Escort
Por Abdulrazak Gurnah
Traducción: Arturo Hernández González
Pienso
que me vio acercándome, pero por alguna razón no hizo ninguna señal. Me detuve
junto a la puerta trasera del auto esperando que alzara la vista. Dobló su
periodico y se deslizó a través de la puerta abierta, observándome con un
intenso asco durante un segundo. Me quedé quieto, mientras mi cuerpo se quedaba
sin estremecimientos de sorpresa. Quizá no era asco, sino una mera irritación
por lo inevitable, frustración debido al inexorable tedio de la existencia,
desafección. Pero parecía asco. Inclinó su barbilla ligeramente hacía adelante
invitándome a señalar el rumbo. Cuando le dije el nombre del hotel asintió con
la cabeza como si esa fuera una imposición menor, como si hubiera estado
esperando que yo nombrara un destino imposible. Me senté junto a él, al frente,
desafiando a la bestia, pero cediendo también a las furiosas posibilidades que
mi apariencia parecía sugerirle; me senté a su lado para que pudiese ver que yo
no merecía el asco que él había sentido. No sabía cómo evitar su ira.
El asiento del auto era grumoso y
duro (y verde); la tapicería de vinilo se había agrietado por el tiempo. Sus
bordes afilados, retorcidos como cuero crudo, se clavaban en mí a través de la
camisa mientras el auto se alejaba de la parada de taxis. En el tablero había espacios
vacíos y cables retorcidos donde el encendedor o la radio o la guantera habrían
debido estar. Aunque no estaban vacíos del todo, pues trozos de papel enrollado
estaban embutidos en sus esquinas y también un trapo, ennegrecido por el uso,
colgaba de uno de los agujeros.
Al tiempo que aminoraba la marcha,
debido al tráfico de la hora del almuerzo, hojeaba el maletín que tenía sobre
mi regazo. Luego alzaba los ojos para verme la cara mientras yo pretendía no
darme cuenta. “¿De dónde viene?”, preguntó, modulando la voz para hacer menos
abrupta la pregunta, pero sin dejar de sonar como si gruñera con resentimiento.
Y sin embargo, había hecho la pregunta como si esperara que yo difiriese su
derecho a hacerla. “Unatoka Wapi?”[1]. Volvimos
a ponernos en marcha. Se reclinó hacia atrás y apoyó su codo ladeado contra la
ventana del auto. Estaba reclinado y tenso, con el rostro desolado por un
desprecio expectante. O eso pensé mientras me volvía hacia él para prestarle
atención a su pregunta. Algo siniestro y atormentado en su rostro inestable me
hizo pensar en él como en alguien que ha vivido una vida peligrosa, lo que lo
hace verse capaz de deliberar con crueldad para aminorar su propio dolor. Sentí
miedo y disgusto por mi propia curiosidad y deseé que el viaje terminara lo
antes posible. Debería haberme bajado del auto desde un comienzo, después de la
primera mirada amarga. Él observó de nuevo el maletín y la sombra de una
sonrisa le atravesó la cara, burlándose de lo que, él debía pensar, era yo
dándome importancia. Se trataba tan solo de una baratija plástica con asas
afiladas y una cremallera ridícula, de la cual yo no había esperado que durase
más de unos cuantos meses y que no merecía ese cáustico escrutinio.
“¿De dónde?”, preguntó pero
señalando esta vez con la cabeza hacia el maletín para incluirlo en el asunto.
“Uingereza”,
contesté, “Inglaterra”. Hablé suave,
distraídamente, para hacerle notar el poco interés que tenía en la
conversación.
Se rio entre dientes suavemente:
“¿Estudiante?”
Él se refería a si era yo uno de
esos que se había ido para hacer del mundo un lugar mejor y había vuelto tan
solo con anécdotas y un maletín barato. ¿Era yo uno de esos fracasados que
había trabajado en algo vergonzosamente indigno, mientras enviaba a casa cartas
llenas de patrañas sobre estudios interminables y compromisos inteligentes que
me proporcionarían una pequeña fortuna en el momento apropiado? Su rostro se
mantuvo maliciosamente alegre mientras esperaba ver cómo me las arreglaba para
contestar. Cuando siguió hablando, imaginé que me diría que él se había quedado
para cuidar de un familiar enfermo, mientras todos los demás huían, aún a pesar
de las expectativas que sus profesores y mentores habían tenido de él en la
juventud. Le respondí que yo era profesor y se rio entre dientes de nuevo,
ambiguamente esta vez, “¿Y eso es todo?”.
