William Faulkner Sobre la privacidad (El Sueño Americano: ¿Qué le sucedió?) (1955)



Sobre la privacidad (El Sueño Americano: ¿Qué le sucedió?) (1955)

ESTO era el Sueño Americano: un santuario en la tierra para el hombre individual: una condición en la que sería libre no sólo respecto a las viejas jerarquías establecidas por empresas de pocos propietarios de poder arbitrario que le habían oprimido como una masa, sino libre respecto a esa masa en la cual las jerarquías de la iglesia y el estado le había comprimido y mantenido individualmente esclavizado e individualmente impotente.
Un sueño simultáneo para los distintos individuos de entre los hombres tan apartados y aislados como para no tener contacto para equiparar sueños y esperanzas con las viejas naciones del Viejo Mundo que existían como naciones no sobre la ciudadanía sino sobre la condición de súbditos, que perduraron sólo bajo la premisa del tamaño y de la docilidad de la masa de súbditos; los hombres y mujeres individuales que dijeron con una voz simultánea: «Estableceremos una nueva tierra donde el hombre pueda asumir que cada hombre individual —no la masa de hombres sino los hombres individuales— tiene derecho inalienable a la dignidad y a ser un individuo libre en el seno de una estructura de coraje individual y de trabajo honorable y de responsabilidad mutua».
No sólo una idea, sino una condición: una condición de vida humana diseñada para ser coetánea con el nacimiento de la propia América, engendrada creada y simultánea respecto al mismo aire y a la misma palabra América, que con ese único golpe, un instante, debía cubrir la tierra con un único suspiro simultáneo como el aire o la luz. Y así fue, así lo hizo: irradiando hasta cubrir incluso las viejas cansadas repudiadas y todavía esclavizadas naciones, hasta que por todas partes los hombres individuales, que no tenían nada salvo haber oído el nombre, no digamos saber dónde estaba América, pudieron responder a ello, elevando no sólo sus corazones sino también las esperanzas que hasta ahora no sabían —o en cualquier caso no osaban recordar— que poseían.
Una condición en la cual todo hombre no sólo no sería rey, ni siquiera querría serlo. Ni siquiera tendría la necesidad de preocuparse de tener la necesidad de ser un igual respecto a los reyes porque ahora estaba libre de reyes y de toda su similar congerie; libre no sólo de los símbolos sino de las mismas viejas jerarquías arbitrarias que representaban los símbolos-marioneta —cortes y gabinetes e iglesias y escuelas— para los que había sido valioso no en tanto que un individuo sino sólo en tanto que un número, su valor compuesto en esa ratio inmutable para sus números puramente estúpidos, ese incremento animal de su masa dócil y sin voluntad.
El sueño, la esperanza, la condición que nuestros antepasados no nos legaron, sus herederos y asignatarios, sino que nos legaron a nosotros, sus sucesores, al sueño y a la esperanza. Ni siquiera se nos dio entonces la oportunidad de aceptar o declinar el sueño que ya fue nuestro dueño y nos poseyó al nacer. No fue nuestra herencia porque fuimos la suya, nosotros mismos en nuestras sucesivas generaciones fuimos la herencia del sueño legada por la idea del sueño. Y no sólo nosotros, sus hijos nacidos y criados en América, sino hombres nacidos y creados en las viejas extrañas y repudiadas tierras, también sintieron ese aliento, ese aire, oyeron esa promesa, ese ofrecimiento de que había una cosa tal como la esperanza para el hombre individual. Y las mismas viejas naciones, tan viejas y ancladas durante tanto tiempo en los viejos conceptos de hombre como para haber pensado ellas mismas más allá de toda esperanza de cambio, haciendo oblación a ese nuevo sueño de ese nuevo concepto de hombre de dones de monumentos y dispositivos para marcar los portales de ese derecho y esperanza inalienables; «Aquí hay sitio para vosotros los de cualquier parte de la tierra, para todos vosotros individualmente sin hogar, individualmente oprimidos, individualmente inindividualizados».
