Edgar Lee Masters por Cesare Pavese

 



Edgar Lee Masters

 

           

 El ardor puritano de una polémica antipuritana*

 

           

            Hasta el presente, las pocas referencias que en Europa se han hecho a este libro revelan la falsa actitud que entre nosotros se suele adoptar con respecto a las cosas de Estados Unidos. Incluso Régis Michaud —que hasta ahora, por cuanto yo sé, es quien con más acierto ha juzgado esta literatura—, cuando en su Panorama llega al párrafo «Edgar Lee Masters»,1 sugiere que la Antología de Spoon River es esencialmente una obra representativa de las multitudes aherrojadas y allanadas —refoulées— por el puritanismo y por la nueva civilización de Estados Unidos. Y en cuanto a lo que dicen del libro ciertos corresponsales italianos que están allá, será mejor no revelarlo, porque les daríamos una importancia que no merecen. Han reducido la Antología de Spoon River a documento cultural étnico, espejo periodístico de una civilización que, según nos la presentan ellos, empezaría ciertamente a aburrir, y a la cual habría que contraponer (para cortarle las alas) «nuestra bimilenaria tradición». Cuando dos chicos riñen, a falta de razones, de seguro sale a relucir el abolengo: «Yo soy el hijo del teniente». «Y yo, del capitán.»

            Todos os soltarán que el gran mérito de Lee Masters es el de haber iniciado en su país la descripción realista y despiadada de la pequeña ciudad de provincia, de la aldea puritana. Ahí están las fechas: Antología de Spoon River, 1915; Winesburg, Ohio, 1919; Mi Antonia y Calle mayor, 1920. Edgar Lee Masters, por lo tanto, ha establecido el récord: es el padre de la literatura actual; y después de esto se pasa a otra cosa.

            Ahora bien, dejando de lado el hecho de que en Norteamérica el pueblo ya había pasado por el atanor de Hawthorne por lo menos en 1846, creemos que sería muy pobre mérito para los nuevos escritores el que toda su novedad consistiera en haber dirigido la atención a sus ambientes locales, llenos de problemas locales que se resuelven en modos de vida locales. Por lo demás, si queremos leer sobre la vida en provincias, harto sobrados estamos de escritores europeos que han tratado de ella.

            ¿En qué radica, entonces, el gran interés de aquellos libros?

            En primer lugar, me parece que empeñarse en considerar a Edgar Lee Masters un antipuritano es reducirlo a mísero y prescindible panfletista. Problemas de este género ya son bastante fastidiosos entre nosotros. Es verdad que en la Antología de Spoon River, como por lo demás en todos los libros, americanos o europeos, de algún valor, hay un ambiente y una experiencia autóctonos; menudean allí modos de vida y tipos nacionales que le son muy familiares a cualquier modesto cliente de los cines. Pero esto es propio de la llaneza del libro, de su directa inspiración en la vida, de su materia, y todos los libros de cierto valor, repito, presentan en mayor o menor grado esta característica.

            Es preciso comprender que en ese marco nacional el hecho importante no es la polémica contra ciertas formas puritanas (polémica, por otra parte, que en el libro se reduce a bien poca cosa), sino el ardor verdaderamente puritano con que son afrontados, además del particular momento histórico, el problema del sentido de la existencia y el problema de las propias acciones; ardor y problemas esencialmente morales y de no vago sabor bíblico. Si después, en la búsqueda, algún palo va contra la estructura histórica, puritana, del país, ello puede interesar mucho a los norteamericanos, que tienen dicha estructura encima, pero muy poco a nosotros, a menos que la poesía del autor haya transformado eso que para indígenas y estudiosos es una clara alusión en una figura que sea, no ya un simple nombre histórico, sino una nueva criatura. Y para conseguirlo, para salir airoso en esa obra de creación —que yo creo en gran parte lograda—, me parece hasta trivial decir que el autor ha debido amar su ambiente, disfrutar con sus propios personajes, sentirlos nacer en su espíritu.

            Las caricaturas polémicas son rarísimas en Lee Masters. Él ha hecho suyo el ardor de cada una de las almas sepultadas en Spoon River, el poeta habla verdaderamente por boca de cada una de ellas. Esta búsqueda siempre renovada del valor de la existencia in artículo mortis es tan seria y sincera que es oportuno repetir, también a propósito de Lee Masters, aquello que ya es un tópico en la historia de la cultura norteamericana: en la oposición al puritanismo han estado siempre los más grandes puritanos.

                       La Antología de Spoon River, publicada por partes en un semanario del Medio Oeste,2 es un gran cuerpo de epígrafes sepulcrales —en labios de los mismos muertos, según el buen gusto clásico— de un típico pueblecito norteamericano, Spoon River. Es natural pensar inmediatamente que haya aquí influencias de la Antología palatina. El espíritu de aquellos helenísticos adioses a la vida de vírgenes, navegantes, cortesanas, guerreros, filósofos, campesinos y poetas es una tierna o estoica añoranza de la luz del sol; en cambio, como veremos, las aspiraciones de Spoon River son de compleja modernidad y trascendencia. Pero, prescindiendo del espíritu, no es improbable que Lee Masters haya sacado de aquellos epigramas la idea formal de su libro: el título y el carácter de sus epitafios, ágiles, sentenciosos, clásicos. Mas también en esto hay innovación, porque la forma, aunque conserva el verso, ignora la rima y el ritmo, lo cual les ha dado en la nariz a muchos: han descubierto que así se llega a un estilo odiosamente prosaico. No vale la pena discutir; si uno no siente la solemnidad trágica y definitiva de esas pocas frases de versificación sobria y sosegada que epilogan una vida, cuya única función es anotar el pensamiento, dudo de que algún discurso pueda educarlo jamás.