Las multitudes del mediodía estaban
en medio de su prisa eterna, derramándose a través de las calles ante la más
leve vacilación de los conductores. El taxista sintió la afrenta de estas
liberalidades y se reclinó sobre la bocina cada vez que uno de los autos de
adelante le permitía a los peatones aprovecharse de los demás conductores. Un
grupo de chicos indios de escuela, adolescentes apenas, que se paseaban en
medio de los autos y hablaban animadamente, le hizo insistir en un largo
bocinazo, que acompañó de malas palabras. “Sucios
come mierda. ¿A qué están jugando?”. El tráfico era peor cerca de la
oficina de correos. Ríos de personas caminaban por las aceras. Algunos hombres
en camisa y corbata se apresuraban, ocupados-ocupados-ocupados, mientras que
otros, más pausados, se detenían aquí y allá para admirar las mercancías de
mala calidad de los comerciantes callejeros.
“Uingereza”,
cantó la palabra mientras giraba a la izquierda hacia los muelles donde estaba
mi hotel. “Inglaterra”, repitió, “una tierra de lujo”.
“¿Ha estado allá?”, pregunté, y pude
oír el tono de extrañado descreimiento en mi voz. ¿Usted? Después de haber
luchado tanto para abrirme paso, a pesar de esa descarada y narcisista cultura,
hallaba ahora una referencia tan casual a ese miserable lugar: una tierra de
lujo.
El taxista se apoyó salvajemente
contra la bocina para sacar de su camino una carreta cargada con agua. Por un
minuto aproximadamente, pareció perdido en la amarga afrenta que era para él la
existencia del vendedor de agua; gritando y agitando su mano fuera de la
ventana, como si en cualquier segundo pudiera salir del auto y volcar la
carreta, completamente llena de envases. Los trabajadores del muelle, que
estaban comprando sus almuerzos en los quioscos a la vera del camino, y que
eran además clientes del vendedor de agua, se pusieron a agitar sus manos
alegremente hacia taxista. Este maniobró con el auto adelantando la carreta y
profiriendo un largo estallido con la bocina.
“¿Tiene familiares en Inglaterra?”,
le pregunté. No podía imaginar que alguien que trabajaba para vivir, con ese
humor enfermizo, conduciendo el taxi dilapidado en el que viajábamos, pudiera
conseguir el dinero suficiente para costearse una sola noche en una apestosa
cama y el desayuno subsiguiente en la tierra del lujo.
“Solía vivir allí”, declaró. Luego
giró el rostro para verme y sonrió. Ya habíamos salido de la carretera
principal y dejábamos atrás los muelles; pasamos las bodegas y el patio de
locomotoras, en el último trecho antes de llegar al hotel. Tuvo que
concentrarse en el accidentado camino, en los grandes baches con forma de
garganta y en los terraplenes empinados para las vías férreas. Comenzó a hablar
pero los peligros de la carretera se sucedían demasiado pronto, uno tras otro,
así que sacudió su cabeza como dando a entender que no quería echar a perder su
historia. Parecía producto de la locura haber puesto el hotel en el lugar en el
que estaba, al otro lado de patios llenos de maquinaria herrumbrosa y basura de
trabajadores ferroviarios, pero el hotel había estado allí antes de que los
muelles y las vías se convirtieran en un caos disperso, y antes aún de que
hubiese muerto la carretera.
“Salí con una malaya[2], una de
esas putas europeas. Me llevó allí y a Francia, e incluso a Australia. Fuimos a
todas partes. Ella pagaba por todo. Uno escucha ese tipo de historias y cree
que la gente está mintiendo, soñando acerca de putas europeas con dinero pero
sin nada de cerebro. Yo lo creía así, hasta que encontré a mi malaya”. Para ese momento ya se había
detenido frente al hotel. El auto se sacudía ociosamente en neutro. “Slim, ella
solía llamarme Slim”, dijo mientras confirmaba la tarifa y su rostro se llenaba
de sonrisas evocadoras. “El nombre es Salim. Siempre estoy en la parada de
taxis cerca de la oficina de correos. Pase por ahí cuando guste”.
