LOS
ALEMANES SOBREVOLARON esta casa anoche y anteanoche. Aquí están otra vez. Es
una experiencia extraña, estar acostada en la oscuridad y oír el zumbido de la
avispa que en cualquier momento puede clavarnos su mortífero aguijón. Es un
sonido que interrumpe el pensamiento sereno y consecutivo sobre la paz. Sin
embargo, es un sonido que —mucho más que las plegarias y los himnos— debería
instarnos a pensar en la paz. Hasta que no hagamos existir la paz con el poder
de nuestros pensamientos, todos nosotros —no solo este cuerpo en esta cama sino
los millones de cuerpos que todavía no han nacido— yaceremos en la misma
oscuridad y oiremos el mismo zumbido de la muerte sobre nuestras cabezas.
Pensemos qué podemos hacer para crear el único refugio antiaéreo eficaz,
mientras la artillería continúa disparando pum pum pum en la distancia y los
reflectores atraviesan las nubes y, de vez en cuando, en ocasiones casi al
alcance de la mano, en ocasiones muy lejos, cae una bomba.
Allá
arriba, en el cielo, los jóvenes ingleses y los jóvenes alemanes están
enredados en mutuo combate. Los defensores son hombres, los atacantes son
hombres. No se entregan armas a las mujeres inglesas, ni para combatir al
enemigo ni para defenderse. Esta noche, la mujer inglesa debe yacer sin armas.
No obstante, si cree que en ese combate que transcurre en el cielo los ingleses
luchan para defender la libertad y los alemanes para destruirla, debería
pelear, hasta donde pudiera, del lado de los ingleses. ¿Hasta qué punto se
puede pelear por la libertad sin armas de fuego? Fabricando armas, cosiendo
ropa o preparando comida. Pero existe otra manera de pelear sin armas por la
libertad; podemos pelear con la mente. Podemos forjar ideas que ayuden al joven
inglés que está peleando allá arriba, en el cielo, a derrotar al enemigo.
Pero,
para que las ideas sean eficaces, debemos poder dispararlas. Debemos ponerlas
en acción. Y la avispa que zumba en el cielo despierta a otra avispa en la
mente. Esta mañana se alzó una voz en el Times,
la voz de una mujer que decía: “Las mujeres no tenemos nada que decir en
política”. No hay mujeres en el gabinete, ni tampoco en ningún puesto de
responsabilidad. Todos los hacedores de ideas que están en posición de
concretar esas ideas son hombres. La sola idea obnubila el pensamiento y
estimula la irresponsabilidad. ¿Por qué no enterrar la cabeza en la almohada,
taparse los oídos y abandonar la fútil actividad de tener ideas? Porque existen
otras mesas, además de las mesas oficiales y las mesas de conferencias. Si
abandonamos el pensamiento particular, el pensamiento de la mesa del té porque
parece inútil… ¿no estaremos privando al joven inglés de un arma que podría
resultarle valiosa? ¿No estaremos enfatizando nuestra incapacidad porque
nuestra capacidad nos expone quizás al maltrato, quizás al desprecio? “No
abandonaré el combate mental”, escribió Blake. El combate mental significa
pensar contra la corriente, no con ella.
Esa
corriente fluye veloz y furibunda. Brota como un reguero de palabras de los
altavoces y de los políticos. Todos los días nos dicen que somos personas
libres que luchamos por defender la libertad. Esa es la corriente que ha
empujado al joven aviador al cielo y lo mantiene volando en círculos entre las
nubes. Aquí abajo, con un techo sobre nuestras cabezas y una máscara antigás a
mano, nuestra tarea es pinchar esos globos falsos e ilusorios y descubrir
semillas de verdad. No es cierto que somos libres. Ambos somos prisioneros esta
noche: él encajonado en su máquina, con un arma a mano; nosotros acostados en
la oscuridad, con una máscara antigás a mano. Si fuéramos libres, estaríamos a
cielo abierto, bailando, jugando; o bien estaríamos sentados conversando en la
ventana. ¿Qué nos impide ser libres? “¡Hitler!”, gritan los altavoces al
unísono. ¿Quién es Hitler? ¿Qué es? Agresividad, tiranía, insano amor por el
poder manifiesto, responden. Destruyan eso, y serán libres.
