Extracto de Café con piernas - Segundo café: Cristina por Roberto Flores Salgado



SEGUNDO CAFÉ : CRISTINA

Él: administrador de un local de comida rápida. Ella: chica de café. Él: trabaja en el Mall Plaza Vespucio. Ella: en el Café Millenium del subterráneo edificio Alameda Centro. Él: soltero, terminando una relación de años. Ella: comprometida o tal vez no, es decir sí y no, tal vez quizás. Él: 34 años. Ella: 28, muy bien llevados. Él: moreno, eso por su abuelo que fue árabe y que le depositó los genes del comercio. Ella: trigueña, pelo liso dócil, una peloláis cualquiera. 

Eso llamó la atención de él: no era la típica chana de café. Parecía cabra universitaria de familia. Inclusive en el trato. Un plus además de ese café en el que trabajaba: no existía una barra, sino mesas altas, sostenidas por una base y un fierro plateado largo. Ella, profesional y todo, se acercaba sugerentemente, confianza desde un primer minuto. Bacán. Me gustaste, te vengo a ver todos los días. 

No tenía un cuerpo voluptuoso. Es más: demasiado flaca para trabajar acá, pero eso se sublimaba con su ternura, con su pinta de niña ABC1, con su acento ñuñoíno, con su mirada con un tinte de desdén. Su historia, no obstante, era muy distinta a dichas primeras digresiones: tenía dos hijos, los que cuidaba su madre que vivía en San Antonio. La pareja actual, un tipo con claros rasgos de depresión endógena, sabía que trabajaba ahí, pero le daba lo mismo. 

Ella : Y tú, ¿eres casado?

Él : No. Pero viví con alguien cinco años. 

Ella : y ¿qué hacía ella?

Él : Era psicóloga. Pero no se notaba. Tú sabes, era medio histérica. 

Ella : ¿Quieres azúcar o sacarina?

Él : Azúcar. Con dos cucharadas está bien. ¿Y a qué se dedica tu hombre?

Ella : Es músico. 

Él : ¿Toca en algún pub o algo así?

Ella : No. Es Tuba  de la Orquesta Sinfónica Nacional. 

Él : Chucha. ¿Y qué mierda  haces acá?

Ella : No sé, trabajo acá, supongo. ¡Qué rara pregunta! Es obvio que trabajo acá. 

Él : Me refería a que hay cierta incongruencia entre él y tú, al menos en lo que respecta a esto. ¿Me convidas más soda?

Ella : Claro. 

Durante varias semanas conversaron, siempre en torno a un café frapuccino con soda. Ahí él le robó otros detalles de su vida: los hijos tenían siete y cinco años, la mamá vivía con el papá; ambos no sabían que ella trabajaba en un café, vivía con su pareja en el departamento de éste, pero las cosas no estaban bien, y algunas noches pernoctaba donde una amiga, según era el ánimo inestable del músico; éste estudió en la Chile y trabajaba de marzo a diciembre, por lo que debía ahorrar durante el año para los meses de vacaciones obligadas. 

Él : ¿Te animas a ir esta noche al patio Bellavista? Conozco un lugar en que venden Sushi. 

Ella : Podría ser. Dame tu fono. Te aviso. 

Como sabía él de antemano, Cristina había empleado un argumento que en realidad era una negación diplomática, usada recurrentemente por las chicas de café. Era como un “voy a consultarlo con mi socio”, en el plano del comercio. Por eso no le dio importancia y trazó planes para esa noche: bajar una película de internet, pasar a comprar unas pizzas y unas Kuntsmann bien heladas. Dormiría raja y sin peso de culpa: el siguiente día era el que correspondía libre. 

Pero tipo ocho de la noche Cristina lo llamó. Fue breve: encontrémonos en la pileta, claro, esa que está al subir la galería. Nueve y cuarto en punto. 

Llevaba jeans, chaleco beatle y chaqueta de mezclilla. Una chica bien cualquiera. Si él se la presentaba a su mamá pasaba piola. 

Ella : ¿Por qué me miras así? ¿Te recuerdo a alguien?

Él : (Silencio por unos segundos) No, es decir sí: a una persona de una vida pasada que tuve. 

Ella : Jaja, qué gracioso. ¿Y, quién era yo en esa vida pasada?

Él : Una reina. 

Ella : (Sonriendo) ¿Y tú?

Él : Tu esclavo. 

Mientras caminaban hacia el estacionamiento ubicado bajo el Municipal él pensó que lo dicho por él, casi de modo espontáneo, en el fluir natural de las aguas del engrupimiento, podía haber sido todo un papelón para una mujer que tuviese algunas nociones un poco más profundas de historia: los siervos de las reinas eran, por lo general, eunucos, es decir, machos capados con el propósito de reducir su libido a nivel cero. Cristina notó en el rostro de él esa cavilación y le preguntó si le pasaba algo. Él dijo, “no nada”, no sabiendo a ciencia cierta si su faz se tornó algo parecida a la de un esterilizado o si el gesto correspondió al imaginarse el dolor de aquél en el acto mismo de su cercenamiento.

