Beckett: El galán metafísico
Un
dicho popular nos puede servir para justificar estas líneas: «¿Qué le hace una
mancha más al tigre?» Porque la obra y la persona de Samuel Barclay Beckett
produjo ya tantas hojas que una más no va a alterar el conjunto. Estudios
psicoanalíticos, lingüísticos, filosóficos, cabalísticos y hasta una abultada
biografía de James Knowlson —todavía sin traducción al español— forman el
cuerpo inmenso de la hermenéutica del irlandés. Una mónada crítica muy
singular: por un lado se habla de él como de un hombre huraño a los encantos de
la fama, casi un personaje invisible de esos que dibujaba y esculpía su amigo
Giacometti. Algunos de los que lo frecuentaron lo describen como un santo:
«Beckett habla como lo hacen sus personajes, con dolorosa excitación, temeroso
de comprometerse con la palabra». Esto lo dice Israel Shenker, que lo
entrevistó alguna vez en París. Y el mismo tono de encantamiento encontramos en
los libros de colegas, amigos, parientes y críticos que se acercaron a Beckett.
Queda la impresión de que trataron con un holograma y no con una persona de
carne y hueso. Sin embargo, tengo sobre la mesa donde escribo un libro hecho
sólo con fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. La lista de
fotógrafos es larga: Brassai, Wells, Bauer, Davidson, Bresson, Avedon y muchos
otros. En el simulacro del papel y la luz, Sam (como le decían) se muestra bien
predispuesto para la foto. Es un maduro galán metafísico con una pilcha
existencialista elegida con sumo cuidado: poleras grises o negras, sacos de
corderoy, pilotos oscuros y hasta hay un retrato en el que está sentado al lado
de un tacho de basura, como metáfora de toda su obra. Por sobre todas las
cosas, impacta su rostro de águila vieja y melancólica. Un águila que ya vieja
podía divisar a su presa desde lo alto de la cima donde se encontraba. Los
lugares donde es fotografiado también llaman la atención: está en la entrada de
un teatro, en el set de filmación, en el escritorio de su casa de Ussy, en su
casa de París, en la calle, en un callejón, en la nieve, en un bar de París.
Ninguna foto es robada, en todas mira a la cámara.
Así
que convengamos que el irlandés no parecía un hombre tan esquivo a la fama y la
admiración; no había logrado, como sí lo lograría Thomas Pynchon, suprimir el
deseo de ser reconocido.
Otra
cosa simpática es la persistencia de cierta crítica en adjudicarle a Beckett la
dudosa hazaña de «haber llevado la novela a su fin». No cabe duda de que con
respecto a este punto existe una lectura parasitaria que, en vez de ir a las
obras, trabaja sobre los comentarios ya establecidos y que lograron cierto
reconocimiento. Para estos había llegado al mundo el último escritor y se
preguntaban, retóricamente: ¿se puede seguir escribiendo después de Beckett? La
respuesta, amigos, está soplando en el tiempo: sí. Cuando un escritor es
extraordinario —como lo es el papá de Molloy—, lo que hace es abrir la paleta
de percepciones, no clausurar. A lo sumo, la pelea por el agotamiento de la
obra es algo que padece él consigo mismo. Fue el trabajo de Beckett el que se
fue apagando como una brasa y no «la Novela» o «el Teatro» o «la Poesía», que
gozan, todavía, de una excelente enfermedad.
Siempre
me gustaron los escritores que no te salen a buscar, que aparecen porque es
imposible no cruzártelos en algún momento, más allá del aparato publicitario
que las editoriales monten para que te los des de trompa. Hace muchos años un
amigo tuvo que escaparse sin pagar de un cámping en Miramar. Como yo estaba
también en el mismo lugar, me pidió que a la noche le desarmara la carpa y se
la sacara encanutada. Cuando hice eso, se cayó al pasto —desde adentro de la carpa—,
un libro grueso y blanco: era Molloy.
«Estoy de nuevo en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo el que vive aquí», leí.
Cerré el libro, abrí en otra página: Molloy relataba un sistema para chupar
piedras sacándolas de un bolsillo, pasándolas por su boca y volviéndolas a
colocar en el otro bolsillo. Nunca había leído algo así. Estas páginas son la
parte central de la obra de Beckett. Ahí lo dejás o —si las pasás— ya no volvés
a ser el mismo, ni tu concepción de la literatura vuelve a ser la misma. Beckett
venía trabajando en Molloy mucho
antes de que este personaje se llamara así; ya en los relatos de «El
expulsado», «El calmante» y «Primer amor» (todos breves y muy similares), se
prefiguraba el tono y el personaje que harían eclosión bajo el nombre de Molloy
cuando, como dijo el escritor, «comprendí mi estupidez». Estos relatos ya
estaban escritos en la lengua de René Descartes, otro de los benditos temas de
los exégetas beckettianos: ¿por qué decidió pasar de su inglés natal al
francés?
«La
hoja penetró por encima del corazón, este está herido, lo mismo que el pulmón,
pero la pleura y los tejidos que lo rodean no están perforados… la herida no
tendrá consecuencias perniciosas… una vez más Beckett ha salido bien parado».
Estas líneas certeras fueron escritas por James Joyce en una carta a un amigo.