El
zumbido de los aviones es ahora como si estuvieran aserrando una rama sobre
nuestras cabezas. Gira y gira en círculos, sin dejar de aserrar esa rama
directamente sobre la casa. Otro sonido empieza a aserrar su camino en el
cerebro. “Las mujeres capaces —era lady Astor hablando desde el Times esta mañana— están oprimidas
debido a cierto hitlerismo subconsciente en los corazones de los hombres”. Por
supuesto que estamos oprimidas. Esta noche somos igualmente prisioneros… los
ingleses en sus aviones, las inglesas en sus camas. Si él deja de pensar, se
arriesga a que lo maten; y a nosotras también. Entonces nos tomaremos la
libertad de pensar por él. Nos tomaremos la libertad de traer a la conciencia
el hitlerismo subconsciente que nos oprime. Es el deseo de agresión; el deseo
de dominar y esclavizar. Incluso en la oscuridad vemos cómo se hace visible.
Vemos vidrieras de tiendas encendidas; y mujeres que miran; mujeres pintadas;
mujeres bien vestidas; mujeres de labios color carmín y uñas carmesí. Son
esclavas que intentan esclavizar. Si pudiéramos liberarnos de la esclavitud,
liberaríamos a los hombres de la tiranía. El alimento de los Hitler son los
esclavos.
Cae
una bomba. Todas las ventanas tiemblan. La artillería antiaérea entra en
acción. Las ametralladoras están ocultas en la cima de la colina, bajo una red
marbeteada con franjas de material verde y marrón para imitar los colores del
otoño. Ahora disparan todas al unísono. En el noticiero radial de las nueve,
nos dirán: “Cuarenta y cuatro aviones enemigos fueron derribados durante la
noche, diez de ellos por la artillería antiaérea”. Y, según proclaman los
altavoces, una de las condiciones para la paz será el desarme. No habrá más
armas de fuego, no habrá ejército, no habrá armada, no habrá fuerza aérea en el
futuro. Los jóvenes ya no serán entrenados para pelear con armas. Eso despierta
otro avispero mental en las recámaras del cerebro; otra cita. “Pelear contra un
enemigo real, obtener honor y gloria imperecederos disparando contra completos
extraños, y regresar a casa con el pecho cubierto de medallas y condecoraciones,
esa era la cima de mi esperanza […]. A eso había consagrado hasta entonces mi
vida entera, mi educación, mi entrenamiento, todo…”.
Esas
fueron las palabras de un joven inglés que combatió en la última guerra. Frente
a ellas, ¿los pensadores comunes y corrientes creen honestamente que si
escriben la palabra “desarme” sobre una hoja de papel en la mesa de
negociaciones habrán hecho todo lo que es necesario hacer? La ocupación de
Otelo desaparecerá, pero Otelo seguirá siendo Otelo. Al joven aviador que surca
el cielo no solo lo guían las voces de los altavoces; otras voces que habitan
en él lo conducen: antiguos instintos, instintos fomentados y celebrados por la
educación y la tradición. ¿Debemos culparlo por esos instintos? ¿Acaso
podríamos apagar el instinto maternal por orden de una mesa atestada de
políticos? Supongamos que, entre las condiciones para la paz, fuera imperativo
que “Tener hijos estará restringido a un grupo muy pequeño de mujeres
especialmente seleccionadas”. ¿Acaso nos someteríamos? ¿Acaso no diríamos que
“El instinto maternal es la gloria de la mujer. A eso he consagrado mi vida
entera, mi educación, mi entrenamiento, todo…”? Pero si para el bien de la
humanidad y para la paz del mundo fuera necesario restringir la concepción de los
hijos y sofocar el instinto maternal, las mujeres lo intentarían. Los hombres
las ayudarían. Honrarían su negativa a concebir hijos. Les ofrecerían otras
alternativas para desarrollar su poder creativo. Eso también debe formar parte
de nuestra lucha por la libertad. Debemos ayudar a los jóvenes ingleses a
arrancarse de cuajo el amor por las medallas y las condecoraciones. Debemos
crear actividades más honorables para aquellos que intentan subyugar su
instinto de combate, su hitlerismo subconsciente. Debemos compensar al hombre
por la pérdida de su arma de fuego.
