Edgar Lee Masters
El ardor puritano de una polémica antipuritana*
Hasta
el presente, las pocas referencias que en Europa se han hecho a este libro
revelan la falsa actitud que entre nosotros se suele adoptar con respecto a las
cosas de Estados Unidos. Incluso Régis Michaud —que hasta ahora, por cuanto yo
sé, es quien con más acierto ha juzgado esta literatura—, cuando en su Panorama llega al párrafo «Edgar Lee
Masters»,1 sugiere que la AntologÃa
de Spoon River es esencialmente una obra representativa de las multitudes
aherrojadas y allanadas —refoulées—
por el puritanismo y por la nueva civilización de Estados Unidos. Y en cuanto a
lo que dicen del libro ciertos corresponsales italianos que están allá, será
mejor no revelarlo, porque les darÃamos una importancia que no merecen. Han
reducido la AntologÃa de Spoon River
a documento cultural étnico, espejo periodÃstico de una civilización que, según
nos la presentan ellos, empezarÃa ciertamente a aburrir, y a la cual habrÃa que
contraponer (para cortarle las alas) «nuestra bimilenaria tradición». Cuando
dos chicos riñen, a falta de razones, de seguro sale a relucir el abolengo: «Yo
soy el hijo del teniente». «Y yo, del capitán.»
Todos
os soltarán que el gran mérito de Lee Masters es el de haber iniciado en su paÃs
la descripción realista y despiadada de la pequeña ciudad de provincia, de la
aldea puritana. Ahà están las fechas: AntologÃa
de Spoon River, 1915; Winesburg, Ohio,
1919; Mi Antonia y Calle mayor, 1920. Edgar Lee Masters,
por lo tanto, ha establecido el récord: es el padre de la literatura actual; y
después de esto se pasa a otra cosa.
Ahora
bien, dejando de lado el hecho de que en Norteamérica el pueblo ya habÃa pasado
por el atanor de Hawthorne por lo menos en 1846, creemos que serÃa muy pobre mérito
para los nuevos escritores el que toda su novedad consistiera en haber dirigido
la atención a sus ambientes locales, llenos de problemas locales que se
resuelven en modos de vida locales. Por lo demás, si queremos leer sobre la
vida en provincias, harto sobrados estamos de escritores europeos que han
tratado de ella.
¿En
qué radica, entonces, el gran interés de aquellos libros?
En
primer lugar, me parece que empeñarse en considerar a Edgar Lee Masters un
antipuritano es reducirlo a mÃsero y prescindible panfletista. Problemas de
este género ya son bastante fastidiosos entre nosotros. Es verdad que en la AntologÃa de Spoon River, como por lo
demás en todos los libros, americanos o europeos, de algún valor, hay un
ambiente y una experiencia autóctonos; menudean allà modos de vida y tipos
nacionales que le son muy familiares a cualquier modesto cliente de los cines.
Pero esto es propio de la llaneza del libro, de su directa inspiración en la
vida, de su materia, y todos los libros de cierto valor, repito, presentan en
mayor o menor grado esta caracterÃstica.
Es
preciso comprender que en ese marco nacional el hecho importante no es la polémica
contra ciertas formas puritanas (polémica, por otra parte, que en el libro se
reduce a bien poca cosa), sino el ardor verdaderamente puritano con que son
afrontados, además del particular momento histórico, el problema del sentido de
la existencia y el problema de las propias acciones; ardor y problemas
esencialmente morales y de no vago sabor bÃblico. Si después, en la búsqueda,
algún palo va contra la estructura histórica, puritana, del paÃs, ello puede
interesar mucho a los norteamericanos, que tienen dicha estructura encima, pero
muy poco a nosotros, a menos que la poesÃa del autor haya transformado eso que
para indÃgenas y estudiosos es una clara alusión en una figura que sea, no ya
un simple nombre histórico, sino una nueva criatura. Y para conseguirlo, para
salir airoso en esa obra de creación —que yo creo en gran parte lograda—, me
parece hasta trivial decir que el autor ha debido amar su ambiente, disfrutar
con sus propios personajes, sentirlos nacer en su espÃritu.