            Veamos este epitafio:

           

            FRANCIS TURNER

 

           

            De niño

             no podía correr ni jugar.

             De hombre

             podía sorber del vaso solamente,

             no beber.

 

            La escarlatina me había dejado enfermo el corazón.

             Y, sin embargo, yazgo aquí

             consolado por un secreto que sólo Mary sabe;

             hay un jardín de acacias,

             catalpas y frescos emparrados,

             donde, aquella tarde de junio,

             junto a Mary,

             besándola con toda el alma en mis labios,

             repentinamente se me alzó.*

 

           

            Las pausas no son aquí arbitrarias. Las primeras precisamente martillan porque marcan el repetido escarnio de ese destino. Y cuando el autor no tiene motivos para fragmentar un pensamiento, como el del sexto verso, no vacila en escribirlo seguido. Nótese también la importancia de la pausa de brevedad de «junto a Mary», que permite cobrar aliento para el vuelo que sigue.

            Volvamos al otro juicio, mucho más serio —y que últimamente arrecia en Estados Unidos en forma de elogio—, según el cual los muertos de Spoon River serían refoulés de aquella civilización que polemizan descubriendo sus secretas llagas. Aquí atacan prestamente nuestros periodistas: una humanidad de manicomio, ¡eso nos ofrece América!, pero la bimilenaria…

            Oigan a este hombre, a ver si les parece un refoulé:

           

            JACK EL CIEGO

 

           

            Había estado tocando el violín todo el día en la feria del condado.

             Pero cuando volvíamos, Weldy El Duro y Jack McGuire,

             que estaban borrachos perdidos, me hicieron tocar y tocar

             la canción de «Susie Skinner», mientras azotaban a los caballos

             hasta que se desbocaron.

 

            A pesar de ser ciego, traté de salir

             del coche al caer en la cuneta,

             pero me cogieron las ruedas y morí.

 

            Hay aquí un ciego con cejas

             tan grandes y blancas como nubes.

             Y todos los violinistas, desde los más altos a los más bajos,

             compositores de música y narradores de historias,

             estamos sentados a sus pies

             oyéndole cantar sobre la caída de Troya.

            

            Pero, naturalmente, este epitafio ha sido entresacado del conjunto. Un libro que comienza con una elegía sobre el cementerio y sigue con maridos descontentos, mujeres adúlteras, solteros avinagrados y niños que nacieron muertos, y donde casi todos se lamentan de sus fallidas existencias, puede parecer al hojearlo una reseña de casos clínicos. La diferencia estriba solamente en la mirada del poeta, que aquí contempla a sus muertos no con malsana o polémica complacencia —o, en suma, con la inconsciencia seudocientífica que ahora tanto agrada, desgraciadamente, en Estados Unidos—, sino con una conciencia austera y fraterna del dolor y la vanidad de todos ellos; y a todos les arranca una confesión, una respuesta definitiva, sólo por sed de verdad humana y no para extraer un documento científico o social. No es necesario el psicoanálisis para descubrir lo que ya se sabía, cuando menos, desde Salomón: que la vida es un cementerio de ambiciones frustradas, de realidades padecidas, de «alas cortadas». En resumidas cuentas, por oprimido que parezca cualquier personaje de la Antología de Spoon River, es decir, sofocado por cierto ambiente, ello no refleja en absoluto el espíritu del libro, que, por el contrario, valiéndose de su potente objetividad, contempla y comparte las innumerables derrotas, los esfuerzos, las batallas y las raras victorias de la vida sobre la muerte, del espíritu sobre el caos; batallas cuyo escenario es este pueblucho de provincia que es el mundo. Pero no hay, por supuesto, símbolos. Todo es actual, vigorosamente vivo, saturado de materia, en una palabra, todo es poesía.

            La importancia de este libro reside en lo no definitivo de la respuesta, que se renueva con cada individuo, y en la convicción, padecida página a página, de que por satisfactoria y definitiva que parezca una solución de la vida, siempre habrá individuos que quedarán fuera. Por lo tanto, ni optimismo ni pesimismo constituyen la respuesta; ésta depende de una búsqueda siempre reiterada. Como los muertos de Dante, que están más vivos que en vida, los muertos de Spoon River prolongan en forma sepulcral todos sus descontentos, todas sus pasiones. Pero el paralelismo termina aquí, porque los muertos de Dante tienen un esquema universal señalado y ningún condenado sueña con criticar su destino, mientras que los de Spoon River ni siquiera en la muerte han hallado una respuesta y menos aún aquellos que lo dicen. Es un poema esencialmente moderno, el de la búsqueda, el de la insuficiencia de todo esquema, el de la necesidad a la vez individual y colectiva. El pesar de un niño muerto de tétanos que enfermó mientras jugaba alcanza la misma importancia cósmica que el éxtasis de un estudioso que se ha pasado la vida adorando cielo y tierra. Y al final del libro hay una especie de fáustico auto sacramental en el que a la figura del demonio, que sigue creando vidas miserables, que aviva los contrastes y se divierte con las criaturas, se opone el espectáculo de la vida triunfante, de las leyes armoniosas, una especie de himno a lo Shelley al mundo liberado que termina así:

           

            Ley infinita,

             vida infinita.

            

            Pero esto no toca a las voces de Spoon River. El problema de cada uno de aquellos muertos sigue siendo el mismo, petrificado en las lápidas de su testamento sepulcral.

            Ofrecer muestras de estos epígrafes es un tanto sacrílego. En estos casos, como siempre, sería aconsejable que un editor voluntarioso publicara una traducción integral del libro. Pero temen que no se venda. Veamos, pues, los fragmentos escogidos.

            El libro está tan poblado de experiencias que en él, me parece, todos podemos encontrar nuestro propio epitafio. La reseña va desde el feto no nacido hasta el filósofo converso.

