Ya no hay fechas importantes por Jorge Orlando Correa


Ya no hay fechas importantes

Por Jorge Orlando Correa


Olvidé cómo atarme los zapatos durante mi último cumpleaños. De no ser por mis hijos, es un día que hoy no hubiera recordado. Adrián y Andrea tienen una copia por cada llave de todos los seguros de mi casa. Abrieron la puerta del comedor y entraron sin mayor problema. Daban la impresión de esperar verse frente a lo que ellos consideran, como me han dicho, una situación triste. Algo similar a cuando me encontraron desnudo, sentado en la regadera, con un labio roto, un pómulo hinchado, mientras balbuceaba palabras sin sentido. Nada recuerdo de aquella escena, pero como la mayoría de las cosas que ahora cuento, fue algo que ambos me platicaron luego de un par de días, de una semana, o dos.  

La verdad es que no lo sé. De un tiempo hasta hoy, me he vuelto malo con todo lo que tenga que ver con números. Tampoco puedo asegurar que me lo dijeron ellos. Así que, de alguna manera, he logrado atar algunos cabos. 

Esta vez me hallaron con las manos aferradas a los cordones de mis zapatos, sentado en el borde de un sillón de la sala, con la espalda inclinada hacia el frente y una mirada de ojos vibrantes. 

Después de colocar sobre la mesa una caja cuadrada envuelta en un papel tornasol, mi hijo se secó las lágrimas con uno de sus puños. Andrea, apoyando una rodilla sobre el suelo, se agachó para susurrarme: “papá, te estuvimos esperando”. Puso sus manos sobre las mías. Los pulgares presionaban el centro de mis palmas, el calor de su piel era tal que pude sentir unos pequeños latidos. 

Solté los cordones.

Mis manos dejaron de temblar. 

Ambos intercambiaron una mirada diciéndose “sí”, con un leve movimiento de cabeza. 

—Es lo mejor –dijo Andrea.  

Adrián se volvió a secar las lágrimas. Hablaban de llevarme al asilo. 


Entrelacé los cordones, le di vueltas a uno con el otro y tiré de ambos en dirección contraria: la forma del nudo se desvaneció al instante. Cerré los ojos y maldije en voz baja mientras Adrián decía que era tiempo de subir al coche.

Por unos segundos, frente al librero, me detuve a la altura del compartimiento de discos musicales. Entre ellos estaba el mío; es decir, el que había grabado. En su portada me encuentro vestido con una camisa floreada en vivos rojos y verdes, pantalón de manta y con los brazos cruzados, de pie, sobre las tablas de un muelle en la Playa de Corales. Mi cabello era lacio, me llegaba a la altura de los hombros. Dos estantes a la derecha, postrada en su marco, estaba la foto del pelotón sesenta y seis del noveno regimiento. Todos frente a un viejo tanque de guerra nicaragüense. Ahí ya no tengo el cabello lacio y largo. Ahí salgo a rape, con una ametralladora apoyada sobre el hombro derecho, sin gesticular, un pie sobre los engranajes de las llantas y el otro en suelo.    

—Si te las quieres llevar, las llevamos. 

Andrea ya nos esperaba en el coche, con ambas manos al volante y el motor ronroneando. Mi maleta aguardaba en el asiento trasero. Con pasos en dirección a la puerta, hice saber a mi hijo que no quería llevarme las fotografías. 


La mayoría usaba silla de ruedas. Maldita sea, maldita sea, maldita sea. Algunos jugaban partidas de dominó en una mesa blanca y rectangular. Cierra tu estúpida boca o nos vamos a morir. Mujeres con el cabello cano y hombres con los brazos canalizados a sueros que colgaban de percheros móviles, veían una película en una televisión de pantalla plana. Prefiero que me den un tiro a ser torturado por días. Y un grupo más, con las manos sobre sus piernas y los ojos cristalinos, sin parpadear, observaba el cielo y los jardines tras un vitral panorámico. Nadie decía una sola palabra. 

Vestida de filipina y con el cabello recogido, la mujer que en la recepción dijo llamarse Valeria, explicaba que ahora nos encontrábamos en el área de usos múltiples. Antes recorrimos los senderos del jardín, el comedor y los dormitorios. 

Yo no prestaba atención a lo que Valeria decía. Por momentos, Adrián y Andrea me preguntaban “¿qué te parece, papá?”. Comandante, necesitamos refuerzos, ¿me escucha?, necesitamos refuerzos o nos matarán a todos. 