Las
caricaturas polémicas son rarÃsimas en Lee Masters. Él ha hecho suyo el ardor
de cada una de las almas sepultadas en Spoon River, el poeta habla
verdaderamente por boca de cada una de ellas. Esta búsqueda siempre renovada
del valor de la existencia in artÃculo
mortis es tan seria y sincera que es oportuno repetir, también a propósito de
Lee Masters, aquello que ya es un tópico en la historia de la cultura
norteamericana: en la oposición al puritanismo han estado siempre los más
grandes puritanos.
La AntologÃa de Spoon River, publicada por partes en un semanario del Medio Oeste,2 es un gran cuerpo de epÃgrafes sepulcrales —en labios de los mismos muertos, según el buen gusto clásico— de un tÃpico pueblecito norteamericano, Spoon River. Es natural pensar inmediatamente que haya aquà influencias de la AntologÃa palatina. El espÃritu de aquellos helenÃsticos adioses a la vida de vÃrgenes, navegantes, cortesanas, guerreros, filósofos, campesinos y poetas es una tierna o estoica añoranza de la luz del sol; en cambio, como veremos, las aspiraciones de Spoon River son de compleja modernidad y trascendencia. Pero, prescindiendo del espÃritu, no es improbable que Lee Masters haya sacado de aquellos epigramas la idea formal de su libro: el tÃtulo y el carácter de sus epitafios, ágiles, sentenciosos, clásicos. Mas también en esto hay innovación, porque la forma, aunque conserva el verso, ignora la rima y el ritmo, lo cual les ha dado en la nariz a muchos: han descubierto que asà se llega a un estilo odiosamente prosaico. No vale la pena discutir; si uno no siente la solemnidad trágica y definitiva de esas pocas frases de versificación sobria y sosegada que epilogan una vida, cuya única función es anotar el pensamiento, dudo de que algún discurso pueda educarlo jamás.
Veamos
este epitafio:
FRANCIS
TURNER
De niño
La escarlatina me habÃa dejado enfermo el
corazón.
Las
pausas no son aquà arbitrarias. Las primeras precisamente martillan porque
marcan el repetido escarnio de ese destino. Y cuando el autor no tiene motivos
para fragmentar un pensamiento, como el del sexto verso, no vacila en
escribirlo seguido. Nótese también la importancia de la pausa de brevedad de «junto
a Mary», que permite cobrar aliento para el vuelo que sigue.
Volvamos
al otro juicio, mucho más serio —y que últimamente arrecia en Estados Unidos en
forma de elogio—, según el cual los muertos de Spoon River serÃan refoulés de aquella civilización que
polemizan descubriendo sus secretas llagas. Aquà atacan prestamente nuestros
periodistas: una humanidad de manicomio, ¡eso nos ofrece América!, pero la
bimilenaria…
Oigan
a este hombre, a ver si les parece un refoulé:
JACK
EL CIEGO
HabÃa estado tocando el violÃn todo el dÃa
en la feria del condado.
A pesar de ser ciego, traté de salir
Hay aquà un ciego con cejas
Pero,
naturalmente, este epitafio ha sido entresacado del conjunto. Un libro que
comienza con una elegÃa sobre el cementerio y sigue con maridos descontentos,
mujeres adúlteras, solteros avinagrados y niños que nacieron muertos, y donde
casi todos se lamentan de sus fallidas existencias, puede parecer al hojearlo
una reseña de casos clÃnicos. La diferencia estriba solamente en la mirada del
poeta, que aquà contempla a sus muertos no con malsana o polémica complacencia —o,
en suma, con la inconsciencia seudocientÃfica que ahora tanto agrada,
desgraciadamente, en Estados Unidos—, sino con una conciencia austera y
fraterna del dolor y la vanidad de todos ellos; y a todos les arranca una
confesión, una respuesta definitiva, sólo por sed de verdad humana y no para
extraer un documento cientÃfico o social. No es necesario el psicoanálisis para
descubrir lo que ya se sabÃa, cuando menos, desde Salomón: que la vida es un
cementerio de ambiciones frustradas, de realidades padecidas, de «alas cortadas».
En resumidas cuentas, por oprimido que parezca cualquier personaje de la AntologÃa de Spoon River, es decir,
sofocado por cierto ambiente, ello no refleja en absoluto el espÃritu del
libro, que, por el contrario, valiéndose de su potente objetividad, contempla y
comparte las innumerables derrotas, los esfuerzos, las batallas y las raras
victorias de la vida sobre la muerte, del espÃritu sobre el caos; batallas cuyo
escenario es este pueblucho de provincia que es el mundo. Pero no hay, por
supuesto, sÃmbolos. Todo es actual, vigorosamente vivo, saturado de materia, en
una palabra, todo es poesÃa.