Yo había encontrado el hotel por
casualidad. El Oficial de Inmigración me había explicado que no podía darme el
permiso de entrada a menos que escribiera una dirección dentro del país en mi
formulario. Lo dijo disculpándose, porque después de haber leído mi lugar de
nacimiento en el pasaporte había hablado con entusiasmo acerca de Zanzíbar,
donde también él tenía parientes. Me mostró una lista de hoteles. “Puede ser
cualquiera”, dijo, “No tiene que quedarse ahí. Es solo para el formulario”. Así
que escogí uno y cuando logré encontrar un taxi fuera del aeropuerto, era el
único nombre que podía recordar. Su inaccesibilidad, y el intimidante silencio
del patio de locomotoras y de las bodegas después de las horas de trabajo, me
convenía porque significaba que nadie vendría a visitarme, como bien podrían
haberlo hecho si por el contrario me hubiese hospedado en uno de esos palacetes
brillantes al otro lado de la ciudad, con sus casinos y sus acomodaciones junto
a la piscina.
Fue por esto que me sorprendió mucho que el recepcionista
llamara a la tarde siguiente anunciando una visita. Era Salim, claro. No se me
había ocurrido que pudiera venir, pero ahí estaba, como si nos conociéramos lo
suficiente como para llegar de imprevisto. Estaba vestido con una camisa de
mangas cortas de seda verde, adornada con un patrón de flores blancas y azules
canoas sin amarre, de la que, fuera del bolsillo del pecho, asomaba el mango de
sus gafas de sol. Sus jeans de pana estaban sueltos alrededor de la cintura y
se doblaban en pliegues debido al ancho cinturón que llevaba abrochado.
Insistió en invitarme un trago y pagó también uno para el barman. El bar estaba
prácticamente vacío; una pareja belga que era dueña del hotel y una amiga suya
a la que entretenían, era toda la gente que había allí. “Ces gens sont impossibles”, vociferó la invitada con exasperación,
alzando su voz sin ningún decoro. “Esta gente es imposible”. Era una mujer
delgada, bien arreglada, entrada ya en la cuarentena, pero vanidosamente
pulcra. Salim observó a los tres europeos durante un momento, como si hubiera
entendido lo que habían dicho, pero ellos parecieron no darse cuenta.
“Ella me compró esto, mi malaya”, dijo Salim, señalando con
delicadeza la camisa resplandeciente y luego pellizcando ampliamente los jeans
de pana azul. Sonreía, sin burlas esta vez, y no dudó en incluir al barman en
su conversación. “¿Te gustaría saber cómo me encontró?”. Esperó hasta que el
barman y yo asintiéramos con la cabeza. “Ok, les contaré. Era una pasajera que
se encontraba esperando afuera del Hotel Tumbili, en la costa del norte. ¿Lo
conocen? La vi esperando bajo un árbol cerca de la entrada, como si estuviera
esperando a alguien. Por lo regular los clientes no salen hasta que uno de los
trabajadores del hotel va a buscarnos para hacer el servicio. ¿Han visto lo que
les hacen vestir a esos babuinos? Los traen de las montañas y los visten con
sacos amarillos y corbatines negros, y además les hacen pagar por los
uniformes. Lo sé bien”. El barman estaba vestido con una camisa blanca, un
corbatín negro y tenía un delantal amarillo atado a la cintura; probablemente
también había tenido que pagar por el conjunto, pero hizo lo que pudo para no
lucir incómodo.
“De cualquier manera”, continuó
Salim, “imaginé que esperaba que alguien viniera a recogerla, pero decidí que
valía la pena intentarlo de todas formas. No era tan joven pero tampoco muy
vieja. Me escuchó por un momento, ya saben, mientras yo repetía el parloteo
habitual acerca del tour cuya tarifa había fijado el gobierno y luego se subió
al auto. La llevé de paseo todo el día y llegamos hasta Malindi, Wiatamu y
Takaungu. Le conté todo acerca de esos lugares, inventando historias cuando se
me ocurrían o cuando me preguntaba cosas difíciles. En la tarde, cuando la
llevaba de vuelta a su hotel, me hizo detenerme en la plaza y lo hicimos ahí.
Sobre la arena, al aire libre, como una pareja de perros. Todos los días era
igual. La recogía por la mañana, la conducía a varios lugares, le contaba
historias y la llevaba a la playa cuando ya había oscurecido. Después de unos
días así, me invitó a ir a Ulaya con ella. Lo había preparado todo: el tiquete,
el pasaporte. Ella pagó por todo”.