            He aquí el primero:

           

            Un tallo de la tierra

             frágil como un rayo de luna

             que espera ser arrastrado de nuevo

             a la corriente de la creación.

 

            Pero para nacer la próxima vez

             mirado por Rafael y san Francisco

             alguna vez, cuando ellos pasen.

 

            Pues yo soy su hermano pequeño,

             destinado a ser conocido claramente por la cara

             en un futuro ciclo de nacimientos.

 

            Es posible conocer la semilla y el suelo;

             es posible sentir la fría caída de la lluvia,

             pero sólo la tierra, sólo el cielo

             saben el secreto de la semilla

             en la alcoba nupcial bajo el suelo.

 

            ¡Arrástrame a la corriente de nuevo,

             dame otra oportunidad,

             sálvame, Shelley!

 

           

            También un niño que ha muerto junto con su madre:

           

            ¡Polvo de mi polvo,

             y polvo con mi polvo,

             oh hijo que moriste al entrar en el mundo,

             muerto con mi muerte!

 

            No conociste a Aliento, aunque tanto te esforzaste por ello

             con un corazón que latía cuando estabas en mí

             y que se paró al dejarme a mí por la Vida.

 

            Así está bien, hijo mío. Pues nunca recorriste

             el largo, largo camino que empieza con los días de la escuela,

             cuando los deditos borran con las lágrimas

             que caen las letras torcidas.

 

            Y las tempranas heridas, cuando un pequeño compañero

             te abandona para irse con otro;

             y la enfermedad, y la cara del Miedo junto a la cama;

             la muerte de un padre o una madre;

             o la vergüenza por ellos, o la pobreza;

             las virginales penas de los días de escuela pasaron;

             y la naturaleza, sin ojos, que te hace beber

             de la copa del Amor, aunque sabes que está envenenada;

             ¿hacia quién se habría alzado tu cara de flor?

 

            ¿Es demasiado botánico, delicado? ¿Qué sangre habría llamado a tu sangre?

             Pura o sucia, pues ello no importa,

             es sangre que llama a nuestra sangre.

             Y, entonces, tus hijos… Oh, ¿qué podrían haber sido?

             ¿Y cuáles tus penas? ¡Hijo! ¡Hijo!

 

            ¡La Muerte es mejor que la Vida!

 

           

            Y el filósofo:

           

            EL ATEO DEL PUEBLO

 

           

            Yo, que yazgo aquí, oh jóvenes que discutís sobre la doctrina

             de la inmortalidad del alma,

             fui el ateo del pueblo,

             hablador, polemista, versado en los argumentos

             de los infieles.

 

            Pero durante una larga enfermedad,

             tosiendo que parecía que me iba a morir,

             leí los Upanishads y la poesía de Jesús.

 

            Y me encendieron una antorcha de esperanza y de intuición

             y un deseo que la Sombra

             que me guiaba rápidamente por las cavernas de la oscuridad

             no pudo apagar.

 

            Escuchadme, vosotros, los que vivís con los sentidos

             y pensáis sólo a través de los sentidos:

             la inmortalidad no es un regalo,

             la inmortalidad es algo que se gana;

             y sólo aquellos que se esfuercen infatigablemente

             la poseerán.

            

            Este modo tan lírico de tratar de una vida, discurriendo acerca de ella casi en abstracto, presentando, por así decirlo, su halo y no sus hechos, es muy peligroso, y en la Antología de Spoon River se emplea con frecuencia. A veces la naturaleza irresistiblemente puritana, moralista, del autor, es decir, predicadora, lo lleva a hacer del epitafio una nebulosa perorata abstracta, eco de muchas otras obras suyas en las que el torrente lírico, estruendoso e interminable, se precipita envuelto en vapores.3 De cualquier modo, la necesidad, en este libro, de brevedad, de relieve y definición del personaje no permiten al autor equivocarse sino raras veces.

            Este poeta obtiene su mayor eficacia y originalidad cuando condensa directamente una vida en un episodio promovido a significado total, o la musculatura apenas esbozada de una existencia en una sucesión de rasgos vigorosos. El episodio tiene a veces un vago sabor irónico o polémico, que pone de relieve el acierto del autor al esculpir líneas eternas en la materia de una murmuración con el simple recurso del juicio sub specie aeternitatis.

           

            A. D. BLOOD

 

           

            Si en el pueblo pensáis que mi labor fue una buena labor,

             la de aquel que cerró las tabernas y acabó con los juegos de cartas

             y arrastró a la vieja Daisy Fraser4 ante el juez Arnett

             en tantas cruzadas para purgar al pueblo del pecado,

             ¿por qué dejáis que Dora, la hija de la sombrerera,

             y el inútil hijo de Benjamin Pantier

             conviertan cada noche mi tumba en su lecho impío?

 

           

            La susodicha Dora reaparece entera en la historia de su vida.

           

            DORA WILLIAMS

 

           

            Cuando Reuben Pantier se marchó abandonándome,

             yo me fui a Springfield. Allí conocí a un alcohólico,

             a quien el padre, que acababa de morir, le había dejado una fortuna.

             Se casó conmigo borracho. Mi vida era una desgracia.

             Pasó un año, y un día le encontraron muerto.

 

            Esto me hizo rica. Me trasladé a Chicago.

             Al cabo de un tiempo conocí a Tyler Rountree, maleante.

             Me trasladé a Nueva York. Un magnate de pelo gris

             se volvió loco por mí, de modo que otra fortuna.

 

            Murió una noche entre mis brazos, ya me entendéis.

             (Por muchos años vi su cara amoratada.)

 

           

            Hubo casi un escándalo. Cambié de aires,

             esta vez a París. Ya era una mujer,

             insidiosa, sutil, versada en el mundo y en los ricos.