La
importancia de este libro reside en lo no definitivo de la respuesta, que se
renueva con cada individuo, y en la convicción, padecida página a página, de
que por satisfactoria y definitiva que parezca una solución de la vida, siempre
habrá individuos que quedarán fuera. Por lo tanto, ni optimismo ni pesimismo
constituyen la respuesta; ésta depende de una búsqueda siempre reiterada. Como
los muertos de Dante, que están más vivos que en vida, los muertos de Spoon
River prolongan en forma sepulcral todos sus descontentos, todas sus pasiones.
Pero el paralelismo termina aquÃ, porque los muertos de Dante tienen un esquema
universal señalado y ningún condenado sueña con criticar su destino, mientras
que los de Spoon River ni siquiera en la muerte han hallado una respuesta y
menos aún aquellos que lo dicen. Es un poema esencialmente moderno, el de la búsqueda,
el de la insuficiencia de todo esquema, el de la necesidad a la vez individual
y colectiva. El pesar de un niño muerto de tétanos que enfermó mientras jugaba
alcanza la misma importancia cósmica que el éxtasis de un estudioso que se ha
pasado la vida adorando cielo y tierra. Y al final del libro hay una especie de
fáustico auto sacramental en el que a la figura del demonio, que sigue creando
vidas miserables, que aviva los contrastes y se divierte con las criaturas, se
opone el espectáculo de la vida triunfante, de las leyes armoniosas, una
especie de himno a lo Shelley al mundo liberado que termina asÃ:
Ley infinita,
Pero
esto no toca a las voces de Spoon River. El problema de cada uno de aquellos
muertos sigue siendo el mismo, petrificado en las lápidas de su testamento
sepulcral.
Ofrecer
muestras de estos epÃgrafes es un tanto sacrÃlego. En estos casos, como
siempre, serÃa aconsejable que un editor voluntarioso publicara una traducción
integral del libro. Pero temen que no se venda. Veamos, pues, los fragmentos
escogidos.
El
libro está tan poblado de experiencias que en él, me parece, todos podemos
encontrar nuestro propio epitafio. La reseña va desde el feto no nacido hasta
el filósofo converso.
He
aquà el primero:
Un tallo de la tierra
Pero para nacer la próxima vez
Pues yo soy su hermano pequeño,
Es posible conocer la semilla y el suelo;
¡Arrástrame a la corriente de nuevo,
También
un niño que ha muerto junto con su madre:
¡Polvo de mi polvo,
No conociste a Aliento, aunque tanto te
esforzaste por ello
Asà está bien, hijo mÃo. Pues nunca
recorriste
Y las tempranas heridas, cuando un pequeño
compañero
¿Es demasiado botánico, delicado? ¿Qué sangre
habrÃa llamado a tu sangre?
¡La Muerte es mejor que la Vida!
Y
el filósofo:
EL
ATEO DEL PUEBLO
Yo, que yazgo aquÃ, oh jóvenes que discutÃs
sobre la doctrina
Pero durante una larga enfermedad,
Y me encendieron una antorcha de esperanza y
de intuición
Escuchadme, vosotros, los que vivÃs con los
sentidos
Este
modo tan lÃrico de tratar de una vida, discurriendo acerca de ella casi en
abstracto, presentando, por asà decirlo, su halo y no sus hechos, es muy
peligroso, y en la AntologÃa de Spoon
River se emplea con frecuencia. A veces la naturaleza irresistiblemente
puritana, moralista, del autor, es decir, predicadora, lo lleva a hacer del
epitafio una nebulosa perorata abstracta, eco de muchas otras obras suyas en
las que el torrente lÃrico, estruendoso e interminable, se precipita envuelto
en vapores.3 De cualquier modo, la necesidad, en este libro, de
brevedad, de relieve y definición del personaje no permiten al autor
equivocarse sino raras veces.
Este
poeta obtiene su mayor eficacia y originalidad cuando condensa directamente una
vida en un episodio promovido a significado total, o la musculatura apenas
esbozada de una existencia en una sucesión de rasgos vigorosos. El episodio
tiene a veces un vago sabor irónico o polémico, que pone de relieve el acierto
del autor al esculpir lÃneas eternas en la materia de una murmuración con el
simple recurso del juicio sub specie
aeternitatis.