Un don gratuito dejado para nosotros por esos que han bregado mutuamente y perdurado individualmente para crearlo; nosotros, sus sucesores, ni siquiera tuvimos que ganarlo, merecerlo, y no digamos conquistarlo. Ni siquiera necesitamos nutrirlo y alimentarlo. Sólo necesitábamos recordar que, al vivir, era entonces perecedero y debía ser defendido en sus crisis. Algunos de nosotros, quizá la mayoría de nosotros, no podríamos haber probado mediante definición que sabíamos exactamente lo que era. Pero entonces no lo necesitábamos: quienes ya no necesitábamos definirlo más de lo que necesitábamos definir ese aire que respirábamos o esa palabra, los cuales, ambos, simplemente por existir simultáneamente —el respirar el aire americano que hizo América— juntos han engendrado y creado el sueño en ese primer día de América como el aire y el movimiento crearon la temperatura y el clima en el primer día del tiempo.
Porque ese sueño era la aspiración del hombre en el verdadero significado de la palabra aspiración. No era meramente la esperanza ciega y sin voz de su corazón: era la inhalación real de sus pulmones, sus luces, su metabolismo viviente e incesante, de modo que realmente vivíamos el Sueño. No vivíamos el sueño: vivíamos el propio Sueño, exactamente igual que no vivimos meramente en el aire y en el clima sino que vivimos Aire y Clima; nosotros mismos individualmente representantes del Sueño, el Sueño mismo realmente audible en las fuertes voces desinhibidas que no se asustaban de decir clichés en los propios encabezamientos, dándoles a los avatares del cliché de «Dame la libertad o dame la muerte» o «Que esto sea la auto-evidencia de que todos los hombres fueron creados iguales en un derecho mutuo a ser libres» que en cualquier caso nunca habían carecido de verdad, suponiendo que la esperanza y la dignidad sean verdad, una validez y una inmediatez que los absolvía incluso del cliché.
Ése era el Sueño: no que el hombre fuese creado igual en el sentido de que fuese creado negro o blanco o marrón o amarillo y entonces condenado irrevocablemente a eso para el resto de sus días —o, mejor dicho, no condenado con igualdad sino bendecido con igualdad, sin que él mueva un dedo sino en lugar de eso yaciendo encogido y dormitando en su baño templado y sin aire como el embrión aún en el útero—; sino la libertad en la que tener un igual comienzo en la igualdad con todos los demás hombres, y el ser libre para defender y preservar esa igualdad por medio del coraje individual y del trabajo honorable y de la responsabilidad mutua. Entonces lo perdimos. Nos abandonó, lo que nos había sostenido y protegido y defendido mientras nuestra nueva nación de nuevos conceptos de existencia humana conseguía un punto de apoyo lo suficientemente firme para permanecer erguidos entre las naciones de la tierra, sin pedirnos nada a cambio salvo recordar siempre que, estando vivo, era por tanto perecedero y entonces debía ser siempre sostenido en la incesante responsabilidad y vigilancia del coraje y el honor y el orgullo y la humildad. Ahora se ha marchado. Nos adormilamos, nos dormimos y nos abandonó. Y en ese vacío ya no suenan las fuertes y altas voces no sólo carentes de miedo sino ni siquiera conscientes de que existía el miedo, hablando en una unificación mutua de una esperanza y una voluntad mutuas. Porque lo que oímos ahora es una cacofonía de terror y conciliación y compromiso balbuceando únicamente los fonemas; las altas y vacías palabras de las que hemos emasculado todo significado cualquiera —ser libre, democracia, patriotismo— que éste sea, despertados al fin, tratamos desesperadamente de ocultarnos a nosotros mismos esa pérdida.
Algo le sucedió al Sueño. Pasaron muchas cosas. Esto, pienso, es un síntoma de una de ellas.
Hace unos diez años un crítico literario y ensayista muy conocido, un buen amigo de toda la vida, me contó que una adinerada revista ilustrada semanal de amplia difusión le había ofrecido una buena suma por escribir un texto sobre mí —no sobre mi trabajo o sobre mis obras, sino sobre mí como ciudadano privado, como individuo—. Dije No, y expliqué por qué: creo que únicamente las obras de un escritor son de dominio público, para ser discutidas e investigadas y para escribir acerca de ellas, el propio escritor las había puesto allí al presentarlas para ser publicadas y al aceptar dinero por ellas; y por tanto él no sólo aceptaría sino que debía aceptar lo que sea que el público desee decir o hacer acerca de ellas desde el elogio a la quema. Pero que, hasta que el escritor cometa un crimen o se presente a un cargo público, su vida privada es suya; y no sólo tenía el derecho de defender su privacidad, sino que el público tenía el deber de hacerlo toda vez que la libertad de un hombre debe detenerse en el punto exacto en el que empieza la del siguiente; y que yo creía que cualquiera con gusto y responsabilidad estaría de acuerdo conmigo.
