí por probar suerte en un
antro del que me habían hablado bien. Anunciaban ensalada y cachopo y de postre
tarta de la abuela. En la puerta tenían a un hindú que no quería que el viejo
Billy Bob pasara al interior, así que tuve que darle un par de collejas. El
encargado salió a poner orden y al final nos dejaron papear en una mesa del
fondo. El lugar estaba decorado como si fuera la casa de una abuela. Muchos
manteles de color pastel y mesas súper juntas. El cachopo se parecía más bien a
un San Jacobo y la tarta se pegaba al paladar, pero al menos nos invitaron al
café.
Al volver a casa,
mi madre estaba hecha una furia porque no paraba de estornudar a causa de su
alergia. Me dio una bolsa enorme con ropa sucia y me mandó a la lavandería.
Allí estuvimos viendo girar los calzoncillos. Es horrible ese olor a suavizante
barato que desprende. Cuando nos íbamos me fijé en que había una lavadora
enorme pitando porque ya había acabado el programa de centrifugado, pero los
dueños de la ropa aún no habían llegado. Abrí el tambor y eché un vistazo al
interior. Solo había cosas de hacer deporte, cogí un par de sudaderas bien
guapas de color rosa, para regalárselas a Sara.
El miércoles por
la mañana tuve que ir a limpiar los baños de la piscina. Hace un par de años me
saqué el curso de socorrista. Tengo a un colega currando allí de encargado y de
vez en cuando me llama para hacerle algún turno. Suelen ser más bien cosas como
ponerse a vigilar que nadie se ahogue y que los niños no salten desde la orilla
y tal, pero a veces también me llama para hacer esa jodienda. No es que me
importe, me limito a pasar la enorme fregona y que el agua lleve mogollón de
lejía y desinfectante, pero no cojo ni un maldito pelo rizado de los que hay
por el suelo. Mi pequeño amigo de cuatro patas me dejó de regalo un zurullo en
el plato de ducha, que tuve que limpiar, aunque estuve tentado de dejarlo para
que lo pisara algún desgraciado.
Pensé en lanzar al
perro desde un quinto piso, pero por la tarde, en el gimnasio, fue la maldita
atracción. Estaba haciendo brazos cuando una tía sudada se acercó a darle
carantoñas al colega. Era muy guapa, por lo menos un siete y medio. Menos mal
que yo estaba centrado en volver con Sara. De no ser así ya te digo yo que la
hubiera invitado a un mojito o a un Red Bull. Estuvimos hablando de mascotas
mientras me ayudaba con las pesas. Me dijo que ella tenía un bulldog francés, y
que su anterior pareja odiaba a esos bichos, cosa que puedo entender. Me hice
el gran amigo de los animales, e incluso intercambiamos nuestros números, pero
antes de regresar a casa lo borré.
Al día siguiente
por la mañana volví a la piscina. Mi amiguete tenía cita en el médico por una
cosa preocupante que le estaba saliendo ahí abajo. No me extraña nada,
conociendo sus hábitos sexuales. Me llevé el libro de poesía y lo estuve
leyendo, sentado en la silla del socorrista. Me peleé con ese maldito Raymond
Carver, pero al final solo quería matar a alguien. No entendía una puta mierda.
A mí me gusta que hablen claro, nada de figuras retóricas y tal. Los abueletes me veían con el tomo abierto y
negaban con la cabeza. Como si yo estuviera cometiendo un gran delito por leer
en vez de mirar su patética forma de nadar. Y si no saben hacerlo, coño, que no
se metan a una piscina. Hacia el medio día aquello se quedó vacío, así que saqué
a Billy Bob del cuarto de la fregona y lo puse a mi lado. Cuando me quise dar
cuenta se estaba bebiendo el agua de la calle ocho a lametones. El pobre
cabronazo se moría de sed.
A la hora de la
merienda fuimos a la casa de apuestas que hay cerca de la playa. Te invitan a
un café y a un bollo de canela si haces tu boleto ahí mismo. Estuve estudiando
las posibles combinaciones en los partidos que había el fin de semana. Me gusta
hacer un apaño juntando varios resultados. Suele quedar una cuota muy alta, y
en caso de acertar puedes convertir veinte euros en, no sé, dos mil. Me resulta
tan evidente que cuando no acierto me pongo de mala hostia y tal, y me da por
romper alguna cosa. Al final llevas meses palmando pasta con la esperanza de
conseguir el gran premio.