A.
D. BLOOD
Si en el pueblo pensáis que mi labor fue una
buena labor,
La
susodicha Dora reaparece entera en la historia de su vida.
DORA
WILLIAMS
Cuando Reuben Pantier se marchó abandonándome,
Esto me hizo rica. Me trasladé a Chicago.
Murió una noche entre mis brazos, ya me
entendéis.
Hubo casi un escándalo. Cambié de aires,
Mi bonito piso cerca de los Champs Elysées
Me casé con el conde Navigato, oriundo de Génova.
La
tragedia que aquà emana de una gran masa de experiencias organizadas en una
vida, nace otras veces de un contraste, del sarcasmo final de la vida, de uno
de esos juegos que deleitan al demonio del epÃlogo.
A
propósito de demonio, hay que descartar aquà cualquier posible inspiración de
la AntologÃa de Spoon River en Las memorias del diablo de Frédéric
Soulié. Este último es un libro grande y original, pero es preciso subrayar que
todos esos sutiles y dramáticos análisis de la alta y baja sociedad francesa de
la Restauración, esas diabólicas radiografÃas de una humanidad perdida por
pasiones ciegas, o que han acabado por serlo, poco tienen que ver con la
desesperada tensión de las almas de Spoon River, cuya vida está enteramente
encerrada en un breve recuerdo y cuyo pathos
nace del contraste entre esta brevedad y la intensidad de las aspiraciones.
Además, ni que decir tiene que en la AntologÃa
de Spoon River el diablo propiamente dicho sólo aparece en una conclusión
independiente de la obra, mientras que en Las
memorias del diablo entra con el complicado aparato de lo sobrenatural y
fragmenta la gran comedia en una sucesión de episodios. Pero volvamos al grano
y veamos una de esas ironÃas de la existencia, el caso del empresario de pompas
fúnebres:
JEDUTHAN
HAWLEY
Llamaban a la puerta,
Chase Henry se fue emparejado con Edith
Conant;
(…)
y Thomas Rhodes con la viuda de McFarlane;
O
este otro:
WALTER
SIMMONS
Mis padres pensaban que yo iba ser
Tocaba la corneta y pintaba cuadros,
Pero a los veintiuno me casé,
No era cierto. La verdad era
La
rebelión es uno de los estados más frecuentes en el libro, y donde mejor se
pone de manifiesto la altura de Lee Masters. Ninguna frase retórica, ningún
gesto, sólo almas cansadas que se recogen en sà mismas y se dejan aplastar por
el mundo, o se apartan de él. Es notable el epitafio de esta muchacha:
ROSIE
ROBERTS
Estaba asqueada, más aún, furiosa
En mi habitación le maté, en casa de madame
Lou,
Y
por último:
PAULINE
BARRETT
¡Casi sólo una cáscara de mujer después del
bisturÃ!
Nos paseamos juntos por el bosque,
Este
epitafio es una excelente muestra del arte del poeta. Las figuras crepusculares
en la hora crepuscular, los recuerdos, las sombras, las reticencias del relato,
todo se concierta para crear una escena ceñida de un halo casi sobrenatural.
Algo asà como una escena de hadas de un romántico inglés, de un Yeats. Pero, y
aquà reside la importancia no sólo de Lee Masters, sino de toda la nueva
literatura de Estados Unidos, este halo es real, es un estremecimiento de pena,
una creación sobre todo humana que forma parte de un severo poema moral,
mientras que a los otros, los románticos ingleses —y no sólo a ellos—, se les
ha ido la mano en tontear con las hadas.
El poeta de los destinos*
Fernanda
Pivano ha traducido la Antologia di Spoon
River (Universale Einaudi, TurÃn, 1943), a la que antepone un curioso prólogo
en el cual lo implÃcito es más que lo dicho. ExplÃcita es en cambio la traducción,
penetrada de una cándida alegrÃa de descubridora que arrebata y convence. Si éste
es, como suponemos, el primer esfuerzo literario de Fernanda Pivano, hay que señalar
que raras veces una joven ha sabido refrenar de tal modo sus entusiasmos y
gobernar tan concienzudamente su placer. Se dirÃa que es trabajo de una
conocedora a quien el largo y amoroso trato con el texto ha enseñado a escoger
y transfigurar, en la placidez del recuerdo, los parajes del alma. Cabe
presumir que algunos de estos poemas han llegado a ser italianos poco a poco,
en virtud de repetidas visitas de la memoria, anteriores al acto de la traducción.