Valeria colocó una mano en mi espalda para conducirme hasta la mesa en la que se jugaba dominó. Ese sujeto pisó una mina y ahora no tiene piernas. Volteé hacia Adrián y Andrea, pero habían desaparecido. Supuse que se encontraban pagando mi primer mes en la estancia.  

—Él es Manolo –dijo Valeria–, ahora estará con nosotros. 

Todos en la mesa tenían la piel traslucida, como la de un recién nacido. 

—Manolo Migraña, nunca lo hubiera imaginado.   

Una vez vi cómo degollaban a un negro con una piedra. 

El sujeto que me nombró dijo llamarse Carlos. Era calvo, con una cicatriz que partía su cráneo a la mitad y un sinfín de lunares en su rostro. Ya vienen los refuerzos, aguanten, aguanten, no se dejen matar. Intercambiamos una mirada. Él sonreía, yo no hice ningún gesto. Después de un par de carraspeos, gritó o, al menos, intentó gritar con esa voz rasposa que se obtiene por tantos años en el alcoholismo:  

—Tenemos entre nosotros a una celebridad. 

Sólo tres personas dejaron las piezas de dominó sobre la mesa y voltearon a verme. Los demás, silenciosos, siguieron con la vista centrada en su juego. Dispara o no habrá mañana para nuestras familias. Creo que estaban sordos.  

—A este hombre lo conocemos muy bien –dijo Carlos, dirigiéndose a Valeria, pero ella hacía segundos que se había ido. Entonces regresó la mirada a quien tenía al frente para iniciar una conversación.  

—Roberto, ¿lo recuerdas? El grammy latino en el ochenta y ocho, un poco antes de que las calles se llenaran de soldados.  

—Claro que lo recuerdo, Perlas y gaviotas. Carmen te lo puede decir. Bailamos sus canciones en el Sol Club. Fue triste para nosotros ver aquel lugar destruido. 

—Dicen que fue una bomba.  

Con las yemas de mis dedos índices daba golpecitos a mis sienes, como si estuviera mandando un mensaje en clave morse a mi cerebro, diciéndole: recuerda, recuerda cómo hacer el nudo.   

Llevándose las manos a su esponjada y delgada cabellera teñida de un morado pálido, Carmen comenzó a dirigirme la palabra. 

—Roberto nunca creyó que estudiamos la secundaría en el mismo salón, en el año cuarenta y cinco, un poco antes del huracán. ¿Recuerdas cómo la ciudad se hizo aquel puñado de lodo durante meses?  

Un vistazo me bastó para saber que no la reconocía. 

—Manolo, no quiero ser indiscreto… ¿es verdad que tú también fuiste a la guerra? –preguntó el viejo que se sentaba frente a Carmen, inclinando su cara hacía mí y acomodándose los lentes. El grueso de los vidrios hacía que sus ojos lucieran como vistos a través una lupa: enormes y dilatados. Su quijada, siempre abierta, nunca dejó de temblar.  

Silencio, silencio, silencio, no hagan ruido. Con los ojos cerrados traté de recordar el momento en el que aprendí a atarme los zapatos: las cejas gruesas de mi padre, el iris de sus ojos negros; con su mano callosa, de nudillos sobresalientes, me apuntó con el dedo índice y dijo: “presta atención, que sólo te lo voy a enseñar una vez”. Fingió darme una cachetada: parpadeé, hundiendo el cuello entre los hombros. El lugar era la mesa de madera y redonda de la cocina, junto a la estufa. En ella hervía una olla de peltre. El cálido y cítrico aroma a especias me robó la atención. Su palma impactó contra mi mejilla; óxido sabor a sangre por dentro de mi boca. 

—Sí, Manolo fue a la guerra –dijo Roberto–, es algo que leímos en una revista. Después de eso, nunca más volvió a cantar.

—Y en la televisión dijeron que se volvió loco.

—No sólo loco.  

—Cállate, Roberto –dijo Carmen, llevándose su dedo índice a los labios.

—Manolo –dijo el de los lentes de fondo de botella y quijada vibrante–, ¿podrías cantarnos una canción? Puedes cantar aquella que habla de un cielo estrellado y la libertad. 

—“Luz de arena”. A Carmen y a mí nos encantaba bailarla.

—Vamos, Manolo, cántala… 

—Por lo menos el coro.