“Debiste haber sido muy bueno en esa
playa”, dije sin querer, solo por decir algo, y porque no podía creer que
cualquier mujer a la que Salim se aproximara tan casualmente no viera el
peligro y de todas maneras, no quería escuchar otra anécdota sobre la frenética
lujuria europea por parte del Don Juan africano. El barman se rio sin hacer
ruido, y Salim nos observó uno a uno, mostrándose un poco humillado.
“Llámame Slim”, dijo. Después vació
su copa y la empujó suavemente hacia mí. “No es mucho dinero si lo estás
pagando con moneda extranjera. Tú lo sabes. Y sin embargo, ella tenía mucho”.
Pagué su trago y me quedé escuchando
un poco más de la historia de su malaya.
Su matrimonio había terminado, se había quedado con su parte del dinero y había
decidido viajar. Llevó a Salim a Liverpool, donde ella había nacido y a donde
sus padres habían emigrado desde Australia cuando ella era un bebé. ¿Había sido
difícil para él? ¿Con ella? Él se encogía de hombros. Ella se había hecho cargo
de todo, le había mostrado cosas y la perra quería tener sexo todos los días, a
veces dos o tres veces al día. No había sido difícil. Se quedaron allí por
varias semanas. Se hicieron amigos de una pareja que vivía cerca, ambos
musulmanes, provenientes de Somalia y Mauritania, que le enseñaron a conseguir
subsidios. Después de eso, él y su malaya
vivieron una vida de lujo. El gobierno inglés es muy estúpido. Liverpool está
llena de negros; duros bastardos que hacen lo que les da la gana, y el gobierno
tan solo les da dinero. Las mujeres inglesas siempre estaban tocándolo, jugando
con su cabello, rozándose contra él e invitándole bebidas. Después de unos
minutos de esto me despedí y me marché. “Tengo algunas cartas que escribir”,
pretexté.
Él volvió al día siguiente, con otra
camisa florida. Le había pedido al recepcionista que dijera que no me
encontraba, pero quizá, él estaba comprometido a otras fidelidades que yo no
entendía. Pensé en decirle algo por sobre el hombro mientras pasaba frente a la
recepción, pero me di cuenta de que había otro joven en turno. “Compré esto en
Australia”, dijo Salim, señalando su camisa. “Estuvimos allí después de unos
cuantos días en Francia. Betty. Betty era su nombre. Bethany, algún tipo de
nombre religioso, pero se hacía llamar Betty. ¿Quieres ir a un club mañana en
la noche? Todavía te queda otra noche aquí, ¿no es cierto? Hay un hermoso lugar
atravesando el Majengo. Nada de esta basura para turistas. Iremos mañana. Las
mujeres australianas quieren ir allí todo el tiempo pero sus hombres no tienen nyege[3]. Así
que sus mujeres siempre están encendidas. Ardiendo en calor. A mi malaya no le importaba si yo estaba con
ellas”. Y había mucho más de este parloteo, incluidos algunos detalles de los
arreglos que hacían las mujeres para verse con él y de su abandono desvergonzado
poco después.
“¿Qué te trae de nuevo por aquí?”,
pregunté al final, intentando ponerle un fin a sus historias.
“Deberías dejar de jugar alguna
vez”, respondió con desdén, “y volver con tu gente. En cualquier otro lugar,
terminas siempre por ser un payaso”.
Ese me pareció un buen momento para
despedirme, pero Salim era muy hábil para evitar que me marchara. Me sujetó de
la muñeca y la sostuvo mientras ordenaba otra ronda de bebidas a mi cuenta. El
barman nos sirvió, me hizo firmar el recibo y se retiró, manteniendo los ojos
cuidadosamente lejos de la mano de Salim que permanecía en mi muñeca. Éramos
las únicas personas en el bar. Una vez que las bebidas estuvieron frente a
nosotros, me liberó con una sonrisa, dejando un círculo frío en mi carne, donde
me había apretado. Me levanté para irme y pude verlo considerando decir algo al
respecto pero cambió de opinión. “¿Y tu bebida? No te preocupes, yo me la
tomaré. Nos vemos mañana, entonces”, dijo. “¿No te has olvidado del club, o
sí?”.
Todo el día estuve pensando qué hacer cuando él llegara.
Había destinado el día para redactar las notas sobre las visitas y las
entrevistas que había acumulado durante la semana anterior, y era lo peor que
podía hacer mientras más se aproximaba la visita de Salim. No había virtud ni
dolor en la redacción de mis notas, nada que me distrajera o emocionara, sino
la cansada atención que le prestaba a eventos cuyo impacto ya había acaecido.