Y por cierto el discurso que los acompaña, rico en fugaces iluminaciones y
referencias, nos mueve a suponer una firme asimilación de gran parte de la
cultura que los ha producido.
No
son muchos, a lo que parece, los italianos que tenÃan noticia de este libro.
Recordamos, de Cecchi, una referencia en La
Ronda y un admirativo juicio en America
amara, un apunte de Vittorini en la primera Americana y nuestra vieja nota en La Cultura. Este libro tuvo el privilegio de no estar nunca
envuelto en la polémica vulgar y casi siempre injusta que fue nuestra reacción
frente a aquella cultura, y tampoco se sacó a relucir a propósito del cine ni
del realismo desconcertante. Tal vez lo haya protegido su ambigua simplicidad
expresiva, esa singular amasadura de jugos y fermentos periodÃsticos vaciada en
moldes aparentemente ingenuos, que a veces suena sin más a vieja cerámica.
Nuestros polemistas pasaron de largo, porque no tropezaron allà con el timbre
de fácil y cruda barbarie que acostumbran a exigir a todas las manifestaciones
ultramarinas de este siglo. Resulta por ello notable que la traductora haya
resistido la tentación de darnos en su prólogo un solemne catálogo de las
fuentes, próximas y remotas, del libro. Tanto más cuanto que son evidentes. Nos
da en cambio algo mejor: una referencia compendiada de los temas y las
actitudes que la AntologÃa de Spoon River
suscitó o clarificó en contemporáneos y sucesores. Desde 1915, año en que
apareció, hasta 1940 —en una palabra, el perÃodo de entreguerras—, no hay
escritor significativo de aquel paÃs que no deba algo de su mensaje y de su
universo a Lee Masters. Hablar de este libro es por tanto remontarse a la
fuente de algunas de las más vÃvidas experiencias poéticas de nuestra
adolescencia, al perÃodo heroico en que por primera vez dirigimos la mirada a
un maravilloso mundo que más que una cultura nos pareció una promesa de vida,
una llamada del destino. Historia pasada. Pero agradecemos a la joven
traductora el habernos puesto otra vez ante esa perdida imagen de nosotros
mismos con su sincero y mesurado discurso.
En
conjunto (y la selección que nos ofrece Fernanda Pivano conserva e incluso
realza su sabor y su riqueza), la AntologÃa
de Spoon River es un nudo central e insustituible en toda aquella maraña de
pasos, influjos, acciones y reacciones que enlazan la literatura norteamericana
del siglo pasado con la de principios del nuestro. Y no es por cierto inferior
a la obra de Emily Dickinson o a Tres
vidas, de Gertrude Stein, y acaso sea más importante, pero le resta relieve
su ambiguo poder de caracterización, a causa del cual no siempre es fácil
trazar en ella los lÃmites entre canto y relato, y asà algunos epitafios
parecen presurosos apuntes de novelista y no las atormentadas excavaciones lÃricas
que en realidad son. Tanto Gertrude Stein como Emily Dickinson emprendieron
resueltamente la ruta de las búsquedas experimentales, y después del inevitable
limbo de olvido han reaparecido cual luminoso espejismo ante las jóvenes
generaciones obsesionadas por el problema técnico. Pero muy distinto es el
talante de Lee Masters, quien, movido por intereses culturales y morales de
mayor alcance, en lugar de perseguir nuevas poéticas, se contentó de una vez
para siempre con una forma preexistente —el epitafio—, poco más o menos como
los poetas del pasado aceptaban un metro, y concentró sus facultades
visionarias en la tensión ética de sus personajes, los muertos de Spoon River,
pidiéndoles la revelación del secreto, la conciencia última de sus acciones; y
con este severo, dantesco anhelo llevó adelante su penosa y fantástica labor. ¿Cómo
no reconocer en él, a estas alturas, la estirpe de los Hawthorne y los
Melville, infatigables y misantrópicos escudriñadores de los secretos del corazón
y de los dilemas de la vida moral? Asà como en las cadencias y en el gusto por
una exasperada y surreal normalidad casi biológica de Gertrude Stein o Sherwood
Anderson es posible oÃr el eco (afeminado y sofisticado, si quieren, pero no
cuenten con nosotros) de las declamaciones y los raptos de cierto Walt Whitman
frente a la «divina mediocridad». Perdura en Lee Masters una sombra del
fanatismo abstracto de los padres puritanos, pero no más que una sombra: la
ferocidad con que obliga a un desgraciado a mirar en la cara a su destino no
tiene ya nada de teológico, y parece más bien implicar una estoica indignación,
un llamamiento a una más verdadera y posible conciencia humana. Faulkner y
Hemingway están a las puertas.