Él salió del aparcadero por Agustinas hacia Miraflores, tomaría el trayecto que bordea el Parque Forestal hacia el Barrio Bellavista. Ahí conversaron sobre música, a propósito de un disco que pidió a Cristina pudiese extraer de la guantera del vehículo. 

Ella : A Rafael le gustan los Depeche Mode. 

Él : (Tienes buen gusto, Nuca de Fierro) ¿A, sí? Tiene buenos gustos tu pareja. 

Ella : También escucha a los Guns and Roses. El resto es pura música de conservatorio: Bach, Mendel, Haendel, Villalobos, por nombrarte algunos que pone siempre. 

Él : (Puta que eres rica, Cristina, te haría chupete ahora mismo) Te ves linda cuando hablas así. No sé por qué trabajas en ese café. Si te hubiera conocido afuera…

Ella : Bueno, pero nos conocimos ahí. ¿Siempre vas al Patio Bellavista?

Él : De vez en cuando. ¡Ah mierda, pasé con rojo!

Todavía resonaba en la memoria de él los frenazos, las sacadas de madre y el huir rápido cuando llegaron al estacionamiento subterráneo del lugar. Subieron por las escaleras, mientras conversaban con risas del cercano accidente que estuvieron a punto de protagonizar. Minutos después el trance fue sacado completamente de la memoria en tanto leían con avidez la carta del Restaurante, en el segundo piso. Hacía algo de frío pero la terraza mantenía una temperatura agradable gracias a unas estufas de largas llamas que se disponían entre las mesas. 

Ella : Cuando chica mamá me castigaba porque me gustaba jugar con las velas que ponía en el dormitorio. Vivíamos en una zona rural, cerca de San Antonio. No teníamos luz eléctrica. 

Él : Se dice que los niños que juegan con fuego se mean en la noche. Eso lo aprendí cuando fui a ver a mi abuela al campo. Cerca de Talca. 

Ella : ¿Te meabas seguido cuando chico?

Él : (Piensa por unos segundos) No me acuerdo. ¿Y tú?

Ella : No. Casi nunca me meaba. ¿Qué vas a pedir?

Él : (Apuntando a la carta) Éste. El que pido casi siempre. Ahí viene Manolo, el amigo que me atiende siempre. 

Conversaron y comieron sushi durante una hora, aproximadamente. El sitio era agradable, él se sentía bien, pero le causaba cierta incomodidad la actitud de la chica. Había tirado el anzuelo dos o tres veces durante la plática y ella o no había entendido o de modo olímpico se desviaba por la tangente. Una de las posibilidades de estas salidas, pensó él, era esa opción: las gallas solo lo hacen por comer gratis u obtener otras regalías a cambio de nada, es decir, la nominal amistad que, siempre en el peor de los casos, era vacunarse a una relación simbiótica que exigía incluir un nuevo ítem en el presupuesto mensual de este tipo de galanes frustrados. 

El tercer anzuelo, esta vez más que evidente, lo lanzó cuando la fue a dejar al edificio donde vivía, una cuadra antes de plaza Italia. Estacionó frente a la entrada de autos, sobre el bandejón. La miró a los ojos, le tomó la mano y acercó su rostro al de ella, tratando de darle un beso. Lo hizo de modo lento por lo que no podría catalogarse de que quería robarle uno necesariamente. Pensó en que fue demasiado misericordioso, le dio un par de segundos para decidir. Ella, no obstante, corrió la cara y él terminó dando el beso atrás de la oreja, a un conjunto de pelo. 

Ella : Tengo que irme. 

Él : Está bien. Ándate. 

Luego la vio en algunas ocasiones, éstas  en el mismo nivel menos uno, pero en otro local. Estaba como más apagada y la relación con el músico era insostenible. A eso se sumaba que había decido llevarse a los hijos a vivir con ella, por lo que las preocupaciones la tenían más que agobiada. Empezó  a pedir propinas extra; él  no se las negaba, pero en medio en vez de anzuelo le lanzaba directos arpones, los que ella esquivaba con su sonrisa de pelolais coqueta. 

La última vez le pidió un favor: poder trasladar sus cosas del departamento en el que vivía a una pieza ubicada en gran avenida, en la comuna de El Bosque. Él por celular le dijo bueno, no porque tuviera ganas de verla sino porque malo para mentir, no encontró otra excusa en el acto. En todo caso, nunca perdía las esperanzas de recuperar toda la inversión depositada con ella, en un simple y casual encuentro íntimo. 

Ingresó su auto al edificio. Lo esperaba en el estacionamiento, con algunas cajas y bolsos que cupieron con cierta dificultad en el automóvil. Entre ellos llevaba su ropa de trabajo, esto es, un conjunto de bikinis dorados y de látex que solía ocupar día a día en su labor. Esta vez se la veía demacrada, casi sin atractivo, tanto que él pensó que si se le ofreciera en bandeja, lo pensaba dos veces. Mal que mal el dinero, a esta altura,  lo daba por perdido. 

