Tragicomedias y verdades Vol. I
He estado al pendiente de mi teléfono celular durante todo el mes. Por las noches lo pongo en modo avión y cada que habilito el Wi-Fi por las mañanas espero que llegue algún mensaje, correo o la notificación de una llamada perdida. Los gastos hormiga de momento son los siguientes: encendedores y veladoras.
Me he ahorrado cientos de pesos en copias simplemente con imprimir desde mi trabajo; a la hora de la comida me aguanto unos veinte minutos y a veces hasta le doy una repasada a los documentos antes de mandarlos a la máquina. Todo deja una huella virtual, es cierto, pero también es verdad que la encargada de sistemas en el edificio siempre me sonríe y yo a ella.
Han pasado tres meses desde que envié un cuento por mensajería a la Ciudad de México; cuatro desde que envié un pdf a Colombia y seis desde que mandé un libro de cuentos a tres Comunidades Autónomas españolas. Confío en que mi narrativa encontrará su lugar con el jurado de Asturias, el de Aragón o el de Murcia. Es más, ¿por qué no?, ¡tal vez me lleve los tres de un jalón y pueda escoger el mejor pagado! El de Aragón da quince mil euros. Quince sin los impuestos, ya me asesoré con lo de la legislación tributaria y no está tan mal. También me he dado el lujo de pasear, en el Google Maps, por todo Murcia y Zaragoza, pero como que no me animo con Oviedo porque ese es el más peleado de los tres concursos; el año pasado lo ganó un finalista del Herralde. Los malditos profesionales se aprovechan con la cosa esta de los seudónimos.
Es difícil esperar tanto tiempo para que te den el fallo de un premio de cuento o de novela. Esas cosas no se escriben de la noche a la mañana, ojalá y se concediera un pago o una publicación inmediata al momento de poner el punto final a una obra. Hay quien nunca lo pone. Al menos un reconocimiento al valor o algo. Pero no. Por lo general no se recibe nada.
El año pasado mandé cuentos a Argentina, España, Uruguay y Venezuela. Fue como lanzar cohetes al espacio sin el combustible suficiente para salir de la atmósfera. Los fuselajes han caído al circuito de revistas literarias independientes, pero una de las naves quedó orbitando entre la basura espacial: ese mismo año, desde Barcelona, me propusieron una co-edición de un libro de cuentos; el compendio había concursado en Cataluña contra 497 obras. 298 de narrativa, 199 de poesía. El premio eran mil euros y la publicación. Al parecer, el editor consideró que mis textos no eran dignos de ganar, pero tampoco tan malos como para ser presa de ese silencio editorial que se ha institucionalizado muy bien desde hace mucho tiempo en todos los concursos.
En un correo muy breve, me explicaban que mi propuesta de libro, titulada: «Tragicomedias y verdades» tenía los méritos literarios suficientes para poder encontrar una buena acogida entre un hipotético grupo de lectores. Los riesgos de la publicación eran altos y por esta razón me pedían contribuir con el cincuenta por ciento de la inversión para un tiraje de 500 ejemplares. Naturalmente, el margen de ganancia también era lo correspondiente a la mitad de las ventas. El detalle conmigo es que no tengo un pinche peso, y en ese momento menos lo tenía. Tampoco había un Mecenas, ni beca, ni FONCA, ni PECDA y ni madres. Una multitud de amigos y familiares expresaban su buena voluntad para mis proyectos de escritura, pero no iba a encontrar apoyo financiero por ninguna parte.
Rechacé la propuesta, por supuesto. Con todas las dificultades, en aquel tiempo tenía todavía los cuentos de Argentina y Uruguay; de haber pegado con los dos me hubiera embolsado el equivalente a mil doscientos dólares, más o menos. Pensé que de ganarlos tendría posibilidades de aventarme al vacío con un tiraje de 300 o 250 ejemplares. Mis veladoras seguían encendidas y las fechas de resultados fueron llegando. Cayendo una a una. Lo de Argentina estuvo muy fuerte, había tres lugares con premio en metálico y espacio para 22 autores más en una antología; mi pequeño relato, que hablaba de un perro al que los niños toreaban en los cerros de Tijuana, no fue digno de entrar al libro. A mis personajes les pasaban el capote, pero las banderillas y la estocada final siempre era para mí.
Las horas que pasaba frente al monitor o frente al papel no me estaban dando ninguna satisfacción. Al menos tenía el tiempo para escribir, ninguna perspectiva de publicación seria o razonable en términos económicos, no obstante, pues eso, unas dos o tres horas diarias para escribir. Obviamente deseé doblar mis esfuerzos con la presión que me entró cuando dos amigos cercanos publicaron sus primeros libros. Una de las ediciones era fruto de un fondo para el apoyo de talentos jóvenes en el estado; convocatoria de la que jamás me enteré. El otro era algo parecido, pero venía con el respaldo del Instituto de Cultura y aquella leyenda: «la publicación de este texto fue posible gracias al apoyo de...».