…
Y entonces comprendà que yo era uno de
los tontos en la vida
En
su indagación de esta poesÃa, la traductora concluye que su ley estriba en el
descubrimiento de la dimensión de la memoria: «La realidad está vista bajo una
especie de recuerdo». La observación nos parece obvia pero insuficiente, y
también la otra: que Lee Masters escruta «con ojo perspicaz y despiadado al
hombre norteamericano, situándolo en provincias, con intención más bien simbólica
que descriptiva». Creemos que asà ha conseguido definir la materia del libro y
sobre todo la del hermoso poema introductorio, «La colina», una ballade du temps jadis de nuevo cuño:
…
¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y
Edith,
(…)
Una murió de parto vergonzoso,
pero
no la estructura, el impulso
particular de la fantasÃa de Lee Masters y su manera de configurarse en
semejante galerÃa de vicios y valores humanos, en la que vemos pasar las
experiencias y los carácteres más dispares (dulces mujeres, brutos,
politicastros ambiciosos, intelectuales reprimidos, esposas insatisfechas,
libertinos, niños, patriarcas, hombres de ciencia). ¿Cómo consigue Lee Masters
encender su fantasÃa con estos datos y dar coherente unidad al caos?
Entre
un poema como
HAROLD
ARNETT
Me apoyé en la repisa de la chimenea, sintiéndome
muy mal,
y
uno como
JONES
EL VIOLINISTA RASCATRIPAS
Algo mantiene la tierra vibrando
¿Cómo puedo yo cultivar mis veinte hectáreas,
¿cuál
es la manera, la marca estilÃstica en común? En nuestra opinión, Lee Masters ha
visto en ambos casos el inexorable conjunto de gestos, pensamientos y
relaciones que constituyen un destino, y los ha organizado según un ritmo que
es ese mismo destino, la expresión activa de la conciencia del personaje. Y no
siempre aparecen éstos in artÃculo mortis: el violinista Jones, y muchos otros,
ni siquiera aluden al instante supremo; la religiosa solemnidad de cada
epitafio está confiada a la intensidad de la confluencia de la noticia biográfica
con el sentido absoluto y secreto de la conciencia.
De
la vida de Dillard Sissman, por ejemplo, sabemos muy poco:
Los milanos giran lentamente
Sin
embargo, no cabe duda de que por su concreción poética y humana es posible
discernir esta voz entre las otras de la colina. Todos estos muertos llevan consigo
una situación, un recuerdo, un paisaje, una palabra que es cosa indeciblemente
suya. Es que al vivir todos nosotros en un mundo de cosas, hechos, gestos, que
es el mundo del tiempo, tendemos, con esfuerzo inconsciente y continuo, fuera
del tiempo, al momento extático en que realizaremos nuestra libertad. Por eso,
cosas, hechos, gestos —el transcurrir del tiempo— llegan a ser promesas de
tales momentos, los revisten, los encarnan y se convierten en sÃmbolos de
nuestra conciencia liberada. Poseemos un tesoro de cosas, hechos, gestos que
son sÃmbolos de nuestro destino, que no valen por sà mismos, por su
naturalidad, pero que nos invitan, nos llaman, son sÃmbolos. DirÃase que para
Lee Masters la muerte —el fin del tiempo— es el instante decisivo que de la
selva de sÃmbolos personales ha separado uno violentamente y lo ha soldado, lo
ha clavado para siempre en el alma.