 

            Mi bonito piso cerca de los Champs Elysées

             se convirtió en lugar de reunión de toda clase de gente,

             músicos, poetas, dandis, artistas, nobles,

             donde hablábamos francés y alemán, italiano, inglés.

 

            Me casé con el conde Navigato, oriundo de Génova.

             Nos fuimos a Roma. Creo que me envenenó.

             Ahora, en el camposanto que da

             al mar donde el joven Colón soñó nuevos mundos,

             mirad lo que grabaron: «Contessa Navigato

             implora eterna quiete».

            

            La tragedia que aquí emana de una gran masa de experiencias organizadas en una vida, nace otras veces de un contraste, del sarcasmo final de la vida, de uno de esos juegos que deleitan al demonio del epílogo.

            A propósito de demonio, hay que descartar aquí cualquier posible inspiración de la Antología de Spoon River en Las memorias del diablo de Frédéric Soulié. Este último es un libro grande y original, pero es preciso subrayar que todos esos sutiles y dramáticos análisis de la alta y baja sociedad francesa de la Restauración, esas diabólicas radiografías de una humanidad perdida por pasiones ciegas, o que han acabado por serlo, poco tienen que ver con la desesperada tensión de las almas de Spoon River, cuya vida está enteramente encerrada en un breve recuerdo y cuyo pathos nace del contraste entre esta brevedad y la intensidad de las aspiraciones. Además, ni que decir tiene que en la Antología de Spoon River el diablo propiamente dicho sólo aparece en una conclusión independiente de la obra, mientras que en Las memorias del diablo entra con el complicado aparato de lo sobrenatural y fragmenta la gran comedia en una sucesión de episodios. Pero volvamos al grano y veamos una de esas ironías de la existencia, el caso del empresario de pompas fúnebres:

           

            JEDUTHAN HAWLEY

 

           

            Llamaban a la puerta,

             y yo me levantaba a medianoche e iba al taller,

             donde los viandantes retrasados me oían martillar

             lápidas funerarias y clavetear raso.

             Y a menudo yo me preguntaba quién iría conmigo

             a la tierra lejana, haciendo de nuestros nombres tema

             de conversación, en la misma semana, pues había observado

             que siempre van dos juntos.

 

            Chase Henry se fue emparejado con Edith Conant;

             y Jonathan Somers con Willie Metcalf;

             y el director Hamblin con Francis Turner

             cuando rezó para vivir más que el director Whedon;

 

            (…)

 

            y Thomas Rhodes con la viuda de McFarlane;

             Y yo, el hombre más serio del pueblo, salí de escena con Daisy Fraser.

 

           

            O este otro:

           

            WALTER SIMMONS

 

           

            Mis padres pensaban que yo iba ser

             tan grande como Edison o más;

             pues, de niño, hacía globos,

             y pasmosas cometas, y juguetes de relojes,

             y pequeñas locomotoras con raíles para andar,

             y teléfonos con latas e hilo.

 

            Tocaba la corneta y pintaba cuadros,

             modelaba en arcilla, e hice el papel

             del malo en Octoroon.

 

            Pero a los veintiuno me casé,

             y tenía que vivir, y así, para vivir,

             aprendí el oficio de relojero,

             y llevaba la joyería de la plaza

             pensando y pensando, siempre pensando.

             No en el negocio, sino en el motor

             para cuya construcción había estudiado cálculo.

             Y todos en Spoon River miraban y esperaban

             a ver si funcionaba, pero nunca funcionó.

             Y algunas almas benévolas pensaban que a mi genio

             debía de haberle perjudicado la tienda.

 

            No era cierto. La verdad era

             que no tenía sesera suficiente.

 

           

            La rebelión es uno de los estados más frecuentes en el libro, y donde mejor se pone de manifiesto la altura de Lee Masters. Ninguna frase retórica, ningún gesto, sólo almas cansadas que se recogen en sí mismas y se dejan aplastar por el mundo, o se apartan de él. Es notable el epitafio de esta muchacha:

           

            ROSIE ROBERTS

 

           

            Estaba asqueada, más aún, furiosa

             por la policía corrompida y el corrompido juego de la vida,

             y por eso escribí al jefe de policía de Peoria:

             «Estoy aquí, en la casa de mi familia, en Spoon River,

             consumiéndome poco a poco,

             pero vengan y deténganme, yo maté al hijo

             del príncipe de los comerciantes en la casa de madame Lou,

             y los periódicos que dijeron que se mató él mismo

             en su casa limpiando una escopeta de caza,

             mintieron miserablemente para tapar el escándalo

             sobornados por los anuncios.

 

            En mi habitación le maté, en casa de madame Lou,

             porque a golpes me tiró al suelo cuando yo le dije

             que, a pesar de todo el dinero que él tenía,

             aquella noche vería a mi amante».

 

           

            Y por último:

           

            PAULINE BARRETT

 

           

            ¡Casi sólo una cáscara de mujer después del bisturí!

             Y casi un año de lenta recuperación

             hasta, al alba de nuestro décimo aniversario de bodas,

             sentirme de nuevo en apariencia la que era.

 

            Nos paseamos juntos por el bosque,

             por un camino alfombrado de musgo y de hierba.

             Pero yo no podía mirarte a los ojos,

             y tú no podías mirarme a los ojos,

             tanta era la pena que teníamos, en tu pelo las primeras canas,

             y yo ya sólo la cáscara de mí misma.

             ¿Y de qué hablamos? Del cielo y del agua,

             de casi todo, con tal de ocultar nuestros pensamientos.

             Y entonces me ofreciste unas rosas silvestres,

             que puse en la mesa para alegrar nuestra cena.

             ¡Pobrecillo, qué animosamente te esforzabas

             por imaginar y vivir el éxtasis que recordábamos!

             Y entonces mi espíritu decayó al caer de la noche,

             y me dejaste sola en mi cuarto por un rato,

             como hiciste de recién casada, pobrecillo.