Pero el amigo dijo No. Dijo:
«Estás equivocado. Si escribo el texto, lo haré con gusto y responsabilidad. Pero si me rechazas, tarde o temprano lo hará alguien que no se preocupará ni por el gusto ni tampoco por la responsabilidad, al que no le importaréis nada tú ni tu estatus como escritor, como artista, sino sólo como mercancía: como producto comercial: para ser vendido, para incrementar la circulación, para hacer algo de dinero».
«No me lo creo», dije. «Hasta que no cometa un crimen o anuncie mi candidatura, no pueden invadir mi privacidad después de haberles pedido que no lo hagan.»
«No sólo pueden», dijo, «sino que una vez que tu reputación europea llegue de vuelta aquí y haga que financieramente merezcas la pena, lo harán. Espera y verás».
Lo hice. Hice ambas cosas. Hace dos años, por pura casualidad, en el transcurso de una charla con un editor en el sello que publica mis libros, me enteré de que la misma revista ya había puesto en marcha el mismo proyecto que yo había declinado hacía ocho años; no sé si se lo habían notificado formalmente a los editores o si únicamente lo habían oído también por casualidad, como me pasó a mí. Dije No otra vez, recapitulando las mismas razones que todavía creía que no eran ni siquiera rebatibles por cualquiera que poseyera el poder de la prensa pública, dado que las cualidades del gusto y de la responsabilidad tendrían que ser inherentes a dicho poder para ser válido y que se le permitiese perdurar. El editor me interrumpió.
«Prueba otra vez con ellos. Di “Se lo pido: por favor no lo hagan”.» Entonces presenté el mismo Les pido: por favor no lo hagan al escritor que iba a escribir el texto. No sé si era un miembro de la redacción designado para el trabajo o si se presentó voluntario para ello o si quizá él mismo vendió a sus empleadores la idea. Sin embargo recuerdo que su respuesta implicaba «Tengo que hacerlo,
si me niego me despedirán». Que probablemente sea correcta, pues obtuve la misma respuesta de un miembro de la redacción de otra revista acerca del mismo asunto. Y si eso era así, si el escritor, un miembro del gremio al que servía, también era víctima de la misma fuerza de la que yo era víctima —ese uso irresponsable que es por tanto un abuso y que en su caso es traición, de ese poder llamado Libertad de Prensa que es uno de los más potentes e inestimables defensores y conservadores de la dignidad y de los derechos humanos—, entonces la única defensa que se me dejaba era negarme a cooperar, a tener nada que ver con el proyecto. Aunque ahora mismo supiese que eso no me salvaría, que nada podría pararlos.
Quizá ellos —el escritor y su empleador— no me creyeron, no me podían creer. Quizá osaron no creerme. Quizá ahora es imposible para cualquier americano creer que alguien que no se esté escondiendo de la policía realmente no quiera, como un don gratuito, su nombre y su fotografía en ningún órgano impreso, sin importar cuán bajo o modesto o de difusión restringida sea. Aunque quizá la cuestión nunca alcanzó este punto: ambos —el editor y el escritor— sabían desde el principio, independientemente de que yo lo supiese o no, que nosotros tres, ellos dos y su víctima, éramos todos víctimas de esa falla (en el sentido en que los geólogos usan el término) de nuestra cultura americana que diariamente nos está diciendo: «¡Cuidado!», los tres afrontándolo como uno solo no con una idea, un principio de elección entre el buen y el mal gusto o la responsabilidad o la falta de ella, sino como un hecho, una condición de nuestra vida americana antes de que los tres estuviésemos (en ese momento) desvalidos, condenados en ese momento.
Así que el escritor vino con su grupo, fuerza, equipo y consiguió su material donde y como pudo y se marchó y publicó su artículo. Pero ése no es el punto. El escritor no será culpado dado que, con las manos vacías, él (si mi recuerdo es correcto) habría sido despedido del trabajo, lo cual le privaba del derecho a elegir entre el buen y el mal gusto. Tampoco el empleador dado que, para mantener su trabajo (el del empleador) también precario en esta estructura incluso él, director y jefe de uno de sus componentes
integrales, puede verse obligado a servir a las costumbres del momento con el fin de sobrevivir entre sus rivales.