A
la luz de este criterio damos nuestro asenso a la selección que nos ofrece la AntologÃa de Spoon River. La traductora,
con mano segura, ha escogido en el coro las voces más verdaderas, las más
bellas. Viejos enamorados de esta poesÃa como somos, hemos ido a hojear el
voluminoso original, y rara vez hemos visto rechazado un epitafio que hubiéramos
querido conservar. Y tampoco se ha perdido en la reducción ese juego de citas y
referencias, de nexos existenciales que hace de la necrópolis de Spoon River un
conjunto casi narrativo, un drama sacro: «una vida atormentada por instintos
reprimidos, por vulgaridades disimuladas y cobardÃas encubiertas» que «en
determinado momento es capaz de transfigurarse en una visión de sabidurÃa evangélica…
Sólo las almas simples consiguen triunfar de la vida: tal parece ser el mensaje
extremo del libro… ».
A
estas alturas permÃtasenos decir que envidiamos el genuino placer experimentado
por la traductora [al italiano] en esta tarea. Lo testifica la felicidad
expresiva, no pocas veces creadora, que impregna muchas de estas páginas. Sólo
quien conozca el cazurro laconismo del texto, todo entretejido de alusiones
dialectales, usos implÃcitos, lÃricas disonancias e insurrecciones, puede
evaluar el rendimiento —la alquimia— del trabajo realizado.
He
aquà la mordedura de la serpiente de cascabel:
Allungavo la mano e non vidi dei rovi,
El
pájaro herido (la codorniz):
…
rovesciò il volo, arruffando le penne,
La
metamorfosis apolÃnea:
…
l’ora
che mi parve di crescere pianta il cui
tronco e i cui rami
El
manzano decrépito:
…
dai rami secchi
La
vida feliz:
…
andavo a spasso per i campi dove cantano
le allodole
El
semental Billy Lee:
nero come un demonio e agile come un daino,
La
vieja setentona que no muere nunca:
…
seduta in una sedia a rotelle, semiviva,
El
consejo del estoico jugador:
È vile sedersi e brancicare le carte
El
himno del libertino:
Vorrei aver immerso la mie mani di carne
La
muerte del buen gigante:
…
e allegramente gettai le mie braccia
giganti
Homero
en el más allá:
…
un cieco dalla fronte
Un
recuerdo de la infancia:
…
spesso ridendo, con ragazzi e ragazze
Hemos
entresacado estos pasajes de páginas abiertas al azar; queremos que el lector
sienta su absoluta inmediatez, el valor de su expresión directa y genuina. El
texto, al menos en estos casos, ha sido absorbido enteramente, sin residuos.
Pero no tenemos la pretensión de ofrecer con estos fragmentos una antologÃa de
la AntologÃa: apreciamos demasiado la
integridad estructural y humana de cada personaje y de toda Spoon River. Sólo
cabe repetir, por si lo hubiéramos olvidado, que este volumen de poesÃa lÃrica
es asimismo relato, drama. Y ello constituye para nosotros, los literatos, su más
palpitante actualidad.
La gran angustia americana*
Edgar
Lee Masters acaba de morir octogenario, al cabo de una vida rotunda y fértil en
obras, y ahora también él es una voz de Spoon River. ¿A quién lo
parangonaremos? ¿A Petit, el poeta que cantaba «vilanelas, rondeles, rondós»
mientras Homero y Whitman rugÃan entre los pinos? ¿A John Horace Burleson, que
se casó con la hija de un banquero, escribió ensayos y frecuentó a los
intelectuales, pero que nunca pudo escribir un verso, un solo verso que durase?
¿A Jack, el músico ambulante que en el más allá, en compañÃa de todos los músicos,
«desde los más altos a los más bajos», sentado a los pies de un ciego «con
cejas tan grandes y blancas como nubes», le oye cantar la caÃda de Troya? Llama
la atención que también los poetas, como casi todo el resto de la gente de
Spoon River, sean seres frustrados, llenos de desilusión o resignados y pusilánimes.
No parece que la vida de Lee Masters tuviese tal carácter, a juzgar por los
logros y la plenitud que la revistieron. Y tampoco parece probable que él
ignorase el estremecimiento, el júbilo de las grandes inspiraciones y visiones:
son muchas las figuras de su cementerio en cuyos huesos vibra un gran recuerdo,
un instante de éxtasis. Entonces, ¿por qué ha dado acentos tan amargos y patéticos
a la voz del destino de tres declarados poetas?
En vano es, oh jóvenes huir de la llamada de
Apolo.
dice
Webster Ford, la última voz del libro, el mismo Lee Masters, evocando su vida.