             Y yo miré al espejo y algo en él me dijo:

             «Se debería estar muerto cuando se está medio muerto…

             Nunca más vida fingida, nunca más amor de engaño».

             Y lo hice mientras miraba al espejo

             Amor mío, ¿lo has llegado a comprender?

 

           

            Este epitafio es una excelente muestra del arte del poeta. Las figuras crepusculares en la hora crepuscular, los recuerdos, las sombras, las reticencias del relato, todo se concierta para crear una escena ceñida de un halo casi sobrenatural. Algo así como una escena de hadas de un romántico inglés, de un Yeats. Pero, y aquí reside la importancia no sólo de Lee Masters, sino de toda la nueva literatura de Estados Unidos, este halo es real, es un estremecimiento de pena, una creación sobre todo humana que forma parte de un severo poema moral, mientras que a los otros, los románticos ingleses —y no sólo a ellos—, se les ha ido la mano en tontear con las hadas.

           

 El poeta de los destinos*

 

           

            Fernanda Pivano ha traducido la Antologia di Spoon River (Universale Einaudi, Turín, 1943), a la que antepone un curioso prólogo en el cual lo implícito es más que lo dicho. Explícita es en cambio la traducción, penetrada de una cándida alegría de descubridora que arrebata y convence. Si éste es, como suponemos, el primer esfuerzo literario de Fernanda Pivano, hay que señalar que raras veces una joven ha sabido refrenar de tal modo sus entusiasmos y gobernar tan concienzudamente su placer. Se diría que es trabajo de una conocedora a quien el largo y amoroso trato con el texto ha enseñado a escoger y transfigurar, en la placidez del recuerdo, los parajes del alma. Cabe presumir que algunos de estos poemas han llegado a ser italianos poco a poco, en virtud de repetidas visitas de la memoria, anteriores al acto de la traducción. Y por cierto el discurso que los acompaña, rico en fugaces iluminaciones y referencias, nos mueve a suponer una firme asimilación de gran parte de la cultura que los ha producido.

            No son muchos, a lo que parece, los italianos que tenían noticia de este libro. Recordamos, de Cecchi, una referencia en La Ronda y un admirativo juicio en America amara, un apunte de Vittorini en la primera Americana y nuestra vieja nota en La Cultura. Este libro tuvo el privilegio de no estar nunca envuelto en la polémica vulgar y casi siempre injusta que fue nuestra reacción frente a aquella cultura, y tampoco se sacó a relucir a propósito del cine ni del realismo desconcertante. Tal vez lo haya protegido su ambigua simplicidad expresiva, esa singular amasadura de jugos y fermentos periodísticos vaciada en moldes aparentemente ingenuos, que a veces suena sin más a vieja cerámica. Nuestros polemistas pasaron de largo, porque no tropezaron allí con el timbre de fácil y cruda barbarie que acostumbran a exigir a todas las manifestaciones ultramarinas de este siglo. Resulta por ello notable que la traductora haya resistido la tentación de darnos en su prólogo un solemne catálogo de las fuentes, próximas y remotas, del libro. Tanto más cuanto que son evidentes. Nos da en cambio algo mejor: una referencia compendiada de los temas y las actitudes que la Antología de Spoon River suscitó o clarificó en contemporáneos y sucesores. Desde 1915, año en que apareció, hasta 1940 —en una palabra, el período de entreguerras—, no hay escritor significativo de aquel país que no deba algo de su mensaje y de su universo a Lee Masters. Hablar de este libro es por tanto remontarse a la fuente de algunas de las más vívidas experiencias poéticas de nuestra adolescencia, al período heroico en que por primera vez dirigimos la mirada a un maravilloso mundo que más que una cultura nos pareció una promesa de vida, una llamada del destino. Historia pasada. Pero agradecemos a la joven traductora el habernos puesto otra vez ante esa perdida imagen de nosotros mismos con su sincero y mesurado discurso.

            En conjunto (y la selección que nos ofrece Fernanda Pivano conserva e incluso realza su sabor y su riqueza), la Antología de Spoon River es un nudo central e insustituible en toda aquella maraña de pasos, influjos, acciones y reacciones que enlazan la literatura norteamericana del siglo pasado con la de principios del nuestro. Y no es por cierto inferior a la obra de Emily Dickinson o a Tres vidas, de Gertrude Stein, y acaso sea más importante, pero le resta relieve su ambiguo poder de caracterización, a causa del cual no siempre es fácil trazar en ella los límites entre canto y relato, y así algunos epitafios parecen presurosos apuntes de novelista y no las atormentadas excavaciones líricas que en realidad son. Tanto Gertrude Stein como Emily Dickinson emprendieron resueltamente la ruta de las búsquedas experimentales, y después del inevitable limbo de olvido han reaparecido cual luminoso espejismo ante las jóvenes generaciones obsesionadas por el problema técnico. Pero muy distinto es el talante de Lee Masters, quien, movido por intereses culturales y morales de mayor alcance, en lugar de perseguir nuevas poéticas, se contentó de una vez para siempre con una forma preexistente —el epitafio—, poco más o menos como los poetas del pasado aceptaban un metro, y concentró sus facultades visionarias en la tensión ética de sus personajes, los muertos de Spoon River, pidiéndoles la revelación del secreto, la conciencia última de sus acciones; y con este severo, dantesco anhelo llevó adelante su penosa y fantástica labor. ¿Cómo no reconocer en él, a estas alturas, la estirpe de los Hawthorne y los Melville, infatigables y misantrópicos escudriñadores de los secretos del corazón y de los dilemas de la vida moral? Así como en las cadencias y en el gusto por una exasperada y surreal normalidad casi biológica de Gertrude Stein o Sherwood Anderson es posible oír el eco (afeminado y sofisticado, si quieren, pero no cuenten con nosotros) de las declamaciones y los raptos de cierto Walt Whitman frente a la «divina mediocridad». Perdura en Lee Masters una sombra del fanatismo abstracto de los padres puritanos, pero no más que una sombra: la ferocidad con que obliga a un desgraciado a mirar en la cara a su destino no tiene ya nada de teológico, y parece más bien implicar una estoica indignación, un llamamiento a una más verdadera y posible conciencia humana. Faulkner y Hemingway están a las puertas.