No es lo que dijo el escritor, sino el hecho de que lo dijese. Que él —ellos— lo publicaban, en un órgano reconocido que, para ser y seguir siendo reconocido, funciona bajo el supuesto de ciertos estándares inflexibles; lo publicaban no sólo pasando por encima de las protestas del sujeto sino con inmunidad completa respecto a ellas; una inmunidad no sólo supuesta para sí mismo por el órgano sino una inmunidad ya garantizada por adelantado por el público al que vende sus manufacturas por un beneficio. Lo aterrador (no chocante; esto no puede chocarnos dado que permitimos su nacimiento y lo observamos crecer y lo apoyamos y validamos e incluso lo usamos individualmente para nuestros propios fines y necesidades) es que esto podría haber pasado en cualquier caso bajo esas condiciones. Que podría haber pasado en cualquier caso sin que el sujeto ni siquiera hubiese sido avisado con antelación. E incluso cuando él, la víctima, fue advertido con antelación por accidente, aun así estaba desvalido para prevenirlo. E incluso después de que se hubiese hecho, la víctima no podía interponer recurso de ningún tipo ya que, a diferencia del sacrilegio o la obscenidad, no tenemos leyes contra el mal gusto, quizá porque en una democracia la mayoría de la gente que hace las leyes no reconoce el mal gusto cuando lo ve, o quizá porque en nuestra democracia el mal gusto se ha convertido en una mercancía con la que comerciar y por tanto imponible y por tanto algo con lo que se puede ejercer presión e influencia por parte de las federaciones de comercio que simultánea y concurrentemente crearon el mercado (no el apetito: eso no necesitaba creación: sólo condescendencia) y el producto para servirlo, y el mal gusto por simple solvencia fue purificado de mal gusto y absuelto. Y aunque hubiese habido base para el recurso, aun así la cuestión habría permanecido en la parte negra del libro de cuentas dado que el editor podría cargar el juicio y las costas a pérdidas operativas y el incremento de ventas fruto de la publicidad a capital invertido.
El punto es que hoy en América cualquier organización o grupo, simplemente por funcionar bajo una frase como Libertad de Prensa o Seguridad Nacional o Liga Contra la Subversión, pueden postular para sí mismas completa inmunidad para violar la condición individual[68] —la falta de privacidad individual con la que no se puede ser un individuo y la falta que individualmente no es nada que merezca la pena tener o conservar— de cualquiera que no sea él mismo un miembro de una organización o grupo lo suficientemente numeroso o rico como para asustarles. Esa organización no será de escritores, artistas, por supuesto; siendo individuos, ni siquiera dos artistas podrían confederarse alguna vez, ni mucho menos los suficientes. Además, los artistas en América no tienen que tener privacidad porque no necesitan ser artistas por lo que a América respecta. América no necesita artistas porque no cuentan en América; los artistas no tienen más sitio en la vida americana que los empleadores de los miembros de la redacción de revistas ilustradas semanales en la vida privada de un novelista del Mississippi. Pero están las otras dos ocupaciones que son valiosas para la vida americana, que requieren, que demandan privacidad para perdurar, para vivir. Éstas son las ciencias y las humanidades, los científicos y los humanistas: los pioneros en la ciencia del perdurar y la destreza mecánica y la autodisciplina y la habilidad como el Coronel Lindbergh que finalmente fue compelido a repudiarlo por la nación y por la cultura, una de cuyas costumbres era el derecho inalienable a violar su privacidad en lugar del deber inalienable de defenderla, la nación que asumió un derecho inalienable para arrogarse la gloria de su renombre aunque no tuviese el poder de proteger a sus hijos ni la responsabilidad de preservarlos de su aflicción; los pioneros en la simple ciencia de salvar la nación como el Doctor Oppenheimer que fue hostigado e impugnado según esas mismas costumbres hasta que fue despojado de toda privacidad permaneciendo allí únicamente las cualidades del individualismo de cuya posesión nos vanagloriamos dado que sólo ellas nos diferencian de los animales —gratitud por la amabilidad, fidelidad a la amistad, caballerosidad hacia las mujeres y capacidad para amar— ante lo cual se vieron impotentes incluso sus hostigadores sometidos a investigación oficial, marchándose (uno espera) avergonzados de sí mismos, como si todo el negocio no hubiera tenido absolutamente nada que ver con la lealtad o la deslealtad o la seguridad y la inseguridad, sino que simplemente se trataba de apalearle y despojarle completamente hasta desnudarle de la privacidad que de haberle faltado nunca le habría permitido llegar a ser uno de ese puñado de individuos capaces de servir a la nación en un momento en el que aparentemente nadie más podía, y al fin reducirle así a un número más sin identidad en esa masa sin identidad anónima y sin privacidad que parece ser nuestro objetivo.