¡Ah, hojas, mÃas,
demasiado marchitas para guirnaldas, que tan
sólo valéis
para las urnas de recuerdos…!
La
poesÃa más severa y consciente de Lee Masters está en esta humillada celebración
de la energÃa y la juventud de un gran pasado. Pero no la añoranza de la propia
juventud, del orgullo y el placer individuales, sino un sueño heroico de «república»,
de «gigantes que arrancaron la república del seno de la revolución», buenos
pioneros que han amado y combatido con coraje. Lee Masters dio un nombre a este
sueño: «la democracia de Jefferson», y en el curso de su lenta declinación
escribió muchos libros históricos y poéticos sobre sus figuras más memorables.
En
el segundo decenio del siglo él inicia asà una meditativa celebración de la
tradición americana más pura, que después recogerán muchos otros. Signo inequÃvoco
de que esa tradición llegaba a su ocaso, de que ya era historia pasada.
¿Será
entonces Lee Masters una especie de Carducci o Whitman, profeta de la energÃa
democrática y pionera, su Dante? Hasta cierto punto. Carducci nunca logró
franquear los lÃmites de la tercera Italia y hablar al mundo; su sueño
humanitario se nutrÃa de provincianas polémicas escolásticas y anticlericales.
Lee Masters examinó y juzgó despiadadamente la «pequeña América» de su tiempo,
y la representó en una hormigueante comedia humana donde los vicios y valores
de cada individuo germinan en el terreno reseco y corrupto de una sociedad cuya
involución es sólo el caso más resonante y trágico de una involución general de
todo Occidente. Por eso las espectrales, dolientes, terribles y sarcásticas
voces de Spoon River nos han conmovido tanto, nos han tocado en lo vivo. Es la
voz de una sociedad que ya no piensa «en universales». Lee Masters dijo a un
periodista: «Hasta hace muy poco, cada dos o tres años releÃa todas las
tragedias griegas. La civilización de los griegos fue la gran maravilla del
mundo. Ellos pensaban en universales. También los dramaturgos isabelinos… ».
Pensar
en universales significa formar parte de una sociedad que si bien no ha
abolido, como creen los necios, el dolor, la angustia espiritual o fÃsica y la
problematicidad de la vida, dispone no obstante de instrumentos para sostener
una lucha común y unánime contra el dolor, la miseria y la muerte. Con su AntologÃa de Spoon River Lee Masters
testifica que la sociedad en la cual le ha tocado vivir carece de tales
instrumentos, de esos «universales». En otras palabras, que esa sociedad ha
perdido el sentido y la guÃa de sus actos. De ahà que fútiles y atroces
tragedias hayan llenado el cementerio de la colina.
Hay
un pequeño episodio en la vida del abogado Lee Masters que puede hacernos
reflexionar sobre el sentido de su obra.
En
abril de 1914, cuando comenzaba a componer la AntologÃa de Spoon River, defendÃa en los tribunales a un sindicato
de camareros de Chicago sumidos en la miseria. Durante todo ese tiempo llevó
algo asà como una doble vida. «Oh…, estaba en forma; nunca me habÃa sentido
mejor en los tribunales…; pero a veces miraba alrededor: todo estaba en su
sitio, sin embargo yo tenÃa la sensación de no formar parte de nada… EscribÃa
los poemas en casa, en el despacho, en todas partes, en los menús de la casa de
comidas, en los sobres de la correspondencia… Más adelante, cuando me ofrecieron
cinco mil dólares por el manuscrito de Spoon
River, recordé que lo habÃa tirado. Los menús del restaurante se han
perdido.»
No
es más que un episodio, acaso ribeteado por el periodista que lo relata (Robert
Van Gelder, Writers and Writing,
1942), pero nos parece un sÃmbolo de este hombre y de su obra. La despiadada
claridad de la angustia norteamericana nace en una sala de tribunal, mientras
se debate la suerte de humildes camareros en huelga. Los caminos de la poesÃa
son muchos.
EDGAR LEE MASTERS
1.
R. Michaud, Littérature américaine,
Kra, ParÃs, 1928, p. 188.
2.
El Reedy’s Mirror. En 1915 es reunida
en volumen y publicada por McMillan Co. En la edición de 1916 se añaden nuevos
poemas.
3.
Aludo especialmente a Lee (MacMillan,
1927) y a Domesday Book (1920).
4.
La prostituta del pueblo.
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