Para el fin de la tarde, me había persuadido de que era tonto de mi parte ser
tan quisquilloso. Había investigado todo lo posible acerca de un poeta poco
conocido llamado Pandu Kasim, que había vivido allí durante el cambio de siglo,
con la esperanza de escribir algo sobre él y ciertamente una noche en el club
al otro lado del Majengo no tenía nada que ver. Pero no podía hacer ningún daño
e incluso podría ayudar. Mis pesquisas no habían revelado nada interesante
sobre Pandu Kasim y tal vez una noche en el club, auspiciada por Salim, sí lo
haría. Nunca habría escogido ver tales lugares. Me habría contentado con decir
que conocía bien la ciudad sin tener relación con su grasoso bajo fondo, pero
qué daño podía hacer, además de hacerme sentir un poco asqueado. No buscaba
hacer parte del grupo de amigos de Salim, que de seguro serían igual de espeluznantes,
pero tenía menos de dos días más antes de regresar a Inglaterra. No podía
hacerme una idea de cuánto daño podía recaer sobre mí en ese tiempo. Las notas
tendrían que esperar. Quizá tendría que soportar otra tediosa noche escuchando
sus anécdotas de triunfos sexuales sobre mujeres ridículamente crédulas, ¿pero
no era eso mejor que escapar de Salim y volverme objeto de su malicia y de su
ira?
Así que para cuando llegó Salim, yo lo estaba esperando.
Incluso estaba comenzando a pensar que no aparecería, como castigo por mi
escepticismo respecto a sus anécdotas. Estaba sentado melancólicamente en su
auto cuando bajé, pero cambió de humor después de balbucear un saludo. Esa
calurosa bienvenida me hizo temblar como un mal presagio. ¿Por qué no le había
dicho simplemente que se marchara? Miré hacia el futuro, dándome cuenta de que
no sabía a dónde íbamos, a pesar de que tenía una buena idea de dónde
estábamos. Pero mi atención debió dispersarse porque noté repentinamente que
Salim había salido de la carretera y ahora conducía por un sendero accidentado
y sin iluminación. Los arbustos se cerraban sobre nosotros. Los rayos
horizontales dibujados por las luces del auto hacían más opresiva la sensación,
como si nos encontrásemos bajo tierra. Hasta entonces había sido una tarde
agradable y fresca, pero en ese túnel el aire era húmedo y hedía a tierra
mojada. Salim se volvió para verme y lo vi sonriendo. “Ya no falta mucho”, dijo
y comenzó a tararear. Un perro aulló en medio de la noche y un instante después
los oscuros arbustos se agitaron por los sonidos de nuestro avance. En seguida,
Salim forzó el auto por sobre un pequeño montículo de tierra y entramos en un
claro rodeado por gigantescos y oscuros árboles. Había otro auto parqueado
afuera de una de las casas. Debía haber otras tres o cuatro casas, pero era
imposible decirlo con certeza debido a la luz. Nos detuvimos junto al otro auto
y salimos.
El club había resultado ser la habitación del frente de
una casa construida con barro y madera, iluminada por la enfermiza luz de una
lámpara de queroseno. Había otros dos hombres ahí que se levantaron para
saludarnos como si nos hubiesen estado esperando. “Este es nuestro invitado de Uingereza”, dijo Salim sonriendo.
Uno de ellos se veía de la misma edad que Salim y tenía
una apariencia desgastada similar. El otro era más joven y más grande, y cuando
me observó, pude ver una sonrisa involuntariamente falsa atravesando su boca.
Su nombre era Majid. No logré escuchar primero el nombre del mayor (que resultó
ser Buda). Incluso antes de que nos hubiésemos sentado alrededor de una vieja
mesa rústica, Majid estaba gritando por cerveza. De uno de los cuartos traseros
salió una mujer de imprecisa mediana edad, que usaba un ajustado y desgastado
vestido, manchado oscuramente en las axilas. Tenía la cabeza cubierta con un
pañuelo del mismo material y amarrada a la cintura llevaba una desteñida kanga[4].
Después de unos instantes de bromas frenéticas y un poco de hilaridad forzada,
volvió a entrar para preparar la comida que mis alegres compañeros le habían
pedido.