           

            Y entonces comprendí que yo era uno de los tontos en la vida

             a quien sólo la muerte trataría igual

             que a los otros hombres, haciéndome sentirme un hombre.

 

           

            En su indagación de esta poesía, la traductora concluye que su ley estriba en el descubrimiento de la dimensión de la memoria: «La realidad está vista bajo una especie de recuerdo». La observación nos parece obvia pero insuficiente, y también la otra: que Lee Masters escruta «con ojo perspicaz y despiadado al hombre norteamericano, situándolo en provincias, con intención más bien simbólica que descriptiva». Creemos que así ha conseguido definir la materia del libro y sobre todo la del hermoso poema introductorio, «La colina», una ballade du temps jadis de nuevo cuño:

           

            … ¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,

             la de tierno corazón, la ingenua, la recia, la orgullosa, la feliz?

 

            (…)

 

            Una murió de parto vergonzoso,

             otra por un amor desgraciado,

             otra a manos de un bruto en un burdel

 

           

            pero no la estructura, el impulso particular de la fantasía de Lee Masters y su manera de configurarse en semejante galería de vicios y valores humanos, en la que vemos pasar las experiencias y los carácteres más dispares (dulces mujeres, brutos, politicastros ambiciosos, intelectuales reprimidos, esposas insatisfechas, libertinos, niños, patriarcas, hombres de ciencia). ¿Cómo consigue Lee Masters encender su fantasía con estos datos y dar coherente unidad al caos?

            Entre un poema como

           

            HAROLD ARNETT

 

           

            Me apoyé en la repisa de la chimenea, sintiéndome muy mal,

             y pensé en mi fracaso, mirando hacia el abismo,

             debilitado por el calor de mediodía.

             Lejos sonó la campana de una iglesia lúgubremente,

             oí el llanto de un bebé,

             y la tos de John Yarnell,

             que guardaba cama, febril, muy febril, moribundo.

             Y entonces me llegó la voz violenta de mi mujer:

             «¡Cuidado, se están quemando las patatas!».

             Las olí… y sentí un asco irresistible.

             Apreté el gatillo… oscuridad… luz…

             indecible remordimiento… buscando a tientas de nuevo el mundo.

             ¡Demasiado tarde! Así vine aquí,

             con pulmones para respirar… aquí no se puede respirar con pulmones,

             aunque hay que respirar… ¿De qué sirve

             arrancarse uno mismo del mundo,

             si ningún alma puede escapar al eterno destino de la vida?

 

           

            y uno como

           

            JONES EL VIOLINISTA RASCATRIPAS

 

           

            Algo mantiene la tierra vibrando

             en tu corazón, y eso es lo que eres.

             Y si la gente descubre que sabes tocar el violín,

             pues toda tu vida tendrás que rascar el violín.

             ¿Qué es lo que ves? ¿Una cosecha de trébol?

             ¿O un prado para cruzarlo hasta el río?

             Hay viento en el maíz; te frotas las manos

             viendo el ganado ya casi a punto para la feria;

             o, más bien, escuchas un susurrar de faldas

             como el de las muchachas cuando bailan en Little Grove.

             Para Cooney Potter una columna de polvo

             o un remolino de hojas significaban sequía ruinosa;

             a mí me parecían como Sammy el Pelirrojo

             bailando al ritmo del «Toor-a-Loor».

 

            ¿Cómo puedo yo cultivar mis veinte hectáreas,

             y no digamos llegar a tener más,

             con una ensalada de cuernas, fagots y flautines

             revuelta en mi cerebro por cuervos y petirrojos

             y por el rechinar del molino de viento, y solamente esto?

             Y jamás en toda mi vida me puse a arar

             sin que alguien se parara en la carretera

             y me llevara a un baile o una excursión.

             Acabé con veinte hectáreas;

             acabé con un violín roto…,

             con una risa rota y mil recuerdos,

             y ni un solo pesar.

 

           

            ¿cuál es la manera, la marca estilística en común? En nuestra opinión, Lee Masters ha visto en ambos casos el inexorable conjunto de gestos, pensamientos y relaciones que constituyen un destino, y los ha organizado según un ritmo que es ese mismo destino, la expresión activa de la conciencia del personaje. Y no siempre aparecen éstos in artículo mortis: el violinista Jones, y muchos otros, ni siquiera aluden al instante supremo; la religiosa solemnidad de cada epitafio está confiada a la intensidad de la confluencia de la noticia biográfica con el sentido absoluto y secreto de la conciencia.

            De la vida de Dillard Sissman, por ejemplo, sabemos muy poco:

           

            Los milanos giran lentamente

             en grandes círculos, en un cielo

             tenuemente turbio, como del polvo de la carretera.

             Y un viento sacude los pastos en que estoy tumbado

             haciéndoles largas olas de hierba.

             Mi cometa está más arriba del viento,

             aunque de vez en cuando se balancea

             como un hombre que sacude los hombros;

             y la cola ondea un instante

             y enseguida cae para reposar.

             Y los milanos giran y giran,

             barriendo el cenit con sus grandes círculos

             sobre mi cometa. Y las colinas duermen.

             Y una casa de granja, blanca como la nieve,

             se asoma entre verdes árboles, lejos.

             Y yo vigilo mi cometa,

             pues no tardará en encenderse la delgada luna

             y entonces se balanceará como un péndulo de reloj

             en la cola de mi cometa.

