Los beatniks y el sistema por Italo Calvino

 



  

Conferencia pronunciada en marzo de 1962 en Turín, Milán, Roma y Nápoles con el título «Beatniks, arrabbiati, eccetera y publicada en Le conferenze dell’Associazione Culturale Italiana, fasc. VIII, 1961-1962. Transcribo la parte central de la conferencia, que consiste en una reseña internacional de posturas literarias de mayor vinculación a la actualidad inmediata. Partes de este texto se han publicado como artículos en Il Giorno del 18 de mayo y del 6 de junio de 1962.


Los libros de los sociólogos, de los moralistas y los críticos de la civilización contemporánea ocupan, de unos años a esta parte, un lugar destacado en las lecturas de todos nosotros, de forma que el vocabulario con el que interpretamos nuestra vida cotidiana se ha enriquecido con expresiones que se han hecho muy pronto familiares, como «alienación, «industria cultural, «persuasores ocultos, «hombres de la organización, «masa solitaria y así sucesivamente. El panorama que se nos presenta no es realmente de color de rosa. Yo, que soy obstinadamente optimista, pienso que la civilización humana ha tenido momentos peores, y para asegurarme busco paralelos históricos que puedan aplicarse a nuestro caso. Sólo he encontrado una cosa que cuadra, pero que no sé si podrá serviros de consuelo: estamos viviendo la época de las invasiones bárbaras.

Es inútil que miréis a vuestro alrededor tratando de descubrir a los bárbaros entre alguna categoría de personas, porque esta vez los bárbaros no son personas sino cosas. Son los objetos que hemos creído poseer, pero que nos poseen; es el desarrollo productivo que debía estar a nuestro servicio, pero del que nos estamos haciendo esclavos; son los medios de difusión de nuestro pensamiento, que continuamente están tratando de impedirnos que pensemos; es la abundancia de bienes que no nos dan el bienestar sino la ansiedad de un consumo forzado; es la fiebre de la construcción, que está imponiendo un rostro monstruoso a todos los lugares que nos eran queridos; es la falsa plenitud de nuestros días, en los que amistades, afectos y amores se marchitan como plantas sin oxígeno y en los que nada más nacer se apaga todo coloquio con los demás y con nosotros mismos.

Y es evidente que la lista de las cosas bárbaras y opresoras no puede culminar más que con la evocación de aquella que las comprende a todas, que las simboliza y las hace vanas, la cosa bárbara y opresora por excelencia, la bomba que puede poner fin a la historia humana.

Al igual que frente a las infiltraciones de los hunos y de los godos en los territorios del Imperio, la resistencia de las conciencias se hace cada vez más débil, la cultura está casi deslumbrada por la aparente vitalidad de la barbarie, de ese impulso que parece fatal como una fuerza de la naturaleza, de forma que cada día nos damos menos cuenta de que han sido invadidas nuestras provincias, y la mañana en que el periódico traiga al final de una página de crónicas y en un cuerpo del seis, la noticia de que Odoacro ha depuesto a Rómulo Augústulo volveremos la página sin prestarle atención.

¿Y los iluminados, los monjes, los ermitaños? ¿Aquellos que frente a la devastación del mundo antiguo se alejaban en turbas de la sociedad civil, vestían su sayal, se agrupaban en sitios apartados, se aislaban en los desiertos y aceptaban como única verdad la verdad celeste, practicaban flagelaciones, ayunos y otras locuras, predicando el rechazo de todos los valores terrenos y el advenimiento del Apocalipsis?

También ahora hemos vuelto más o menos a todo aquello. Repasando nuestras lecturas más recientes pasemos de la estantería de los ensayistas a la de los escritores de creación, a los poetas y a los autores más jóvenes de América y de Europa. ¿Qué es lo que encontramos?