Había botellas de cerveza vacías sobre la mesa, que
habrían de quedarse ahí como trofeos de las hazañas de los bebedores. Majid y
el otro hombre tenían, cada uno, una botella medio llena, de la que bebían de a
pocos, levantándolas con arrogancia y llevándolas a sus labios cuando la
cerveza comenzaba a espumar. Eran botellas grandes. No había vasos a la vista.
Cuando Salim dijo que debíamos ir al club, imaginé algo diferente a una casa
oscura en medio del bosque, donde los hombres se reunían para beber en secreto.
“Pronto traerán más”, dijo Buda reconfortante. Su
expresión era una suma entre un temperamento apenas suprimido y una triste
malicia enfurruñada, que también había observado en Salim. Tal vez fuera la
bebida. Tenías que tomarte en serio, incluso obsesivamente, el hecho de ser un
bebedor en una ciudad musulmana como ésta, donde la discreción era imposible y
quedar al descubierto, inevitable. Quizá la culpa de la transgresión generaba
un colérico autodesprecio o la necesidad de consumir un veneno destructivo,
disponible en una cultura del escarnio como esa y que producía tal aspecto de
dolor. O tal vez era un resentimiento indiferente lo que conducía a hombres
como ellos a beber sin que les importara nada. ¿Cómo podía saberlo?
“Puedo ver que ustedes no se molestaron en ir a la oración
del maghrib hoy”, dijo Salim con ácido sentido del humor, señalando con la
cabeza las botellas vacías sobre la mesa. Ambos hombres rieron por su sarcasmo.
Salim sonrió reacio, frunciendo el arrugado ceño brevemente. Lucía como si se
estuviera quemando.
Buda era bajo y macizo, gordo incluso, pero su cuerpo se
veía fuerte y compacto, como si su gordura no tuviera nada que ver con la
complacencia sino con algo más calculado que el mero placer. Me miró amenazante
antes de hablar, bromeando, jugando a ser un monstruo. “Cuéntanos las buenas
nuevas de Uingereza. ¿Es cierto que
tienen allí trenes que viajan bajo el agua?”.
“Escucha a este salvaje”, exclamó Salim, “¿Nunca has oído
hablar del subterráneo?”.
“Vas a hacer que este inglés piense que todos nosotros
somos tan ignorantes como tú”, dijo Majid, sin rastros de broma en la voz.
Una joven vestida con desgarrados y manchados harapos
salió del cuarto interior cargando dos botellas de cerveza. Sus ojos estaban
intensamente vacíos, mirando a través de lo que se les interpusiera, solo con
un poco de concentración. Colocó una de las botellas de cerveza frente a mí.
Cuando se agachó pude ver a través de un agujero en su ropa, bajo la axila, su
cuerpo joven y perfecto. Puso la otra botella frente a Salim, que le apretó las
nalgas y la hizo retorcerse.
“Aziza, nuestro amigo de Ulaya te quiere a ti”, dijo Majid
abruptamente, riendo con dos fuertes ladridos.
Ella me miró con un vago interés. Luego se quedó quieta,
como esperando a ver qué sucedería después.
“Ve con ella”, dijo Salim, sonriendo hacia mí como un
cadáver. La vi retorcerse de nuevo.
Observé a la muchacha, su pequeño rostro redondo, su
delgado y joven cuerpo, y no pude encontrar en ella resistencia alguna. Sacudí
la cabeza y sus ojos escaparon. Majid volvió a reír y se puso en pie. La chica
se volvió en dirección a los cuartos interiores. Con las manos retorcía los
harapos mientras Majid se pavoneaba a sus espaldas sobre los talones. Buda
sonrió con amabilidad y comenzó a hacerme preguntas acerca de Inglaterra. Salim
contestó la mayoría, acudiendo a mí y solo para confirmar una o dos palabras.
Creo haber escuchado, en algún punto, una voz afilada que hizo que la llama de
la lámpara de queroseno parpadeara. Majid estuvo allí por lo que pareció un
largo tiempo y cuando salió lucía radiante, su rostro estaba reluciente, liso y
saludable.
“Un trabajo sediento”, dijo, buscando lo que quedaba
todavía en la botella. Lo bebió de un trago y soltó el envase con una sonrisa
victoriosa. “Pienso que es el turno del inglés”.
Llamaron a Aziza y ella salió poco después, con los ojos
tan vacíos como antes, con la comisura de los labios arqueada hacia abajo. Pedí
cervezas para ellos y le dije a Salim que quería irme en cuanto acabase su
bebida. Y qué pasará con la comida que ordenamos, preguntó Buda. Tengo trabajo
que hacer, contesté. Buda se levantó y siguió suavemente a la muchacha después
de que ésta trajo las cervezas.