A la vuelta
paramos en los recreativos a comprar un poco de marihuana a unos colegas del
otro lado del charco. Una cosa de locos, te quedas tonto con el primer peta. Me
fijé en que estaba libre la vieja máquina de peleas, así que entré a echar una
partida con mi sabueso favorito. No pude evitar que llegaran a mis oídos los
comentarios que unos chavales hacían sobre mi. Decían que si era muy mayor para
jugar a eso, y que llevaba un chucho muy raro y feo. Me dejé perder la
siguiente partida y caminé a casa a toda velocidad, tirando muy fuerte de la
correa.
El viernes era el
gran día de la semana. Había partido de liga. Venía el equipo de la capital, aquel
que odio tanto porque mi padre era hincha suyo. Ese viejo alcohólico de manos
largas animaría a cualquier plantilla menos a la de nuestra ciudad. Yo aún no
puedo entrar al campo, porque todavía tengo que cumplir una pequeña sanción y
tal. Ocurrió cuando yo era juvenil del Sporting. Era el mejor defensa de
aquella generación, y todos daban por hecho pues que yo llegaría a profesional,
ya estaba hablado con la directiva. Pero en aquel jodido partido se me calentó
el tarro. Había tenido un día horrible y el árbitro encima va y me saca tarjeta
roja el tío. Así que le sacudí un cabezazo en toda la nariz. Rota y tal. Luego
aticé a unos policías que entraron al campo. Diez años de sanción. Nada de
entrar a eventos deportivos. Pero hay días que no me quiero perder. Nos pusimos
cerca del estadio por grupos, vestidos de negro. Estaba con Charly, Marcos y
los cadetes. Yo llevaba al cuatro patas. Hay tíos que llevan sus perros, solo
que suelen ser razas peligrosas. Bichos con unas buenas filas de dientes. Un
compadre se cachondeó de mi por llevar a Billy Bob. Y la verdad es que miedo no
daba, pero cuando empezamos a cazar a los hinchas rivales, el perrete se vino arriba. Enganchó a un aficionado
por la entrepierna y no dejó que se escapara. Cuando pude echarle el guante
empecé a darle en la cara. Dejé de contemplar al chaval, era a mi padre al que
veía. Tuvieron que venir a separarnos, el pobre diablo en el suelo cubierto de
sangre. Nos fuimos en grupo a los bares del puerto a celebrarlo. El viejo Billy
Bob convertido en héroe, todos coreando su nombre, quién lo iba a suponer. El
equipo perdió el partido, pero eso da igual. Menudas ganas tengo de volver al
campo.
El sábado fui a
hacer la compra al súper. Mi madre me dejó una nota enorme. Tenía que parar en
todas las secciones, cosa que odio. Colas en charcutería, colas en carnicería,
colas en frutería. Casi me eché a llorar en la sección de yogures. Estaban esos
de sabores que encantaban a Sara. Compré un pack de ocho solo por el hecho de
tenerlo cerca. No sé si es síntoma de estar depre o qué, pero tenía que
hacerlo. Cuando fui a pagar había otra cola kilométrica. Un tipo, que debía
creerse muy importante por llevar un polo que ponía encargado, vino a decirme
que el chucho no podía entrar. Yo le dije que precisamente estaba deseando
pagar e irme, a ver si me abría una caja, pero se piró indignado. La chica que
me iba a cobrar asomó la cabeza por encima de la cinta para ver al saco de
pulgas. Me miró y me dijo, vaya, ese perro se parece mogollón al ex marido de
Angelina Jolie. Si es que te tienes que reír.
Por la noche me
decidí a ir al cine. Le habían regalado a mi madre dos entradas para ver la
última de esos ladrones de coches. Estaba decidido a llevar al perro y a pelear
para que lo dejaran entrar si hacía falta. Compré unas palomitas bien grandes y
una Pepsi y me puse a esperar. De repente noté un tirón y el colgado se puso a
gruñir y dar el rabo. Miré en la misma dirección que él y lo vi. Al fondo, en
la puerta de la sala diez, estaba Sara con un maromo. Iban agarrados de la mano
y se hacían carantoñas y hasta me jode escribirlo pero se daban besos en la boca.