Contaba en ellas el estado clínico de Beckett, después de que fuera atacado con
un cuchillo por un linyera, sin motivo aparente, en las calles de París. Lo que
resulta peculiar del párrafo es el final que le da Joyce: «Una vez más Beckett
salió bien parado». Los dos irlandeses se conocieron en París y rápidamente se
hicieron íntimos. Aunque Beckett se cansó de explicar que él nunca fue
discípulo de Joyce, como se dice en muchas de las contratapas de sus libros, es
seguro que la relación no era de igual a igual. Joyce pensaba que Beckett tenía
algún talento y hasta sabía apreciar el final de Murphy, una de las primeras novelas de su compatriota. Pero no
mucho más. Por otra parte, Joyce se consideraba —su correspondencia es
contundente en esto— una especie de Dios de la literatura. Así que no es
difícil imaginar que, para su verticalismo, todos los que formaban parte de su
círculo íntimo en París —y que se movían con propulsión a Joyce— fueran, para
él, algo así como sus secretarios.
«Una
vez más Beckett ha salido bien parado.»
La
frase se vuelve perturbadora cuando pensamos en la relación que marcó a los dos
escritores. Joyce parecía estar dotado con el genio de la lengua. Era un
agujero negro que consumía todo lo que pasaba cerca de su zona de influencia. Y
le debe haber resultado muy difícil a Beckett sacar la cabeza fuera del líquido
amniótico joyceano con semejante presión. Por ejemplo, cuando reflexionaba
sobre su maestro en un libro de ensayos para celebrar el work in progress,
decía: «Joyce no escribe sobre algo; su escritura es ese algo mismo… si el
sentido es dormir, las palabras se van a dormir… si el sentido es bailar, las
palabras bailan». Nosotros sabemos cuáles fueron los resultados de la batalla
que libró Beckett contra Joyce (y no estamos hablando del sistema
psicodeportivo que popularizó Harold Bluff en La angustia de las influencias). El terreno de combate son sus
primeros libros en inglés: Murphy, Watt, Belacqua en Dublín. En algún momento de ese scrum, Beckett se dio
cuenta de que un escritor tiene siempre que ir en contra de su habilidad:
«Cuanto más sabía Joyce —escribió—, de tanto más era capaz. Como artista se
esforzaba por alcanzar la omnisciencia y la omnipotencia. Yo trabajo con
impotencia y con ignorancia». En los primeros libros en inglés —el lenguaje
donde moraba el genio de Joyce— Beckett apenas llegaba a los fuegos
artificiales. Una tarde, le dijo a Maurice Nadeu: «No puedo escribir, no estoy
todavía lo suficientemente abajo». Con el tiempo, llegaría hasta las
profundidades del topo de Kafka.
«Ya
te darás cuenta de que no hablo con frecuencia el francés. Sin embargo, contigo
prefiero esa lengua a la mía, pues, para mí, hablar en francés es hablar, en
cierta manera, sin responsabilidad, o como decimos ahora, en sueños». Así se le
declara —desde hace mucho tiempo— el joven Hans Castorp a su amada Clawdia
Chauchat en La montaña mágica. En su
alemán natal no puede hacer nada, está paralizado para hablarle. Pero en el
francés consigue lanzar la bola, chico. Beckett también. Pero si nos quedáramos
sólo en un plano literario no le estaríamos haciendo verdadero honor a la
decisión de Beckett de pasar al francés. Me explico: cuando estalla la guerra,
nuestro escritor se encuentra en Irlanda, que era neutral. Pero inmediatamente
decide volver a París, que está a poco de caer bajo los alemanes. Es decir,
prefiere la incertidumbre y el peligro antes que la tranquilidad anodina de la
neutralidad. En las valijas que llevaba junto a su mujer mientras pasaba hambre
e intentaba establecerse en una Francia ocupada, estaba la traducción que venía
haciendo de Murphy al idioma en el
que después decidiría quedarse para escribir su famosa trilogía. En ese
itinerario que lo lleva a pueblos alejados de París, se cruza con James Joyce,
a quien ve, como cuenta en una carta a un amigo, «fuera del tiempo». Y era así.
Para Joyce, la Gran Guerra era sólo un obstáculo que impediría la lectura del Finnegan’s Wake, el libro en el que
había estado trabajando sus últimos diecisiete años. Beckett, en cambio, estaba
en la historia, estaba en la lengua, que era el francés. No se puede dejar de
lado esta decisión de ser protagonista de los hechos al asumir la
responsabilidad de entrar como correo de la resistencia francesa, y la importancia
que esta tiene a la hora de decidir escribir en la lengua del pueblo por el que
estaba luchando. De la misma forma, Paco Urondo buscaba la palabra justa con la
pastilla de cianuro en el bolsillo.
Al
pasar del inglés al francés se liberó estilística y espiritualmente. Ya no para
ser el último escritor o destronar a Joyce, sino para complementarlo y expandir
la potencia de la lengua.
Me
gusta pensar la literatura no como una línea recta sino como una constelación
donde conviven las obras más dispares en un paradójico momento de simetría.
Como escuché decir en un programa de televisión new age: sabemos que la idea
positivista del tiempo lineal sólo fue útil para la creación de los relojes
digitales de plástico.
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