E incluso quizá eso es sólo un punto de partida. Porque la propia enfermedad viene de mucho más atrás. Viene de ese momento de nuestra historia en el que decidimos que las viejas y simples verdades morales de las que el gusto y la responsabilidad eran los árbitros y los controles estaban obsoletas y debían ser descartadas. Viene de ese momento en el que repudiamos el significado que nuestros padres habían estipulado para las palabras «libertad» y «condición libre» sobre el cual, por el cual y para el cual nos fundaron como nación y nos dedicaron como un pueblo, manteniendo nosotros en nuestra época únicamente los fonemas correspondientes. Viene de ese momento en el que sustituimos la libertad por la licencia —licencia para cualquier acción que se mantenga en los límites de la prescripción de las leyes promulgadas por las confederaciones de los practicantes de esa licencia y los cosechadores de los beneficios materiales—. Viene de ese momento en el que sustituimos el ser libre por la inmunidad para cualquier acción para cualquier recurso, con la única condición de que el acto se lleve a cabo bajo la égida de los vacíos fonemas del ser libre.
En ese mismo instante la verdad también se desvaneció. No abolimos la verdad; ni siquiera podríamos hacerlo. Simplemente nos dejó, nos volvió la espalda, no con desprecio ni siquiera con desdén ni siquiera tampoco con (esperemos) desesperación. Simplemente nos dejó, quizá para volver cuando lo que quiera que sea —el sufrimiento, el desastre nacional, quizá cuando (si nada más sirve) acontezca la derrota militar— nos haya enseñado a valorar la verdad y a pagar cualquier precio, aceptar cualquier sacrificio (oh sí, también somos valientes y duros; sólo que intentamos aplazar todo lo posible el tener que serlo) para recuperarla y mantenerla otra vez como nunca deberíamos haberla dejado ir: en sus propios e innegociables términos de gusto y de responsabilidad. La verdad —esa larga limpia clara simple firme incuestionable recta y brillante línea, a un lado de la cual lo negro es negro y al otro lo blanco es blanco— ahora se ha convertido en un ángulo, en un punto de vista que no tiene nada que ver con la verdad ni tampoco con los hechos, sino que únicamente depende de dónde estés cuando lo miras. O más bien —mejor— de dónde te las ingenias para tener situado a aquel al que estás intentando engañar u ofuscar cuando te mira.
Una apuesta sencilla en realidad, una apuesta combinada, un triple del día:[69] la verdad y el ser libre y la libertad. El cielo americano que una vez fue el empíreo infinito del ser libre, el aire americano que una vez fue el aliento viviente de la libertad, ahora se han convertido en una vasta presión aplastante que deroga ambos, destruyendo la individualidad del hombre en tanto que hombre mediante (en su momento) la destrucción del último vestigio de privacidad sin la que el hombre no puede ser un individuo. Nuestra propia arquitectura nos ha advertido. Hubo un tiempo en que no podías ver ni desde el interior ni desde el exterior a través de los muros de nuestras casas. Ahora es el tiempo en el que a través de los muros puedes ver desde el interior lo de fuera aunque todavía no desde fuera el interior. Vendrá un tiempo en el que se puedan hacer ambas cosas. Entonces se habrá ido realmente la privacidad: aquel que sea lo bastante individual como para querer incluso cambiarse su camisa o bañarse dentro será maldecido por una voz americana universal como subversivo respecto al modo de vida americano y a la bandera americana.