Se me nubló la vista y salí de allí a la carrera por no cometer una locura.
Tenía miedo de hacer algo muy chungo y a la vez lo necesitaba. Me fui hacia las
vías del tren a llorar desde el puente, igual que hacía de niño cuando el viejo
sacaba la mano a pasear. Cogí al pequeño peludo y bajé. Era como si viera la
escena desde fuera. Todo el rato moqueando y echando juramentos y tal. Quería
que alguien pagara por las cosas malas que me pasaban. Amarré al viejo Billy
Bob al riel de acero y me alejé unos metros. El cabroncete se me quedó mirando,
como tratando de comprender lo que iba a pasar. No tardó en aparecer el
mercancías y aquello se convirtió en un sucio espectáculo de sangre y vísceras.
Me alejé rápido de allí. Fui directo a casa. Estuve un rato sentado en la
habitación, sin moverme. Por fin saqué la libreta roja de cuadrículas. La había
comprado cuando Sara me apuntó a aquel curso de administración, aquel al que
nunca fui. Cogí un boli y me puse a escribir pues todo esto del tirón. Sé que
está chulo acabar con una frase guapa que resuma todo. A mí no se me ocurre
ninguna. Solo puedo decir una cosa. No fui consciente de lo que había perdido
hasta que lo vi desaparecer. Fin.”
Acabo de leer y
miro a mi alrededor. Las marujas están con la boca abierta. Hombre de Negro
mira al suelo. A ver, que no esperaba que lo primero que escribo fuera la
leche, pero al menos unos pocos aplausos, una enhorabuena. Chantal está con la
mano en su frente y niega con la cabeza.
-Eso ha
sido…horrible. Creo que hablo en nombre de todos si te digo que este no es el
club de lectura y escritura donde te sentirás más a gusto. Hay infinidad de
grupos que se dedican al terror y esas cosas. Quizás te sentirías más a gusto
probando ahí.
-¿Cómo?¿Me está
echando el primer día?
-Te invito a que
pruebes en otros sitios, sí.
-A tomar por el
culo.
Guardo mi libreta
en la mochila y salgo jurando entre dientes. Nadie me mira a la cara mientras
me dirijo a la salida. Me entran ganas de darle una colleja al Conde Drácula,
pero logro contenerme. Cuando llego a la calle enciendo un cigarro y cruzo a
toda velocidad en dirección a la playa. Vaya tontería tan grande volver a
fumar, pero es lo único legal que me templa los nervios. Giro hacia el parque y
me dirijo hacia la arboleda. Detrás del olmo está el poste donde amarré a Billy
Bob. Esta zona es menos concurrida, así nadie lo molesta mientras me espera. Le
rasco detrás las orejas, desato la correa y ponemos rumbo al paseo marítimo. No
puedo creer que esa peña se pensara que yo soy capaz de hacerle eso a un perro.
Era un final dramático que quedaba bien con el resto de la historia. Por eso lo
llaman ficción. Jamás haría daño al pequeño peludo.
-Nada nos sale
bien, ¿eh, Billy Bob?
Supongo que no hay
manera de luchar contra lo que somos. Es imposible que yo pueda mejorar. Nos
sentamos en un gran bloque de hormigón desde el que se ve el dibujo de la
ciudad contra un fondo de niebla y contaminación lumínica. Tenemos que esperar
unas horas hasta que mi madre salga a hacer el turno de noche. Enciendo otro
cigarro y abro un bote de bebida energética. Mientras tanto, trato de
visualizar la cara del tipo que se besaba con Sara. Nunca olvido una jeta que
voy a golpear.
Guillermo Martínez
nació en Madrid, en 1983. Cursó estudios en la Universidad de Oviedo, la cual
abandonó antes de licenciarse. Ha publicado sus relatos en antologías de
concursos, como el Antonio Trueba, el concurso de la Biblioteca de Almería o el
certamen internacional Cuando Puedas. También se pueden leer sus relatos en las
revistas digitales Almiar, El Coloquio de los Perros o El Caminante.
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