Cincelar desde
el ensayo
¿Quiénes son estás personas —personajes acaso— que figuran entre las páginas de Mármol,
traídas a propósito, de épocas pasadas y presentes? Vecinas, vecinos,
escritores, familiares, poetas, filósofos de la antigüedad o la actualidad más
reciente, amistades, meseras, patrones, esclavos, hombres libres, pacifistas,
clientes del puesto, jovencitas que se toman selfies, pensadores, seres conservadores,
platónicos, reyes o emperadores y un sin número más de convocados a las páginas
de esta nueva serie de ensayos de Pedro Mena, donde a Bob Dylan, Cantinflas y
Tin-Tan, alcanzan mención.
Pienso en las posibilidades sincrónicas,
valga la paradoja, de una diacronía dialógica, por ejemplo —y solo por apelación al título del libro— cito el caso de Gian Lorenzo Bernini quien no
es, por mucho, el escultor italiano más reconocible, dada la notoriedad y el protagonismo
de su antecesor renacentista, en la historia del arte occidental: pues casi
cualquier transeúnte al que se inquiera, puede identificar que cuando de mármol
y escultura se habla, la mente piensa de inmediato en Buonarroti; ya resulta obvio
que al primero no se le conoce, siendo no obstante el predecesor que dialoga
más dignamente, en todos sus planos, con la obra escultórica, pictórica y
arquitectónica de Miguel Ángel. Así me figuro este libro de ensayos que dispone,
cual máquina del tiempo, en el plano de la convivencia dialogal a soberanos
desconocidos entre sí. Seguro que varios lectores identifican ciertos nombres de
autores o pensadores connotados, entre los que destacan Plotino, Heráclito,
Epicteto, Pascal Quignard o tal vez a Jean Paul Richter, con su Elogio de la
estupidez —lo cual es de agradecérsele
a Pedro Mena que, ya solo por su entreverada mención, mueva o reavive la
curiosidad de sus lecturas— pero, en
cambio, nunca conocerán a las jóvenes que se toman selfies, al cliente
del puesto o a la vecina estridente que se muda, más que a través de la
vitalidad que le imprime a cada uno de sus espíritus el testimonio del autor,
no ya como personajes, pues no es un relato sino un pormenor que forman parte
de la historia y la vida del autor.
¿Es acaso cotejable ‘el espíritu
de una época’ con el ánima del
pensamiento humano, en el recorrido de todas las historias? Pienso que los
ensayos de Pedro Mena, hacen posible desbordar los márgenes del texto para
devolverlo al mundo.
Y esto porque existe un portento
en la duda ¿cómo es que la anécdota, expresada en reflexiones íntimas y
descripciones de lo cotidiano, revelan que el presente es una compilación de sucesos
pasados y futuros? La historia comienza
con la escritura, tal como se engarzan pensamientos y saberes a través de su
lectura. Pero lectura y escritura escindidas del mundo, resuenan a oquedad y, para
evitar este artificio de cátedra vacía, Pedro Mena, seguro sin saberlo, es fiel
al verso de César Dávila Andrade ¡Mi gloria está en no podrirme en los
salones!
Ensayos de cariz confesional, en
dos de sus apartados (primero y tercero) y de recurrencia erudita —persistentemente eurocéntrica reprocharía yo,
sin gran pesar— en su cuerpo central, crean la atmósfera de un
libro sumamente ameno y reflexivo.
El primer capítulo, “Medraciones”,
es un interludio relativo a la involuntaria construcción de resiliencias para sobrellevar,
no solo las incertidumbres en torno a un periodo de contingencia sanitaria,
sino, las interrogantes sobre el quehacer de un ser obsesivo que deambula y
conoce la realidad a través de su oficio de lectoescritor; donde sus lecturas
literarias, sean estas filosóficas, científicas o poéticas; le permiten acrecentar
el patrimonio de sus dudas. Dudas imprescindibles para continuar las faenas de una
rutina con visos de tornarse en el ritual decisivo de la creación literaria. Y
otra vez surge el portento de la duda, ahí, donde la reflexión sobre la
actividad escritural y la inflexión pensativa sobre cuál puede ser la posición
que se asume frente al mundo, lo vivo y cuanto existe, solo pueden ser materia
para conferirle sentido a la existencia, con un grado atemperado de neurosis.
Un texto salta a la vista para mí,
al ser testigo de las obsesiones de Mena cuando se debate algo decisivo: el vestir
y la pulcritud, más allá del esnobismo, como mero signo de austeridad y
conservación (y no conservadurismo reaccionario, como sugiere él mismo). Desde
su libro La corbata y otros ensayos (Los otros libros, 2016) hasta su
ensayo «El brillo de los zapatos» —incluido en este capítulo—, donde la forma se vincula con el fondo de
modo inextricable y, por ello, comparte una oda a la cotidianidad, citando el
poema My Shoes de Charles Simic que linda, por ejemplo, con la misma
persistencia austera conjurada en la crudeza del cuadro Schoenen (Zapatos)
del inconfundible holandés impresionista Vincent Van Gogh; todas estas, muestras
al cabo, del altísimo valor —casi estoico— al que puede aspirarse en el cuidado expreso
sobre la selección, la calidad y el mantenimiento de estos artículos de uso tan
personal y, más aún, en el aprecio expansivo de su contemplación.