Encontramos a turbas de jóvenes que, al descubrir que el imperio del hombre está cayendo en poder de las cosas, se niegan a integrarse, declaran la guerra a la civilización de los frigoríficos y de los televisores y niegan todos los valores constituidos de Occidente y de Oriente. La única realidad que aceptan es la liberación del subconsciente y el éxtasis cósmico; llevan barbas descuidadas, visten de forma casi frailuna, fundan sus colonias en los barrios baratos de las distintas metrópolis, se drogan y hacen o dicen que hacen otras tonterías, y evocan el Apocalipsis del hongo atómico como su escenario natural.

Un momento. No perdamos la calma. Sólo estaba describiendo la situación y no era mi idea invitaros a seguirlos. Y tampoco quería haceros derramar lágrimas por las derrotas del humanismo y por la victoria fatal de la barbarie mecánica. Este tipo de lamentaciones las oímos todos los días y no hay necesidad alguna de que una mi voz al coro. No tenemos un pasado que suscite francamente nuestra añoranza. El imperio que hay que defender de la barbarie no ha existido nunca, o sea, está todavía por existir; es el dominio de la inteligencia humana sobre el desarrollo caótico y potencialmente catastrófico de esta civilización de la técnica, de la organización y de la producción en masa en la que nos hallamos viviendo y que reconocemos como nuestra. Las fronteras que el enemigo acecha no han sido aún trazadas sobre la tierra, sino sólo en nuestras ideas, en nuestros sueños y en nuestra voluntad. Se trata, pues, de un imperio que tiene esta gran ventaja sobre el antiguo imperio romano: como no ha existido nunca en la realidad, nunca ha alcanzado su apogeo ni su decadencia, por lo tanto no podemos decir que no pueda vencer.

Desde hace aproximadamente un siglo, la actitud hacia este aspecto del mundo que llamamos civilización industrial condiciona la posición de todos los escritores y pensadores y de todos los movimientos de cultura. Ha habido una gran mayoría de propuestas de rechazo o de evasión, como el esteticismo, el espiritualismo, el culto por lo primitivo y por el subconsciente, etcétera.

Entre estas propuestas había algunas malas, otras pésimas, pero otras incluso buenas u óptimas en sí y por sí mismas, como por ejemplo irse a vivir a las islas del océano Pacífico; sin embargo no eran verdaderas soluciones, no resolvían el problema. Tal vez sea ésta la razón por la que nuestras exigencias han sido distintas y pueda decirse que en Italia, desde el final de la última guerra en adelante, la cultura del rechazo y la evasión del mundo moderno no ha tenido mucho éxito. Nuestro impulso ha sido el de entrar en la historia, el de sumergirnos en el mundo de la civilización industrial y aceptarlo, para poder guiarlo y transformarlo. Nuestras opciones en el campo de las ideas filosóficas, morales, políticas y estéticas han surgido siempre en vista a una transformación de este mundo de irracional a racional, de opresor y «alienante a sometido a nuestra voluntad, instrumento de la libertad humana.

Y cuando veíamos que en otros países una parte de la juventud se movía en una dirección contraria, es decir, en la negación total, en la rebelión individual sin ninguna perspectiva histórica, considerábamos que estos fenómenos eran marginales y retardatarios, que constituían nuevas versiones de una actitud de evasión y de irresponsabilidad que ya habían tenido su momento en la historia de la cultura. A pesar de ello, ya veis que hoy he elegido como tema de mi conversación estos aspectos. ¿Significa que algo ha cambiado? No, no es que piense de forma distinta a como pensaba antes sobre el valor de estas formas de nihilismo juvenil; lo que pasa es que he entendido que no son un hecho marginal y epidérmico, sino consustancial e intrínseco a este momento de desarrollo contradictorio de la civilización; he comprendido que, pese a servirse de un material ideológico y poético ya usado y tomado de prestado, expresan sin embargo algo que es sólo de nuestro tiempo […]. El problema que la beat generation se ha planteado es cómo vivir hasta el fondo nuestra naturaleza humana en un mundo que cada vez resultará más perfectamente artificial. Los beatniks han ido a los hechos, aceptan este mundo construido totalmente por el hombre como si fuera un escenario natural, pero no comprenden por qué tendrían que compartir las reglas y los principios del juego sobre el que se funda. La civilización industrial, lujuriante como una jungla, tiende a englobarlo todo y a que todo crezca a su ritmo, incluso los fermentos de rebelión. Pienso que una parte predominante en la formación de la mentalidad beat proviene más de la tranquila certeza en la prosperity de la affluent society que del peligro atómico. Una economía perfectamente organizada reparte sus frutos como una naturaleza indiferente. ¿No ha de llegar tal vez el día en que la producción sea dirigida por autómatas y el trabajo manual consista en apretar un botón de vez en cuando? Los beatniks son los nuevos salvajes de una jungla mecánica y ajena.