—¿Es verdad que también entraste al psiquiátrico? 

—Roberto, que te calles con esos asuntos.

—O pudieras cantar cualquier otra.

—¿Qué se siente ir a la guerra? 

—Nos harías muy felices si la cantaras, nos harías recordar tanto.

—¿Qué se siente ver morir a tus compañeros?

—Manolo, te escuchamos. 

—¿Qué se siente matar? 

Por fin tomé asiento. Abrí mis piernas y me incliné lo suficiente como para que mi torso se posicionara entre mis rodillas. Con las manos en las orejas, cerré los ojos. Pude escuchar el latido de mi corazón a través de mis palmas. 

—Manolo, ¿qué te ocurre?  

Era la voz de Carlos. Se escuchaba como los ruidos cuando te encuentras debajo del agua. El de los disparos es como tambores resonando a lo lejos.  

Sentí el peso de una mano sobre mi espalda, debajo de la nuca. 

Lo siguiente que supe fue que estrangulaba a Carlos con el cordón de uno de mis zapatos. Si les revientas la cabeza, no tienes que preocuparte por el resto del cuerpo. De su garganta salía un estertor, como el de un globo al desinflarse. Apunta, dispara, apunta, dispara, apunta, dispara, dispara, dispara. Voltearon a vernos hasta los que pensé que eran sordos y los que veían la televisión y el cielo. Hubo quienes se taparon los ojos y la boca. Nunca había visto tantos muertos, señor. 

Lágrimas resbalaron sobre agrietadas y pálidas pieles. 

Escuché la voz de Andrea decir: 

—Papá, por favor, suéltalo.    


—Por este mes puede estar en mi casa, pero ni un día más, mis vacaciones no duran tanto –dijo Andrea con los brazos completamente estirados y aferrándose al volante. 

  —Si lo mataba, no sé qué íbamos a hacer –contestó Adrián, como si no hubiera escuchado las palabras de su hermana. 

Y fue ese momento en el que creí haber recordado cómo hacer el nudo: sostuve los extremos del cordón del zapato que aún conservaba, hice dos orejas de ratón, pasé una por debajo de la otra. Sólo me faltaba dar una última vuelta y estirar cuando la caja forrada con papel tornasol me bloqueó la vista. 

—Ábrelo, papá –dijo Adrián– estoy seguro que te hará recordar viejos tiempos. 

El nudo se deshizo.  

Una vez que matas al primero, matas al siguiente y el resto es como beber agua.  

Solté el cordón para tomar la caja y dejarla descansar sobre mis piernas. 

—Sí, ábrelo, yo misma lo escogí –dijo Andrea, guiñándome un ojo por el espejo retrovisor.

 Apreté el botón de la puerta el tiempo suficiente como para que el vidrio descendiera por completo. La lluvia se escucha distinto aquí, como mi voz cuando estoy solo. El rugido del aire silenció las palabras de mis hijos. Con los ojos abiertos, gesticulaban, como quien intenta gritar mientras se ahoga. Tiré la caja por la ventana, el viento la absorbió y enseguida la dejamos metros atrás del camino. Andrea detuvo el coche de tal manera que casi me estampo contra el asiento de enfrente. Adrián maldijo, llevándose ambas manos a la nuca. Los dos se voltearon a ver. Esta vez negaron con la cabeza.  

Transcurrieron segundos para que Andrea echara andar de nuevo el motor del vehículo. Las arboladuras se movieron ante mis ojos y yo me dispuse, una vez más, a hacer de forma errónea un nudo con el cordón de mi zapato izquierdo. Durante el resto del camino, nadie dijo ni una sola palabra. 

Han pasado días de todos estos hechos. O, más bien, ocurrió el año pasado. Ahora valen más los gramos de plomo enterrados en sus cuerpos, que la vida de todos esos hombres. Lo que quiero decir es que aún no recuerdo la manera de hacer el dichoso nudo. El pelotón fue bombardeado: ningún sobreviviente. Lo olvidé durante mi último cumpleaños. Alguien me lo dijo. 




Jorge Orlando Correa, 1992. Chetumal, Quintana Roo, México. Textos suyos aparecen publicados en distintos medios físicos y electrónicos como Revista El Septentrión, Revista Plástico, La Caída, entre otros. Es autor del libro de cuentos Ya no hay fechas importantes (Pinos Alados Ediciones, 2020).  Forma parte del equipo editorial del Materia Escrita. 


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