Jimena Ayala
Todo
comenzó con una mirada en el autobús. Templada, ocultó el hambre voraz, el
incendio de las entrañas. La mirada de un hombre joven y bello, lo suficiente
para echar a andar la máquina deseante y conjurar la sospecha que levanta la
fealdad. Mientras la gente descendÃa hacia las calles humedecidas por el calor
estival, el ángel sin nombre se acercó al asiento de Jimena. Ella parecÃa
indiferente, pero la sangre hervÃa,
desde sus poros emanaban fantasÃas y anhelos que la embriagaban para delatarla,
con una sonrisa efÃmera. LucÃa jodidamente apetecible, con su cuerpo fulgurante
por el agua salina, sin maquillaje; una prolongada melena oscura, ojos tristes
y jugosos labios olor a sandÃa, pezones que apretaban con firmeza la blusa del
uniforme y una falda a cuadros que escondÃa las aguas trémulas donde hacen
piruetas las ninfas.
Aquella
risa lacónica la habÃa delatado, fue la invitación para que el ángel
pronunciara dulces palabras que se fueron deslizando alrededor de sus oÃdos, su
espalda, sus piernas, como hilos incorpóreos de seda. La fueron tensando,
invadieron la geografÃa de su cuerpo, y cuando estuvo enteramente apretada,
emitieron impulsos eléctricos que aceleraron la danza de su corazón, elevaron
las mareas quÃmicas que surcaban el océano de su alma. Entonces el ángel
desconocido supo que serÃa suya, y al descender del autobús, pudo ver desde la
ventana cómo las diáfanas cuerdas seguÃan amarradas al cuerpo de Jimena, que se
desenrollaba como un papalote a través de las calles, sin que los automóviles, los
edificios o la gente que se cruzaba entre ambos, pudieran romper el lazo.
Al
llegar a casa, Jimena no podÃa dejar de pensar en él. Mientras engullÃa su
caldo de habas, lo imaginó sentado junto a ella, mirándola con ternura,
acariciando sus piernas por debajo de la mesa, justo cuando su madre se
volteaba a calentar las tortillas en el comal. Observó ansiosa su celular,
esperando una llamada, un mensaje, una señal de que su amado necesitaba verla
para colmarla de sus ojos verdes, de su rima, de sus besos, de sus caricias, de
sus historias. Y en la noche, asediada por ese insomnio que arriba cuando se
tienen un chingo de ganas de cogerse a un fantasma; se acostó sobre su colchón
y se bajó las bragas. Soñó que el ángel entraba por la ventana, la tomaba entre
sus brazos con vellos de terciopelo, le besaba el cuello y la oreja, apretaba
sus nalgas y le entregaba algo que no tenÃa nombre, que sólo era para ella, y
que deseaba atesorar para siempre en una caja de madera, cerrada con llave,
pintada con flores azules, rosas, amarillas. Se metió los dedos
apasionadamente, sintiendo que el ángel sorbÃa sus pezones y la fornicaba con
su divina verga, mientras agitaba sus alas color vainilla. En el ocaso del
sueño, extrajo el néctar de su vagina y se lo embarró entre sus pechos, su
rostro, sus labios. Mediante una suerte
de alquimia erótica, lo convirtió en el semen de su amado ausente.
Cuando
despertó en la mañana, se sintió tan sola que sus dedos se entumecieron y el
hormigueo se extendió por toda su piel, hasta sentirse grave y helada como el
mármol. Se hundió en su colchón viejo del que se asomaban algunos resortes, y
se dejó asfixiar por el aire enrarecido que se habÃa introducido en ella. La
pequeña oquedad de su ombligo fue creciendo hasta que se redujo a un espacio
vacÃo. Una voz que resonaba frente al espejo sin lograr localizarse, un aroma
nauseabundo que apestaba al extravÃo, al hastÃo, a la hambruna. En ese instante
próximo a la desaparición, entró su madre a la habitación. “Se te hace tarde
para ir a la escuela”. Entonces su cuerpo resurgió desde sus pies, y sintiendo
el extraño brote de sus manos, se dispuso a calentar una olla de agua para
darse un baño. Al cabo de varios minutos, salió corriendo de la casa sin haber
desayunado, se le habÃa hecho tarde para alcanzar el pesero.