[…] Lo que sucede en Italia es más difícil de entender porque estamos dentro de ella. Se diría que Italia ha permanecido totalmente fuera de todo esto. Los libros que se publican y que tienen más éxito llevan, como sello de la época, una progresiva desconfianza en la historia, aunque no lo afirmen voces airadas o nihilistas, sino más bien las tranquilas y domésticas muchachas de Carlo Cassola.

El único italiano realmente airado es Elémire Zolla, pero su disgusto y su odio hacia la vulgaridad del mundo idiotizado por la industria cultural tiene su origen en la conciencia ofendida de un esteta.

Tan escasa de rebeldes está la literatura italiana que nuestros biempensantes, teniendo necesidad de que por lo menos hubiera uno para exponerlo al vituperio público, han elegido al más clásico, al más virgiliano, al más apasionadamente maestro de todos nosotros, Pier Paolo Pasolini, el único para quien la tradición es carne de su carne, el único que hace cuestión de amor propio el empleo de las formas literarias que sólo los biempensantes amaban todavía (la poesía de las odas cívicas y la del dialecto populachero), el único que con respecto a la moral sigue creyendo que todo es cuestión de pecado y redención.

¿Cómo definiremos entonces nuestra actitud? Ya hemos hecho antes alguna leve alusión a ella. Nuestra generación, que se asomó a la vida pública durante la posguerra, no se ha caracterizado por su excentricidad ni por algún tipo de bohemia, sino por saber qué era lo que quería, por preferir las ideas bien definidas, por plantearse problemas de clase dirigente. Los ejemplos típicos de esa generación son sobre todo dirigentes sindicales o políticos, hombres que trabajan en los despachos de las grandes empresas, docentes universitarios, arquitectos… Algunos se habían declarado «revolucionarios desde el principio, mientras que otros, en cambio, han tendido siempre hacia la «integración en el sistema. Pero nunca ha habido una gran diferencia exterior ni psicológica entre unos y otros. Tanto los unos como los otros han sido individuos cautos, reflexivos, posibilistas, han vestido trajes color «gris humo o «príncipe de Gales, han tenido en su casa librerías por elementos y reproducciones de Van Gogh en las paredes, han sentido el gusto por la concreción y al mismo tiempo por las ideas generales, han tenido sentido del humor, pero también cierta dosis de pedantería. Cada grupo tiene su terminología poco comprensible para los no iniciados, pero muchos de sus términos han pasado rápidamente de la jerga de un grupo a la del otro, del mismo modo que ha habido intercambio de personas de uno a otro grupo sin que se produzca ningún cambio sustancial. También aquellos de entre nosotros que han elegido dedicarse a escribir o a otras artes se han modelado sobre este tipo humano, considerándose especialistas de un «servicio especial, necesario a una sociedad que quiera valerse del conjunto de los más refinados instrumentos de conocimiento y de interpretación, y han tenido presente como propio ideal público una posible clase dirigente nueva y moderna.