El
sonido de aserradero sobre la cabeza ha aumentado. Todos los reflectores están
erectos. Apuntan a un lugar exactamente encima de este techo. En cualquier
momento puede caer una bomba en esta misma habitación. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis… los segundos pasan. La bomba no cayó. Pero durante esos segundos
de suspenso todo pensamiento se detuvo. Todas las sensaciones, salvo un pavor
sordo, cesaron. Un clavo fijó todo el ser en una tabla de madera. La emoción
del miedo y del odio es, por lo tanto, estéril, infecunda. En cuanto pasa el
miedo, la mente despierta e instintivamente revive e intenta crear. Dado que la
habitación está a oscuras, solo puede crear de memoria. Busca el recuerdo de
otros agostos en la memoria… en Beirut, escuchando a Wagner; en Roma, caminando
por la Campaña; en Londres. Regresan las voces de los amigos. Retornan
fragmentos de poesía. Cada uno de esos pensamientos, incluso en la memoria, era
mucho más positivo, revitalizante, sanador y creativo que el pavor sordo del
miedo y el odio. Por lo tanto, si vamos a compensar al joven por la pérdida de
su gloria y de su arma, debemos darle acceso a los sentimientos creativos.
Debemos hacer la felicidad. Debemos liberarlo de la máquina. Debemos sacarlo de
su prisión y dejarlo al aire libre. ¿Pero qué sentido tendría liberar al joven
inglés si el joven alemán y el joven italiano siguen siendo esclavos?
Los
reflectores, deslizándose sobre el llano, han detectado el avión. Desde esta
ventana se ve un pequeño insecto plateado que gira y se retuerce bajo la luz.
Las ametralladoras disparan pum pum pum. Después cesan. Es probable que hayan
derribado al invasor detrás de la colina. Un piloto aterrizó sano y salvo en un
campo cerca de aquí el otro día. Les dijo a sus captores, en un inglés bastante
razonable: “¡Me alegra mucho que el combate haya terminado!”. Entonces un
inglés le dio un cigarrillo y una inglesa le preparó una taza de té. Eso
demostraría que, si logramos liberar al hombre de la máquina, la semilla no
caerá necesariamente en un pedregal. La semilla puede ser fértil.
Por
fin, todas las ametralladoras han dejado de disparar. Todos los reflectores se
han extinguido. Vuelve la oscuridad natural de una noche de verano. Vuelven a
oírse los sonidos inocentes del campo. Una manzana cae con un golpe seco en la
tierra. Un búho ulula y cruza aleteando de un árbol a otro. Y ciertas palabras
casi olvidadas de un viejo escritor inglés vuelven a la mente: “Los cazadores
están en América…”. Enviemos entonces estas notas dispersas a los cazadores que
están en América, a los hombres y a las mujeres cuyo sueño aún no ha sido
perturbado por los disparos de las ametralladoras, con la esperanza de que
vuelvan a pensarlas con espíritu generoso y caritativo, y quizás las
transformen en algo útil. Y ahora, en esta mitad del mundo que se halla bajo
las sombras, a dormir.
Escrito en agosto de 1940, para un simposio norteamericano sobre temas de actualidad que afectan a las mujeres.
0 Comentarios