El cierre de este primer capítulo
lo ocupan la poesía de César Antezana Lima con su libro Anjani,
“colección de poemas luctuosos”, con una meditación sobre la muerte ya sentida
en vida, a través del duelo, lo fúnebre y el reconocimiento de la finitud del
yo; y un Ángelo Medina Lafuente, con su libro de ensayos aforísticos Pensar
con el oído, una peculiar invitación a repensar la música desde un ángulo
poco previsible: “un exhorto a desconfiar de la música”.
Ya entrados en el cuerpo central
del libro, el capítulo dos, nombrado como el mismo título general de la obra,
lo constituyen un conjunto de cinco ensayos nutridamente librescos y, me atrevo
a decirlo de este modo, agradablemente entretenidos por la diversidad de
referencias y relaciones. De vuelta al mundo, por ejemplo, Plotino deja de ser
un busto de mármol para convivir a modo con Schopenhauer o, bien, hallándose en
medio de la emergencia sanitaria del Covid 19, mientras Ciorán —siendo Ciorán—, nos
recuerda cómo las paradojas de la existencia permitieron al maestro filósofo y
‘lector de almas’, evitarle a su discípulo Porfirio la muerte por melancolía,
recetándole un viaje que le impediría más adelante acompañar los últimos días
de su maestro. Estas aproximaciones semejan a las de una estrella cintilante,
que se muestra y repentinamente se desvanece para dar brillo, justo a un lado,
a la influencia de los Upanishads en la filosofía de Plotino. O, más
adelante, emparentándolo con la tradición daimónica; ocasionando asociar en la
mente estas múltiples referencias —propias
de un giro quijotesco o de alguna de las aventuras del Barón de Münchhausen,
por decirlo con sentido del humor— y, de no
poner bridas a nuestra imaginación, concluir que el filósofo posea ya el
mismísimo don de la ubicuidad sobre el espacio-tiempo y los ‘agujeros de
gusano’ descritos por Stephen Hawking —dicho
como una desmesura mía—; pudiéndose
desbarrar con facilidad sobre la senda de las teorías alienígenas, tal como lo
advierte el título del ensayo. Razón por la cual, al cabo, se retorna a la
dimensión de lo humano, con un George Steiner o un Hadot, preguntándose sobre
las causas posibles de la muerte biológica de Plotino.
Hay una dosis semejante de
despliegues en torno a Heráclito imaginado en la época de las redes sociales y
los likes, cuyos saberes y conocimiento, tanto en el presente como en la
antigüedad, no alcanzan ni alcanzaron, para sanarse a sí mismo y mantenerle
vivo en su propio tiempo, conduciéndole a la inexorable muerte. Destino fatal
de todas las personas vivas. O aquel otro texto sobre Epicteto donde a veces se
confunde si es el filósofo o es la vecina ruidosa, quien produce sensación de
mala entraña o suspicacia desde el atributo de su cojera. Pero la fatalidad de
identificar el mal con lo chundo del cuerpo y la falta de civilidad no son,
según nos dice el texto, los defectos de Epicteto, sino de la vecina estridente.
Me resulta particularmente
significativo el ensayo, cuya escritura recordé haber sido traída a colación en
una larga conversación de sobremesa en donde, además de hablar sobre el
conflicto de la guerra entre Rusia y Ucrania, Pedro Mena comentó en unas pocas
oraciones, los avatares del Orfeo moderno, malquerido o malqueriente, tal vez,
sin duda rechazado por la persona amada, volcado en un inagotable y extensísimo
lamento; empalmándolo a su vez con la tradición Órfica de la antigüedad. Y ya
en el ensayo mismo, asociándolo a lo expresado por Lucrecio, respecto a las
penas del ser desgarrado por “los buitres de los celos”, por ejemplo, y las
penas de cualquier pasión. En mi
perspectiva, pasiones que atraviesan la historia hasta filtrarse en las
tragedias isabelinas de Shakespeare, con su Romeo y Julieta desde el
ángulo de la imposibilidad, por ejemplo, pero más notoriamente en Otelo.
Es necesario decir que a ninguno
de los textos que he mencionado en este capítulo hago la menor justicia, por
falta de pericia y en parte también por espacio. Pues dejo de lado la riquísima
y sabrosa variedad de referencias, no solo librescas o culteranas, sino también
mundanas o cotidianas. Sin dejar de mencionar el arreglo de la edición para
ilustrar en forma discreta y atractiva este capítulo.
Para concluir, el tercer capítulo
del libro, es un recorrido íntimo y de tono confesional, como adelanté desde el
inicio, en las fronteras de la certidumbre, ya no solo del escritor sino de la
persona misma planteada frente al mundo en su extensión. La ilusión y la
desilusión en el mismo campo de juego donde la prudencia y imprudencia, el
arrojo y la mudez, plantan su cara: para moldear el carácter tímido de este ser
‘plumífero’ —como el mismo suele
etiquetar a quienes asumen el oficio de la escritura—. El “Tríptico de la timidez” es un espejo en
donde no solo las personas que escriben o crean arte pueden mirarse reflejadas
ahí, sino cualquiera que haya vivido y experimentado las múltiples facetas de
la vida en el empleo, el amor platónico, las alegrías y sin sabores
sentimentales del alma o las contemplaciones ante la existencia, propias de
cualquier consciencia viva.
Así, Mármol, es un estupendo
libro de ensayos que constituyen, por la ruta de la metáfora, el cincelado de un
estilo de escritura decantada por su autor, bajo el pulso maduro de su
trayectoria poética y ensayística pero, sobre todo, de una calidad intelectual
profundamente humana.
Antonio
Raúl Karam
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