Si (por esa época) los propios muros, opacos o no, todavía pueden mantenerse en pie tras esa furiosa ráfaga, esa fuerza, ese poder que se alza como un trueno en el cénit americano, de múltiples caras aunque mutuamente conjuntadas, bramando las palabras y frases que hace mucho que fueron emasculadas de cualquier denotación o significado distinto al de herramientas, implementos, para el posterior hostigamiento del espíritu humano privado e individual, por sus furiosos e inmunizados sumos sacerdotes: «Seguridad». «Subversión». «Anti-Comunismo». «Cristianismo». «Prosperidad». «El Modo Americano». «La Bandera».
Con posibilidades en la balanza (más un rápido juego de pies de vez en cuando, por supuesto) un individuo puede defenderse a sí mismo de la libertad de otro individuo. Pero cuando poderosas federaciones y organizaciones y amalgamas como las corporaciones editoriales y las sectas religiosas y los partidos políticos y los comités legislativos pueden incluso absolver a una de sus unidades de trabajo de las restricciones de la responsabilidad moral por medio de eslóganes como «Libertad» y «Salvación» y «Seguridad» y «Democracia», bajo el cobijo de cuya absolución los individuos practicantes asalariados quedan liberados de responsabilidad individual y restricción, entonces mantengámonos en guardia. Entonces incluso la gente como el Doctor Oppenheimer y el Coronel Lindbergh y yo (también el miembro de la redacción de la revista semanal ilustrada si realmente fue compelido a elegir entre el buen gusto y la inanición) tendremos que confederarnos en su momento para preservar esa privacidad con la que sólo el artista y el científico y el humanista pueden funcionar.
O para preservar la misma vida, respirando; no sólo artistas y científicos y humanistas, sino también los parientes políticos o biológicos de doctores osteópatas. Por supuesto estoy pensando en el doctor de Cleveland recientemente condenado por el brutal asesinato de su esposa, tres de cuyos parientes —el padre de su esposa y sus propios padre y madre— con una excepción ni siquiera han sobrevivido a ese proceso en lo que concierne a la propia prensa, que mantuvo el lamentable asunto en la mayoría de las portadas de la nación hasta el mismísimo final, ahora está declarando oficialmente que fue cubierto en exceso mucho más allá de su valor e importancia. Estoy pensando en las tres víctimas. No en el hombre condenado: sin duda el vivirá todavía mucho tiempo; sino en los tres parientes, dos de los cuales murieron —uno de ellos en cualquier caso— porque, por citar a la propia prensa «estaba cansado de la vida», y la tercera, la madre, por su propia mano, como si hubiese dicho puedo aguantar más esto. Quizá murieron únicamente por el crimen, aunque uno se pregunta por qué la coincidencia de sus muertes no se produjo con la comisión del asesinato sino con la publicidad del proceso. Y si no fue meramente por la propia tragedia por lo que una de las víctimas estaba, cito, «cansada de la vida» y otra obviamente dijo no puedo aguantar más —si tenían más de una razón para renunciar e incluso (una) para repudiar la vida—, y si el hombre era culpable tal como dijo el jurado que lo era, ¿Lo que hizo ese poder medieval de caza de brujas llamado Libertad de Prensa, que en cualquier cultura civilizada debe ser aceptado como ese dedicado paladín a través de cuya inflexible rectitud debe prevalecer la justicia y tener lugar la misericordia, no fue exactamente aprobar y amparar que los propios parientes del criminal fuesen eliminados de la faz de la tierra como expiación por su crimen? Y si él era inocente como dijo ser, ¿en qué crimen participó ese mismo campeón del débil y del oprimido?
O (por repetir) no el artista. América todavía no ha encontrado un sitio para aquel que lidia sólo con cosas del espíritu humano excepto para usar su notoriedad para vender jabón o cigarrillos o plumas estilográficas o para anunciar automóviles y cruceros y hoteles en complejos turísticos, o (si se le puede enseñar a contorsionarse lo suficientemente rápido como para alcanzar los estándares) en la radio o en las películas donde puede producir suficientes tasas de beneficios para merecer atención. Pero el científico y el humanista, sí: el humanista en ciencia y el científico en la humanidad del hombre, quienes aún deberían salvar esa civilización que los profesionales en salvarla —los editores que apoyan su propio engorde sobre la lujuria y la lascivia del hombre, los políticos que apoyan su propio tráfico sobre su estupidez y su codicia, y los hombres de iglesia que apoyan su propio comercio sobre el miedo y la superstición— parecen estar demostrando que no pueden.


[Harper’s (julio de 1955; este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner.]




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