A la
entrada de la escuela secundaria matutina número setenta y cinco,
"Benemérito de las Américas", se escuchaban los zumbidos de los
jóvenes que aleteaban hasta que llegara el momento de ingresar a la cueva. Tras
su encierro sólo permanecÃa un silencio con olor a semen, flores de azahar,
vaginas dulces, gel para el cabello, pedos, chicles de frambuesa. Era lunes de
honores a la bandera. Las muchachas de tercero desfilaron mostrando al águila
que devoraba a la serpiente. Error anacrónico. En estos tiempos es la serpiente
quien se escurre entre sus garras, se desplaza por debajo de sus alas para
apretarle el cuello, en una tortura perenne. “Paso redoblado”. “Firmes, ya”. Se
escuchaban los silbidos de los chavos, los cuchicheos donde escogÃan a las que
se cogerÃan de la escolta, a la abanderada, a la comandante, a la que se
dejara.
Al
término de la ceremonia habló la directora al micrófono, una mujer que apenas
pasaba los cuarenta y a quien un sinnúmero de chavos ya le habÃan dedicado cientos
de chaquetas en su honor. Algunos imaginaban que eran enviados a la dirección
tras una disputa con un maestro y ella los violaba de puro castigo. Otros
soñaban que recibÃan una llamada telefónica y una invitación a su departamento.
No avistaban ningún otro cuarto más que la recámara, donde le rasgaban sus
rutilantes medias oscuras, desabotonaban su camisa de lino para descubrir sus
colosales pechos blancos con un precioso lunar. Y empezaban a succionar, más
desesperados que en su infancia; metÃan la mano debajo de su falda para
acariciar la licra de su ropa interior, y mordÃan sus carnosos labios magenta.
Algunos esperaban a metérsela para venirse, justo cuando veÃan el rostro de la
directora cerrando sus ojos y gimiendo. Otros se corrÃan cuando todavÃa no
habÃan terminado de desvestirla. La directora habÃa transmutado en una generosa
puta al servicio de la comunidad escolar, una sabia iniciadora de jóvenes en
las artes amatorias, una solterona lasciva que estaba dispuesta a cogerse a los
chavos, pero se escondÃa bajo el disfraz del recato. Nadie reparaba en que
tenÃa dos hijos, y habÃa soportado por diez años un matrimonio moderadamente
infeliz donde solÃa ser penetrada los sábados.
Las
filas se rompieron y los jóvenes volaron hacia numerosas jaulas con
impersonales nombres compuestos por letras y números. RequerÃan que
permanecieran quietos en la penumbra, mientras los maestros les enseñaban lo
que necesitaban, para progresar en una sociedad despiadada que los amenazaba
con morirse de hambre, tedio, mediocridad, desesperación, de un balazo. Pero
ellos sabÃan bien que no habÃa cura, antÃdoto o vacuna. Incluso pensaban que el
hoyo donde se hundirÃan ya los estaba esperando, tenÃa su nombre y su
fotografÃa, habÃa estado ahà desde el dÃa en que nacieron. HabÃa quienes
sospechaban del destino y estaban preparados para luchar contra él, con
palabras o con armas, en la superficie o en el subsuelo. Resignados y
escépticos ingresaban en aparente calma, pero pronto los maestros se daban
cuenta de su imposible domesticación. Revoloteaban en sus asientos, hacÃan
cualquier cosa por tocarse, por ser escuchados y mirados, deseaban
fervientemente la cópula y el fin de todas las dudas. Se agredÃan haciendo caso
omiso de los llamados hipócritas a la cortesÃa, atacaban a todos los seres
considerados débiles, fracasados, de poco valor, extraviados por la angustiante
búsqueda de sà mismos y saber que podÃan ser exterminados por un monstruo
anónimo con millones de ojos. Desplegaban esfuerzos continuos por escapar,
chupaban la sangre de los maestros, se escondÃan en los baños y en los patios,
rompÃan ventanas y rasgaban los muros, con la esperanza de volar hacia las
copas de los árboles, las cornisas de los edificios, las cabezas de las
estatuas; y revelar de una vez por todas los secretos del mundo que los adultos
se han encargado de encubrir, en los closets, en las calles, en los hospitales,
en las cajas fuertes, en los moteles, en las cantinas, en las salas de juntas,
en las oficinas de la burocracia.