La vocación de nuestra generación ha sido la de «dirigir, y ahora ha llegado el momento de preguntarnos: ¿Ha llegado a dirigir realmente algo? ¿Ha llegado a cambiar algo dentro del sistema gobernado por los grandes complejos industriales o en la organización de la oposición al sistema? A primera vista se siente uno inclinado a contestar que sí: muchas cosas han cambiado en uno y en otro campo, como también han cambiado en el panorama cultural. Nuestra generación ha visto afirmarse muchos de sus ideales y muchos de sus hombres han conquistado puestos clave. Pero en el mismo instante en que nos felicitamos a nosotros mismos por haberlo previsto todo y haber seguido el camino adecuado, nos damos cuenta de que las cosas son muy distintas de como las habíamos previsto.

Al impulso cada vez más fuerte del consumo cultural corresponde una cada vez más acusada inmovilidad creativa; la sociedad de la producción de masas y de las perspectivas de bienestar puede empezar a manifestarse como una encerrona también para nosotros; la tensión moral que queríamos mantener a salvo se estanca en el lodazal de los compromisos cotidianos; los hombres de los despachos de las grandes industrias se dan cuenta de haber triunfado demasiado deprisa, y de haber sido asimilados por el sistema que querían transformar desde el interior; los hombres de la oposición revolucionaria se dan cuenta de que la antítesis que proponían resulta parcial, que las dos partes en pugna se condicionan recíprocamente, que la línea divisoria entre lo que combatimos y lo que deseamos es una línea quebrada e incierta; los escritores y los artistas que querían dar un estilo a su época se encuentran inmersos en una ecléctica coexistencia de todos los estilos y de todas las poéticas; todos los esposos y las esposas se han divorciado y se han vuelto a casar con otras personas de las que también quisieran divorciarse.

Incluso aunque, a fin de cuentas, no es mucho lo que tenemos que lamentar, la actitud dominante es la insatisfacción. Aún diría que lo malo es que no sabemos si es peor sentirse satisfechos o insatisfechos. La insatisfacción puede ser el síntoma de una vida perdida. La satisfacción, el síntoma de la pérdida del alma.

Diríase que el mobiliario sueco que durante años distinguió la decoración de nuestros apartamentos antes de hacerse de uso general, nos ha hecho lentamente un poco suecos. Somos una generación sueca en el país menos sueco del mundo.

Y una nueva generación de jóvenes abre los ojos a este paisaje artificial como si fuera natural, como si este laberinto que hemos visto ir cerrándose trozo a trozo a nuestro alrededor con los materiales de las más heterogéneas procedencias fuese algo que siempre hubiera existido, algo sobre lo que se pasara la mirada como sobre una superficie uniforme. Y nos llega el miedo de que también ellos, en la misma forma en que aceptan todo, también lo nieguen todo, nieguen los valores divulgados y los valores ocultos, nieguen que exista una dirección, un punto de partida y unos puntos de llegada, y en este rechazo e indiscriminación nos metan también a nosotros, que somos apenas más viejos que ellos, como si ya hubiéramos entrado a formar parte del paisaje, como los remates de yeso en lo alto de los viejos edificios cubiertos por una maraña de antenas de televisión.

Entonces, ¿también nosotros? ¿O llegaremos a encontrar un camino distinto, un camino que sirva también para Europa, para América…?

Alguien me ha acusado recientemente de pintar cuadros desastrosos de la situación, muy ricos en detalles, para poner después todo en su sitio, en pocas palabras, explicando lo que hay que hacer para encontrar la salida.

Esta vez no será así; desearía que volvierais a vuestras casas con alguna preocupación que rumiar, al menos por esta noche.

Sólo os diré que no quisiera que la nueva generación fuese una beat generation, pero desearía que heredase, junto a nuestra actitud positiva hacia la vida, nuestra inevitable, amarga y sacrosanta insatisfacción.



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