Tras media hora de trayecto llegaron a una casa grande, antigua, de una población tradicional. La llegada costó un resto pues ella no se recordaba de las coordenadas y repetía constantemente que le parecía que las calles eran muy parecidas una que otra. Una dificultad que se sumó al arribo de la nueva habitación, radicaba en que los sentidos de tránsito de las calles no coincidían con aquélla. 

Finalmente llegaron. Él tomó el bolso más pesado, ella aquel que tenía las prendas diminutas y, ayudados por la dueña de casa, fueron por el pasillo lateral a las pizas ubicadas en la parte trasera de la morada. 

Eran dos piezas de madera contiguas a la cual estaba una cocina y un baño. No era algo lujoso, pero ella insistía que estaba bien. Él pensó por un instante: “quizás te podrías haber ido a vivir conmigo”, pero mucho sacrificio no ameritaba la pena. Calculaba la relación costo – beneficio y, a decir verdad, no había por dónde perderse. 

La última vez que tuvieron contacto fue la ocasión en que ella le pinchó al teléfono celular. Él, que tenía registrado el número, le devolvió el llamado. Con diplomacia le preguntó que cómo estaba, que por qué no la había ido a ver al café, que se le extrañaba. Luego lanzó el misil: necesitaba pedirle un favor. 

Él : ¿Qué puede ser?

Ella : Necesito si puedes llevarme a San Antonio en tu auto. 

Él : (¿Escuché bien?) ¿A San Antonio?

Ella : Si quieres yo te pago la bencina. Lo que pasa es que tengo que traer algunas cosas de allá y no tengo cómo trasladarlas. En bus es imposible, tiene que ser en auto. 

En un instante, casi de modo automático, imaginó un pizarrón blanco, él con plumón y la lluvia de guarismos que atentaban contra cualquier norma caligráfica u orden. Calculó las cifras a saber: costo de bencina, gasto de motor, tiempo, peajes, invitaciones a un café, galletas, pan amasado en el camino, la moneda de cambio: su cuerpo, un par de caricias, una relación de pololeo o algo, esta vez con el factor hijos postizos de por medio. El pizarrón rápido colapsó en números y el nombre de los ítems expuestos. 

Él : No puedo. 

Ella : Pucha, amigo, no tengo a quién más decirle. 

Él : Dile a tu pareja el músico. 

Ella : Ya no somos pareja, no saco nada. 

Él : No puedo, tengo muchas cosas que hacer en la pega, además creo que es un favor demasiado grande como para que me lo pidas a mí, que no soy más que uno de tus clientes. No somos tan cercanos como para llevarte a un viaje así. Disculpa. Tengo que cortar. 

Él nunca más la vio. Le perdió el rastro cuando fue a ese mismo local, con la esperanza de no topársela para atenderse con otra chica – si eso era lo divertido del tour cafetero -. Ahí preguntó por ella. 

Otra : Ah, la Cristina. Hablaba cada cosa. Fantasiosa la mina, pasada a rollo. Ya no trabaja acá. Entre nosotros nadie la pescaba, se hacía la mosquita muerta. ¿Tú te atendías con ella?

Él : A veces. 

Otra : Se las arreglaba para que la invitaran a cenar y pedía favores. Tú sabes, no faltan los hueones que piensan que con eso la van a conquistar. ¿Te traigo más soda?

Él : No te preocupes: con eso basta y sobra. 

Él salió tras el último sorbo. Se arrimó a una de las escaleras mecánicas; poco a poco ante su vista fue abriéndose la Alameda con su tropel de gente neurótica caminar posesa. Dobló en San Antonio y, al ir en dirección al estacionamiento subterráneo frente al municipal, vio a un músico parado, frente a la puerta principal del edificio. No supo por qué rara razón todos los datos que manejaba de la expareja de Cristina, calzaban con rigurosidad milimétrica con ese enclenque peinado con gomina. El tipo también se lo quedó mirando; él, que pensó, claro está, que era mera coincidencia, no dio importancia a la acción, hasta que, varios metros lejos del edificio, volteó su humanidad para observar de nuevo al músico. Este, curiosamente le seguía observando, ya con un gesto de incomodidad más que de asombro. 

Sin pensarlo, convocó rápido al ascensor que, para su suerte, estaba desocupado. Rápido, hurgó entre sus ropas el ticket y lo pagó en una de las cajas ubicadas en el subsuelo. 

Cuando hubo ascendido en el automóvil al nivel uno, por morbosidad, miró por el retrovisor a la entrada del teatro, el tipo permanecía ahí, ahora mirando hacia todos lados. Con una sonrisa en los labios, cruzó el semáforo, y se perdió en el río oscuro de las calles de la capital. 




Publicar un comentario

0 Comentarios