Dos poéticas
El hecho de que toda poesía nazca de un mito, de un extático y atormentador entusiasmo contemplativo (la inspiración) que se celebra en una enrarecida atmósfera sobrehumana, no supone necesariamente que la obra poética ofrezca aspectos enrarecidos, divinos o angélicos, es decir, míticos. El momento mítico es por naturaleza prehistórico, liminar: no bien se lo vislumbra o se lo roza, lo que de él es discernido o tocado cae en la historia, en la vida humana, y vive allí no ya míticamente, sino como volición, como fantasía poética, como pensamiento, según las leyes de la realidad.
Siempre ha sido así en la vida del espíritu. Pero desde el momento en que la especulación se ha enseñoreado de este concepto (como «universal fantástico», «momento auroral», «mito», etc.) y lo ha elaborado teóricamente, las poéticas de los creadores han tendido a erigir el «efecto mítico» en fin supremo de su operación humana, han perseguido al enrarecimiento, divino o angélico, como el tema más apropiado, como el único tema todavía digno de sus esfuerzos. Las páginas y las telas se han llenado de «puras intuiciones», de «momentos aurorales», de «inefables raptos»; así como otros creadores, ante la evidencia de que la poesía, como toda la cultura, está genéticamente determinada por la situación económica en la que nace, se han empeñado en limitar el tema a la constatación de esa causalidad económica y política. Elección, en ambos casos, poco menos que inevitable, ya que si en cierto momento de la historia la especulación descubre y aísla un determinado concepto de la realidad, ello no ocurre por azar, sino en virtud de que los espíritus son particularmente sensibles a la realidad interior comprendida en aquel concepto, son espíritus grávidos de ese mito. La teoría misma del mito nos obliga a admitir como legítima la elección (que no es, por otra parte, una elección, sino más bien una condición de sinceridad). Sin embargo, a todos nos fastidia hoy la poesía «enrarecida», sus géneros ya codificados: el poemita en prosa, la «ocasión» hermética, la prosa evocativa, el «capítulo», la fábula realista-mágica, etc. Ha imperado en la Italia de entreguerras, ha sido —junto con la prosa ensayístico-irónica y el «elzevir»— la voz genuina de aquellos años; en ella se encarnó sin duda alguna el entonces más preciado y fértil mito de nuestra cultura. Pero el descubrimiento y la reducción a discurso poético de ese mito fueron acompañados del correspondiente intento teórico (apoyándose para ello también en ricas experiencias extranjeras), y llegó un momento en que se aspiró a lo «angélico» no porque el mito del angelismo fuese un apremio irracional, sino porque la esencia de la poesía se había limitado racionalmente al angelismo o mitismo. Así mueren todas las poéticas cuando materializan sus descubrimientos teóricos, cuando transforman en tema exclusivo lo que era simple toma de conciencia de las condiciones. Esto, si bien se mira, sucede cuando la teoría del hecho estético está en elaboración, cuando un momento de ese hecho es presentido por las poéticas de los creadores, pero todavía no está asumido o racionalizado por la teoría. Es entonces como si el nuevo momento resolviera en sí toda la actividad poética, y tras el ejemplo de los inspirados por el nuevo mito —creadores genuinos— marchan todos los epígonos, que sienten una necesidad maquinal de reducir a norma, a precepto, la intuición de los otros.
En nuestra opinión, ha llegado la hora de tomar este angelismo mítico por lo que realmente es: una indebida confusión del momento metafísico, inefable, de toda la vida espiritual incipiente, con la realidad de la poesía, que es discurso humano explicitado, en torno a las cosas humanas. El mito es idealmente previo a la forma, si bien es alma de todas las formas; la poesía es forma fantástica de la realidad. La poética angélica, en distintas formas y aproximaciones, empezó a tentar a los espíritus hace dos siglos, cuando la cultura laica descubrió más allá de la razón y el experimento otros medios de conocimiento —la intuición, la participación mística—, cuando se empezó a hablar de romanticismo. La otra poética —«todo momento de la vida histórica está condicionado por la situación económica de la sociedad»: el llamado «neorrealismo»— se remonta, con sus primeros conatos, al mismo momento histórico (la revolución industrial burguesa). Sería interesante indagar el porqué de este fatal entrelazamiento genético y evolutivo de dos poéticas aparentemente tan discordantes. Toda la historia cultural de los últimos siglos es, con nombres diversos, una continua oscilación entre estas dos poéticas; pero la cosa no es un misterio para quien trata de comprender lo ocurrido apelando ante todo a la determinación económico-social. Se trata del reflejo dramático de una lucha política, de la oscilación entre momentos involutivos, de estancamiento (angelismo), y momentos progresistas, audaces (realismo).
Y el enfrentamiento de estas dos posiciones en los años de la guerra reciente, la declinación (no sólo en Italia) del angelismo hermético y la prosperidad y difusión, sobre todo en Italia, del llamado neorrealismo son también un reflejo peculiar de las luchas y de las transformaciones políticas en curso. Nos basta con esta breve reseña del problema. De momento, lo que nos interesa es establecer que el neorrealismo no tiende, como algunos temen, a limitar el campo del discurso poético, sino que orienta decididamente su fantasía hacia un panorama histórico universal, y la invita a recrearse y agotarse en esa multiforme realidad humana. El neorrealismo se limita a advertir que será provechoso para el poeta el ser siempre consciente de la correspondencia formal entre la estructura económica de un momento dado y todas sus manifestaciones espirituales. Así expuesta, la advertencia neorrealista se asemeja al conocimiento que se tiene de cualquier ley natural («las aves son ovíparas»), y de ella puede y debe el poeta sacar el partido que saca de las leyes naturales, que son condiciones, y no necesariamente temas, de su trabajo.
Es evidente que nuestra teoría del mito no es nociva para tal poética: aunque en el planteamiento de su obra el neorrealismo tenga en cuenta la determinación económica (como, por lo demás, las leyes naturales o psicológicas), ningún tema humano le está por principio vedado. El mito que lo enfervoriza y lo impulsa a la elaboración fantástica es ciertamente, por definición, prehistórico, es un momento absoluto, pero tan pronto como es apresado se convierte en momento espiritual, sujeto a las categorías y condiciones de la historia. No obstante, si es un mito genuino, no podrá florecer más que en el terreno de toda la cultura existente, y en consecuencia en el de la más científica interpretación de la historia; de no ser así, se trataría de pura superstición, resto arcaico, falso estupor ante un misterio postizo. Pero cuando este conocimiento histórico pasa de condición de la realidad a tema exclusivo de poesía empiezan los desaciertos. También la poética que nos ocupa puede llegar a materializar sus descubrimientos teóricos. Así ocurrió antaño con la poética del verismo —formulación decimonónica del neorrealismo—, cuando lo que en principio era estupor se convirtió en cliché. Pero entonces se habrá entrado en la superstición, y el economicismo se juntará al angelismo en el limbo de la retórica. Huelga decir que ese día los espíritus atentos habrán encontrado ya en otra parte, en una diferente y más avanzada teoría de la realidad, la condición de su trabajo fantástico.
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