Jimena
escuchó a lo lejos, la voz del profesor de matemáticas. “Equis más ocho es
igual a menos quince. ¿Quién me dice cuánto vale equis?”. Dibujó el garabato de
un gnomo sonriente con un gorro que parecÃa un cono de helado. Pensaba en el
joven que conoció en el camión. Se preguntaba si tenÃa novia, si se habÃa
enamorado de ella, si llegarÃa un dÃa a la salida de la escuela para invitarla
a pasear. SentÃa como si un ejército de hormigas rojas recorriera su piel y al
intentar matarlas, la picaran con un antiguo y plomizo rencor. Las palabras que
circulaban a su alrededor se convirtieron en balbuceos insondables hasta que
perdieron sentido y sus compañeros se transformaron en macabras figuras de
cera.
Pidió
permiso para ir al baño, encontró a unas muchachas que estaban fumando. Le ofrecieron
un cigarro. Se distrajo escuchando sus vidas: que a una no le bajaba, que otra
se habÃa enamorado de su vecina, que a la tercera se la querÃan madrear porque
se metió con el novio de otra chava. Jimena no contó nada, permaneció callada
envidiando que en su vida no ocurriera nada interesante.
Regresó
al salón unos minutos antes de que acabara la clase, pero aún se sentÃa hundida
en mierda hirviendo, que la cubrÃa hasta la nariz. Cualquier intento de escape
la sumergÃa aún más en la mierda movediza. Soportaba los pasos de ratas sobre
su cabello, moscas que volaban alrededor de su rostro. Estuvo sintiéndose asÃ
durante horas. Cuando sonó la campana de salida se levantó prontamente de su
asiento para regresar a casa, pero todavÃa percibÃa esos residuos de mierda que
colgaban de su piel, un aura pestilente que la rodeaba, a pesar de que sus
amigas la besaban para despedirse como de costumbre.
Caminó
hacia la parada del autobús. Súbitamente se estacionó un auto japonés de color
negro. Era su ángel. La invitó a subir, ella entró conmovida. Esa fue la última
vez que la vieron, de acuerdo a un cartel de la ProcuradurÃa de Justicia del
estado de Chiapas, el cual aparecerÃa una semana después, con una fotografÃa de
Jimena en uniforme de secundaria. Un metro cincuenta y dos. Catorce años. Tez
morena. Lugar de extravÃo: Colonia Santo Domingo. Ninguna seña particular. La
última vez que la vieron: un veintitrés de marzo de dos mil catorce. Si tiene
cualquier información sobre su paradero, favor de comunicarse a los siguientes
teléfonos.
Ese
cartel lo pegaron en los postes de luz, en los cafés de internet, en los
autobuses, en los abarrotes. Pronto su fotografÃa fue reemplazada por una nueva
desaparecida. Y la ciudad, las familias, los jóvenes, siguieron con sus vidas,
como si nada hubiera pasado, sin concebir la presencia de una falla en el
subsuelo, sin advertir cómo se abrÃan las fauces de la tierra para devorar los
cuerpos lozanos y hermosos de las doncellas, a plena luz del dÃa.
Resumen biográfico
Ariagor Manuel
Almanza Avendaño. Nacido en Mexicali, Baja California en 1982. Psicólogo
clÃnico y profesor-investigador en la Facultad de Ciencias Humanas, de la
Universidad Autónoma de Baja California, Campus Mexicali. Ganó el primer lugar
en el I Concurso Internacional de Cuento Horroris Causa 2022 realizado por
Desliz Ediciones, con el cuento “El zopilote”. En diciembre de 2022, se publicó
en la revista Sputnik su cuento “Dr. Cigüeña”.
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