“¿Qué trabajo?” preguntó Majid, sin sonreír. “¿Te gustan
las mujeres? Pues ve y haz tu trabajo ahí atrás. ¿O es que no te gustan las
mujeres? Ella no quiere tener nada que ver con él”, añadió, apuntando a Salim
con la barbilla. “¿Qué fue lo que le hiciste?”.
Salim dio un largo sorbo a su botella. “Tenemos que
asistir a una boda”, dijo cuando terminó de beber. “Así podremos dejarlos
terminar con sus asquerosos juegos”.
“¿Qué fue lo que le hiciste, pervertido?”, preguntó Majid,
sonriendo para su propio regocijo.
Llegamos a la boda justo a tiempo para ver el cortejo de
familiares y amigos escoltando al novio hasta la puerta de la casa de la novia.
Dos percusionistas, delgados hombres jóvenes idénticos, tocaban con tensos e
impacientes rostros y sus ojos giraban hacia atrás en medio de todo ese ruido.
Arcos de frondosas palmas decoraban la casa y una guirnalda de luces coloridas
atravesaba la pared del frente. Del interior de la casa salían voces de mujeres
que cantaban y que se transformaron de repente en un jubiloso estallido de
clamores, al tiempo que el novio alcanzaba la puerta. La multitud lo rodeó,
gritándole comentarios obscenos, solo para estallar después en un gran
escándalo cuando le permitieron entrar. Las miradas de los jóvenes deambulaban
por los alrededores, buscando la comida que sabían que pronto habría de llegar.
Salim resopló burlándose. “Ella es familiar de mi esposa”, dijo.
No había pensado que tuviera una esposa. “¿Estabas casado
antes de marcharte con Bethany?”, le pregunté mientras me llevaba de vuelta al
hotel. Era un hermoso nombre y había estado esperando para usarlo.
“Sí”, contestó. Pasábamos a través de la carretera mal
iluminada que conducía al patio de las locomotoras, pero incluso a pesar de la
luz podía ver el despecho y la furia en su rostro. “Estuve casado con ella hace
mucho tiempo”.
“¿Regresaste aquí por ella?”, le pregunté.
Sonrió entre dientes. Después de un momento, mientras el
auto rugía sobre la carretera destrozada, comenzó a hablar. “Ella me prendió
algo al final. Esa malaya. Y cuando
estaba con ella, salía sangre. Fui a ver a un doctor al que ella me envió. Él
declaró que no era nada, pero ella me dijo que no podía quedarme. No sé lo que
sea, pero cada vez que estoy con una mujer, sale sangre”.
Avanzamos en silencio hasta que el auto se detuvo junto al
hotel. “¿Has ido a ver a algún doctor desde que volviste aquí?”.
“¿Qué doctor? Aquí no hay doctores”, respondió, mirando al
frente. Luego se volvió hacia mí con una sonrisa amable y tímida. “Llévame
contigo mañana. Veré a un doctor allá. Llévame. Haré lo que tú quieras”. Se
inclinó hacia mí, al tiempo que su sonrisa se ofrecía suplicante, desde su
rostro asquerosamente nervioso.
Volvió por mí al día siguiente aun cuando le había dicho
que llegaría por mis propios medios al aeropuerto. Hablaba con la malicia y la
arrogancia que le eran habituales, burlándose de todo lo que se cruzaba en su
camino. A pesar de que insistí en que podía dejarme y marcharse, aparcó el auto
y caminó conmigo llevando en su mano un periódico enrollado. “¿Cuánto cuesta un
maletín como ese? Tráeme uno la próxima vez. O envíamelo y me aseguraré de que
te llegue el dinero. No es que vayas a necesitar mi dinero en la tierra del
lujo. Pronto dejarás de jugar y volverás a casa, sin embargo”, dijo. “Porque
todos tenemos que hacerlo, de otra manera solo nos volveríamos un mal chiste en
el extranjero”.
Le di la mano y le di todo el dinero local que tenía.
Observó mi gordo manojo de notas con sorpresa. “Espero que te mejores”, le
dije.
“¿De qué estás hablando?”, me preguntó, sonriendo. Guardó
el dinero en su bolsillo. “La próxima vez deberías quedarte”, dijo mientras se
alejaba, despidiéndose con la mano sin mirar atrás.