             Una llamarada con forma de salamandra de agua

             me deslumbra…

             ¡Me agito como una bandera!

 

           

            Sin embargo, no cabe duda de que por su concreción poética y humana es posible discernir esta voz entre las otras de la colina. Todos estos muertos llevan consigo una situación, un recuerdo, un paisaje, una palabra que es cosa indeciblemente suya. Es que al vivir todos nosotros en un mundo de cosas, hechos, gestos, que es el mundo del tiempo, tendemos, con esfuerzo inconsciente y continuo, fuera del tiempo, al momento extático en que realizaremos nuestra libertad. Por eso, cosas, hechos, gestos —el transcurrir del tiempo— llegan a ser promesas de tales momentos, los revisten, los encarnan y se convierten en símbolos de nuestra conciencia liberada. Poseemos un tesoro de cosas, hechos, gestos que son símbolos de nuestro destino, que no valen por sí mismos, por su naturalidad, pero que nos invitan, nos llaman, son símbolos. Diríase que para Lee Masters la muerte —el fin del tiempo— es el instante decisivo que de la selva de símbolos personales ha separado uno violentamente y lo ha soldado, lo ha clavado para siempre en el alma.

            A la luz de este criterio damos nuestro asenso a la selección que nos ofrece la Antología de Spoon River. La traductora, con mano segura, ha escogido en el coro las voces más verdaderas, las más bellas. Viejos enamorados de esta poesía como somos, hemos ido a hojear el voluminoso original, y rara vez hemos visto rechazado un epitafio que hubiéramos querido conservar. Y tampoco se ha perdido en la reducción ese juego de citas y referencias, de nexos existenciales que hace de la necrópolis de Spoon River un conjunto casi narrativo, un drama sacro: «una vida atormentada por instintos reprimidos, por vulgaridades disimuladas y cobardías encubiertas» que «en determinado momento es capaz de transfigurarse en una visión de sabiduría evangélica… Sólo las almas simples consiguen triunfar de la vida: tal parece ser el mensaje extremo del libro… ».

            A estas alturas permítasenos decir que envidiamos el genuino placer experimentado por la traductora [al italiano] en esta tarea. Lo testifica la felicidad expresiva, no pocas veces creadora, que impregna muchas de estas páginas. Sólo quien conozca el cazurro laconismo del texto, todo entretejido de alusiones dialectales, usos implícitos, líricas disonancias e insurrecciones, puede evaluar el rendimiento —la alquimia— del trabajo realizado.

            He aquí la mordedura de la serpiente de cascabel:

           

            Allungavo la mano e non vidi dei rovi,

             ma qualcosa la punse e trafisse e gelò.

 

           

            El pájaro herido (la codorniz):

           

            rovesciò il volo, arruffando le penne,

             e qualche piuma gli volava intorno

 

           

            La metamorfosis apolínea:

           

            l’ora

 

            che mi parve di crescere pianta il cui tronco e i cui rami

             indurivano, pietrificavano, eppure gemmavano

             in fogliole di lauro, in esercito di foglie lucenti,

             tremolanti, fluttuanti, e contratte resistendo al torpore

             che dal tronco e dai rami morenti invadeva le vene.

 

           

            El manzano decrépito:

           

            dai rami secchi

             e dai rampolli verdi, i cui fiori delicati

             erano sparsi sull’intrico sheletrico

 

           

            La vida feliz:

           

            andavo a spasso per i campi dove cantano le allodole

             e lungo lo Spoon raccogliendo tante conchiglie,

             e tanti fiori e tante erbe medicinali—

             gridando alle colline boscose, cantando alle verdi vallate.

 

           

            El semental Billy Lee:

           

            nero come un demonio e agile come un daino,

             dall’occhio infocato, impetuoso di scatto,

             capace di battere in velocità

             tutti i corridori di queste parti.

 

           

            La vieja setentona que no muere nunca:

           

            seduta in una sedia a rotelle, semiviva,

             con una gola cosí paralizzata che, quando inghiottiva,

             la minestra le scorreva di bocca come a un’anatra

 

           

            El consejo del estoico jugador:

           

            È vile sedersi e brancicare le carte

             e maledire le perdite, con occhi cerchiati,

             piagnucolando per tentare ancora.

 

           

            El himno del libertino:

           

            Vorrei aver immerso la mie mani di carne

             nei fiori tondeggianti pieni di api,

             nello specchiante cuore di fiamma

             della luce vitale, un sole d’estasi.

 

           

            La muerte del buen gigante:

           

            e allegramente gettai le mie braccia giganti

             sopra l’orlo d’acciaio della cima—

             ma scivolarono sul limo traditore,

             e piombai giú, giú, giú

             nella tenebra ruggente.

 

           

            Homero en el más allá:

           

            un cieco dalla fronte

             grande e bianca come una nuvola.

 

           

            Un recuerdo de la infancia:

           

            spesso ridendo, con ragazzi e ragazze

             io giocai sulla strada e sulle colline

             quando il sole era basso e l’aria fresca,

             fermandomi a bastonare il noce

             ritto, senza una foglia, contro il tramonto in fiamme.

 

           

            Hemos entresacado estos pasajes de páginas abiertas al azar; queremos que el lector sienta su absoluta inmediatez, el valor de su expresión directa y genuina. El texto, al menos en estos casos, ha sido absorbido enteramente, sin residuos. Pero no tenemos la pretensión de ofrecer con estos fragmentos una antología de la Antología: apreciamos demasiado la integridad estructural y humana de cada personaje y de toda Spoon River. Sólo cabe repetir, por si lo hubiéramos olvidado, que este volumen de poesía lírica es asimismo relato, drama. Y ello constituye para nosotros, los literatos, su más palpitante actualidad.

