El nuevo libro de
Jaime Retamales (Santiago, 1958), Caída libre (Santiago, Calabaza del
Diablo, 2018), encubre tras la nota vitalista ya característica en sus seis
publicados un gesto de detención, un momento de balance. Cualquier conocedor de
su obra se da cuenta de inmediato apenas empieza a leer los poemas, que pasan
por temas clave de sus anteriores libros de manera consciente; esto, que bien
apunta a una revisión de lo escrito, sabe proyectarse en una efectiva revisión de
lo vivido, desde el poema 1958 hasta textos que desean ser índices
de intimidad -Madre, Padre. Sobra decir que en esta poética lo vivido no
desea separarse de lo escrito; no obstante, esta construcción textual no admite
ingenuidades. Retamales es capaz de ver que existe una brecha insalvable y
asume la dificultad de hacerse cargo de esta. Para ello, recuerda ya al
principio en Circo el complejo simbólico que había establecido hace dos
décadas en Dinastía circense (Santiago-Valparaíso, RIL, 1998), pensado
en relación a la posibilidad de plantearse como observador o actor ante el
mundo -complejo de símbolos que sabía cubrir ya una variedad de implicaciones
vitales y artísticas:
Una red se tiende y sostiene
un
mundo imaginario
que nunca se acaba en el decir
Hazlo nuevo dice el maestro
no
vuelvas tu mirada
pierde
el miedo y cae
en el borde y en el fondo
eres
estrella y espectador. (p. 10)
Este poema, el
segundo del volumen -que parece contener la clave del título- parece dar desde
ya la resolución del “dilema” de la relación de la vida y el arte: la
inevitable aniquilación eventual del sujeto -no solo en forma de muerte física-
casi como premisa ética, apuntando a la desaparición de sí mismo en cuanto ente
capaz de acción y conciencia. No obstante, este no es el lugar desde donde
pudiese partir una escritura. Enfrentado a una aparente vía cerrada, Retamales
enlaza su poética a la videncia, entendida como forma particular de la acción:
casi como un estado del alma, una apertura hacia lo que la vida no desea decir:
Es raro el asombro
si
lo vives
termina
por imponer
una mudez
en el fondo de las cosas. (Tríptico, p. 14)
Entiendo acá la
videncia como una particular manera de percepción que sabe no reconocer
principios ajenos al sujeto creador, tentando a un estado de percepción
primaria del transcurso del mundo.
Sincronía de los elementos
nada
de unidad
jerarquía
orden
sólo el esplendor del mundo visible
(...)
Lleva tiempo
la
exactitud a tus narices
el modo de presentar a tus protagonistas:
sujetos al azar
una mezcla de tierras
vulnerables
en el modo de existir o morir. (1958, p. 11)
Los principios
ajenos, externos al sujeto -enunciados acá como unidad, jerarquía, orden-
deben ser aislados para que surja el esplendor que dé exactitud. Esto
rinde una forma particular de oposición entre el sujeto y el mundo, en que el
mundo representará la instancia de una ley exterior ante un sujeto que
ha elegido estar más acá de cualquier ley en el instante de la
percepción de la realidad. Se trata indudablemente de una resistencia ante un
orden de cosas en que lo vital debe enfrentarse con un espectáculo incorpóreo
que actúa por su propia inercia:
En el cristal líquido
rayos
de áurea admonición
donde
calza peras con membrillos
el
chapucero Mañana
&
entre
dos paredes
sus
tendenciosas nuevas:
(...)
el organizador de sesos es un programa
basura
como
este templo
en
el que ridículos
solemnes inclinamos
las cabezas
para vadear el campo de la guerra
simbólica. (Tiempos Modernos, 17)
Ante esto la Vanidad
(cfr. p. 15) de quien se ha vuelto extranjero tiene tan solo este
escenario de guerra simbólica para afirmarse a sí mismo. En poemas como Arrebato
(p. 27), de temple mayakovskiano, vemos la insistencia en este rompimiento
radical que es capaz de negar cualquier estructura proyectiva o coherente
consigo misma. Como señal de época precisamente se planteará una
retirada -la de un buzo, cansado, desde la orilla del océano-, y como poética
la búsqueda de la superación de los engaños de la percepción:
Elementos
Figuras y escasos rayos
entran
a un ensimismado
sin resistencia alguna
maldice su estupidez
y
a tiempo
concentrado en la naturaleza de la luz
descubre la representación equivocada:
rectas van desde el ojo al objeto
en el asombro particular
de quien cuenta la estética
de adentro hacia fuera
y en la vía de enfrente pasando
toda creída la verdad como era
¡estafado por Euclides!
acá tiene lugar
el
desgaste
la
voluntad
el fracaso de medirse con la ciencia
la claridad de un día
en la contemplación de las cosas
hasta acabar con la ley. (p. 43)
A falta de esta ley
externa, impuesta, no queda sino enfrentarse a las leyes del equívoco que
presenta Bruno Montané en el primer epígrafe presente en el libro. La
paradójica precisión de estas leyes no rendirá sino una construcción
frágil, que parece reproducir el momento de su aparición esplendorosa
más que postular a la duración. Ello valida poderosamente la disposición gráfica
del poema en la página: a modo mayakovskiano, Retamales hace surgir las
palabras de la página, haciéndolas saltar desde el esquema sintáctico y
produciendo en conciencia una lectura activa que se asienta en la búsqueda de
los conectores y permite un arco largo de tensión antes de lograr completar la
expresión completa de una frase gramatical. Cada palabra adquiere volúmenes y
pesos específicos, que saben proporcionar visualidad a una poética cuyo
predominio es más bien el tejido de la logopeia.
Ante la disolución
sin reservas del arte a la que apuntaba Theodor Adorno, producto del
desmoronamiento de sus materiales ante la crisis del objeto estético, Retamales
ha elegido hacer de su poesía una voz de resistencia personal que en su
intensidad bien se puede nombrar como porfía. La imposible resolución de los
conflictos fundamentales que se ha planteado como base de su poética, al
devenir un factor constitutivo del sujeto y de su cosmovisión -un sujeto sin
expectativas, una cosmovisión conscientemente incompleta y difícilmente
postulable-, hace de Caída libre un libro de una franqueza excepcional,
una franqueza a la altura de la difícil ética de los días que corren.
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