[1]
¿De dónde eres? En suajili
el original (N. del T.)
[2] En suajili el original, malaya
o kahaba puede traducirse como
prostituta o mujer fácil (N. del T.).
[3] En suajili el original. Puede traducirse como “necesidad
urgente de bailar”. (N. del T.)
[4] Vestimenta colorida, utilizada especialmente por las
mujeres del Este de África. Es un trozo de tela impresa de algodón, de 1.5m por
1m, que tiene por lo regular un borde en sus cuatro costados. Estos exhiben a
menudo leyendas impresas en suajili, kiswahili o lingala (N. del T.).
Arturo Hernández González
(Bogotá D.C, Colombia)
Poeta, traductor y
docente colombiano, especialista en pedagogía universitaria. Parte de su obra narrativa,
poética y ensayística puede ser consultada en las publicaciones de Humus (Universidad La Serena, Chile), Pluma y Tintero (España), La Caída (Pontificia Universidad
Javeriana, Colombia), Demencia
(Colombia-México), Monolito (México),
Fundación Otraparte (Colombia), Cronopio (Colombia), Gregario (Centro Internacional de
Estudios Literarios, México), Cinosargo (Chile),
Elipsis (Colombia), Águilas y moscas (Colombia), EnSentidoFigurado (México), Quimera (Costa Rica), Colofón (España), Temblor, asidero poético (España), Altazor (Fundación Vicente Huidobro, Chile), Tríada Primate (Perú), Ariadna
(España), Odisea Cultural (España), Carcaj, flechas de sentido (Chile), en
el Periódico Las2Orillas (Colombia), en
la Segunda Antología de Poesía de EdicionesDeLetras
(España, 2013), en la antología Poetas en
Festival (Caza de Libros, 2019) y en las antologías internacional y de
narradores colombianos de Elipsis
Internacional (Colombia, 2021).
Ha traducido al castellano al poeta búlgaro Stefan Tsanev, al poeta
siciliano Ibn Hamdis, a la poeta canadiense Marjorie Pickthall, al poeta alemán
Karl Wolfskehl, a los Premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz (Polonia, 1981)
y Abdulrazak Gurnah (Tanzania, 2021), y a los poetas checos Vitezslav Nezval y
Josef Hora. Prologó la obra de poesía La Voz
de mis Raíces (Enjambre editorial, 2019) del poeta colombiano Waldino
Fosca; el poemario Identidad (Editorial
por el ojo de la aguja, 2016) del
poeta y periodista argentino Leandro Murciego y realizó la introducción a la
edición bilingüe de El Cielo ajedrez (Editorial
El sastre de Apollinaire, 2016), el proemio de El oro de un rayo donde cabe el universo (Elvo Editorial, 2019) y
el epílogo de Altar de Luz y Luna del
poeta español Antonio Agudelo (Editorial Iruya, 2021).
Destacan sus intervenciones en la Feria Internacional del Libro (Colombia, 2012), en el Festival Internacional de Narrativa de la Ciudad de Guatemala (2021), en la radio estadounidense en Punto y Seguido Radio para el programa Debajo del Sombrero (Miami, 2014), en la radio argentina para el programa Noche de Letras 2.0 (2015), en la Fundación Universitaria del Área Andina (Colombia, 2016; 2019) y en las revistas Cinco Centros (México, 2016) e Íkaro (Costa Rica, 2021). Ponente invitado del I Coloquio Nacional Filosofía y Letras Albert Camus (Querétaro; México, 2017) y del IV Coloquio de Literatura (Pontificia Universidad Javeriana, 2019). Jurado del Concurso Distrital de Literatura Caminos y Palabras (2018), de los concursos de literatura convocados en el marco del XIV y XV Festival de las Artes Convidarte (2020; 2021). Poeta invitado al VII Festival de poesía de Fusagasugá (Colombia, 2019).
Es autor de los libros Olor a Muerte, publicado por la Red Distrital de Bibliotecas Públicas (Biblored, 2011; 2012) y Breviario de lo Incierto (2017). Fue honrado con el título honorario Embajador de la Palabra (Museo de la Palabra - Fundación Cesar Egido Serrano, España, 2014; 2018). Ganador del I Premio Literario Internacional Letras de Iberoamérica – Poesía (México, 2017). Traductor oficial de la organización para la difusión económica Democracy at Work (Estados Unidos). Es el Director de la Revista Internacional de Cultura y Artes Noche Laberinto.
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