           

 La gran angustia americana*

 

           

            Edgar Lee Masters acaba de morir octogenario, al cabo de una vida rotunda y fértil en obras, y ahora también él es una voz de Spoon River. ¿A quién lo parangonaremos? ¿A Petit, el poeta que cantaba «vilanelas, rondeles, rondós» mientras Homero y Whitman rugían entre los pinos? ¿A John Horace Burleson, que se casó con la hija de un banquero, escribió ensayos y frecuentó a los intelectuales, pero que nunca pudo escribir un verso, un solo verso que durase? ¿A Jack, el músico ambulante que en el más allá, en compañía de todos los músicos, «desde los más altos a los más bajos», sentado a los pies de un ciego «con cejas tan grandes y blancas como nubes», le oye cantar la caída de Troya? Llama la atención que también los poetas, como casi todo el resto de la gente de Spoon River, sean seres frustrados, llenos de desilusión o resignados y pusilánimes. No parece que la vida de Lee Masters tuviese tal carácter, a juzgar por los logros y la plenitud que la revistieron. Y tampoco parece probable que él ignorase el estremecimiento, el júbilo de las grandes inspiraciones y visiones: son muchas las figuras de su cementerio en cuyos huesos vibra un gran recuerdo, un instante de éxtasis. Entonces, ¿por qué ha dado acentos tan amargos y patéticos a la voz del destino de tres declarados poetas?

           

            En vano es, oh jóvenes huir de la llamada de Apolo.

             Arrojaos al fuego, morid con un canción de primavera,

             si habéis de morir en primavera

 

           

            dice Webster Ford, la última voz del libro, el mismo Lee Masters, evocando su vida.

           

            ¡Ah, hojas, mías,

 

            demasiado marchitas para guirnaldas, que tan sólo valéis

 

            para las urnas de recuerdos…!

 

           

            La poesía más severa y consciente de Lee Masters está en esta humillada celebración de la energía y la juventud de un gran pasado. Pero no la añoranza de la propia juventud, del orgullo y el placer individuales, sino un sueño heroico de «república», de «gigantes que arrancaron la república del seno de la revolución», buenos pioneros que han amado y combatido con coraje. Lee Masters dio un nombre a este sueño: «la democracia de Jefferson», y en el curso de su lenta declinación escribió muchos libros históricos y poéticos sobre sus figuras más memorables.

            En el segundo decenio del siglo él inicia así una meditativa celebración de la tradición americana más pura, que después recogerán muchos otros. Signo inequívoco de que esa tradición llegaba a su ocaso, de que ya era historia pasada.

            ¿Será entonces Lee Masters una especie de Carducci o Whitman, profeta de la energía democrática y pionera, su Dante? Hasta cierto punto. Carducci nunca logró franquear los límites de la tercera Italia y hablar al mundo; su sueño humanitario se nutría de provincianas polémicas escolásticas y anticlericales. Lee Masters examinó y juzgó despiadadamente la «pequeña América» de su tiempo, y la representó en una hormigueante comedia humana donde los vicios y valores de cada individuo germinan en el terreno reseco y corrupto de una sociedad cuya involución es sólo el caso más resonante y trágico de una involución general de todo Occidente. Por eso las espectrales, dolientes, terribles y sarcásticas voces de Spoon River nos han conmovido tanto, nos han tocado en lo vivo. Es la voz de una sociedad que ya no piensa «en universales». Lee Masters dijo a un periodista: «Hasta hace muy poco, cada dos o tres años releía todas las tragedias griegas. La civilización de los griegos fue la gran maravilla del mundo. Ellos pensaban en universales. También los dramaturgos isabelinos… ».

            Pensar en universales significa formar parte de una sociedad que si bien no ha abolido, como creen los necios, el dolor, la angustia espiritual o física y la problematicidad de la vida, dispone no obstante de instrumentos para sostener una lucha común y unánime contra el dolor, la miseria y la muerte. Con su Antología de Spoon River Lee Masters testifica que la sociedad en la cual le ha tocado vivir carece de tales instrumentos, de esos «universales». En otras palabras, que esa sociedad ha perdido el sentido y la guía de sus actos. De ahí que fútiles y atroces tragedias hayan llenado el cementerio de la colina.

            Hay un pequeño episodio en la vida del abogado Lee Masters que puede hacernos reflexionar sobre el sentido de su obra.

            En abril de 1914, cuando comenzaba a componer la Antología de Spoon River, defendía en los tribunales a un sindicato de camareros de Chicago sumidos en la miseria. Durante todo ese tiempo llevó algo así como una doble vida. «Oh…, estaba en forma; nunca me había sentido mejor en los tribunales…; pero a veces miraba alrededor: todo estaba en su sitio, sin embargo yo tenía la sensación de no formar parte de nada… Escribía los poemas en casa, en el despacho, en todas partes, en los menús de la casa de comidas, en los sobres de la correspondencia… Más adelante, cuando me ofrecieron cinco mil dólares por el manuscrito de Spoon River, recordé que lo había tirado. Los menús del restaurante se han perdido.»

            No es más que un episodio, acaso ribeteado por el periodista que lo relata (Robert Van Gelder, Writers and Writing, 1942), pero nos parece un símbolo de este hombre y de su obra. La despiadada claridad de la angustia norteamericana nace en una sala de tribunal, mientras se debate la suerte de humildes camareros en huelga. Los caminos de la poesía son muchos.



EDGAR LEE MASTERS

           

1. R. Michaud, Littérature américaine, Kra, París, 1928, p. 188.

2. El Reedy’s Mirror. En 1915 es reunida en volumen y publicada por McMillan Co. En la edición de 1916 se añaden nuevos poemas.

3. Aludo especialmente a Lee (MacMillan, 1927) y a Domesday Book (1920).

4. La prostituta del pueblo.


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