No había entendido que la admiración muchas veces va de la mano con la envidia. A esas alturas ya me andaba perdiendo en sentires muy infames, así que decidí que tenía que hacer algo a la de ya. Como no iba a publicar ni de chiste durante esos meses, volqué todo el odio hacia mi obra. Primero me dediqué a la parte física. Muchos de los cuentos que se habían ido de viaje a Barcelona estaban escritos o bosquejados en hojas de papel recicladas. Las hojas estaban tachadas y rayoneadas. Uso unos plumones con diferentes colores para indicar cambios, cortes, repeticiones, cacofonías e inclusive para plantar el germen de otro cuento en textos ya casi por terminar. Todas esas líneas y manchas eran prueba de lo mucho que había trabajado para bajar las ideas de mi mente al papel. Pero una cosa que no me habían dicho del trabajo duro era que no siempre da los resultados que uno espera y la literatura es un caso especial donde, independientemente de las penas, el trabajo que es bueno proviene de un lugar diferente que nunca se sincroniza con nuestra voluntad.
Los pensamientos de autoflagelación me daban vueltas y vueltas por la cabeza. Ahí fue cuando agarré el encendedor. El mismo que usaba para prender las veladoras se convirtió en la guillotina que habría de cortarle la cabeza a mis textos plebeyos de carne y hueso que había considerado como los elegidos de dios.
Toda pretensión de realeza se revolcó en pequeñas corrientes de viento que al final quedaron agitando las cenizas.
Me quedaba un asunto pendiente con el documento digital de esos cuentos. Fui a sentarme frente a la computadora, con la ropa ahumada todavía y comencé la masacre. Al pasar las páginas iba haciendo observaciones lapidarias. De entrada, borré los dos primeros escritos sin pensarlo tanto; seis cuartillas a la chingada. Voy por el tercer cuento y en la segunda página noté un error de dedo fatal. Lo eliminé. Ya de ahí, fui leyendo con una mano en el mouse y la otra en la cara. Sentía vergüenza de mis frases. Estaba seguro que los jurados argentinos, españoles, mexicanos, venezolanos y uruguayos habían leído fragmentos del libro para saber si valía la pena leerlo todo. Tal vez ni siquiera ellos, una comisión de primeros lectores universitarios, y de ahí otro filtro. Sí. Debía ser eso. La clásica de leer algo al inicio, a la mitad y el final.
Recordé que a los 18 mandé mi primer libro de cuentos a un concurso nacional. El ego me taladra. Los personajes eran buenos, pero las historias y la construcción eran realmente cosa de niños. No podría decir que era de principiante porque sigo siendo un principiante. Ese sí me consta que lo pusieron en el baño para remojar las hojas y limpiarse con ellas. Lo había escrito en tres meses y de los 14 cuentos sólo salvé dos. Me pasaba algo similar con estos, sabía que no servían como materia prima. Un editor les había dado una especie de bendición, ¿pero y eso qué? ¿Qué tal que los tipos se estaban yendo al carajo? Si yo tuviera una editorial a punto de quebrar no tendría frenos morales que me impidieran invitar a un escritor novel del otro pinche lado del mundo para co-editar y tener flujo de efectivo al menos por unos mesesillos extras.
Hablé con un amigo del tema. Me dijo que debería cambiarle el nombre al libro y enviarlo otra vez a concursos muy lejos. Aclaró mi mente cuando dijo que todas las editoriales lo tenían difícil hoy en día, pero nomás me salió con la pendejada de que por qué no me auto-publicaba y no pude contestarle. Pues porque no. Ya jamás discutí asuntos literarios con nadie, al menos no por iniciativa propia.
El fallo del concurso en Ciudad de México ha sido publicado. Un cabrón de letras modernas de la Autónoma de Querétaro se lleva publicación, 10 ejemplares, diploma y veinticinco mil pesos. A veces me pregunto, ¿no será que los mensajeros se hacen pendejos y firman con nombres falsos las entregas de mis engargolados? Esto cada vez me pone peor. La última vez que mandé el libro de cuentos a España, el empleado de DHL me preguntó que si ya había ganado «el premio». Se refería a este de la Ciudad de México. Le dije que todavía no publicaban los resultados y que, en lo que salía, yo seguía mandando relatos a ver si caía cualquier cosa que me subiera los ánimos. El muchacho me vio con el interés de un cuerdo que ha visto a un loco en la plaza, me cobró el envío internacional de 800 pesos y me deseó suerte.
El día que dieron resultados para los premios españoles estaba a punto de perder la cabeza. Me repetía que eran tres y que alguno, por dios, debía pegar. Era una regla. Murcia resolvía el 14 de agosto; Asturias el 22 y Aragón el 30. El 13 de agosto me quería morir. Sabía que ese mismo día debía entrar una llamada con una lada extraña. Por la diferencia de horario, la posibilidad de que eso fuese de madrugada influyó en el insomnio que arrastré hasta septiembre. Del 14 al 30 recibí cinco llamadas, todas de México; tres de la compañía Movistar y dos de Telcel.
El primero de septiembre, por la mañana, me acordé del premio que había enviado por e-mail a Colombia. Entré a Google en la computadora del trabajo y busqué información del premio con los términos de búsqueda «Colombia, Juegos Literarios Ciudad de Pupiales, ganadores». Apareció un link con la información, pero no aparecían los nombres en la parte visible del texto que te muestran en la página de resultados. Así es mejor, ya me acostumbre a abrir links parecidos y a no leer mi nombre en la lista de los laureados. Esa vez no fue diferente. El ganador del dinero y otros treinta, ganadores de publicación, aparecían junto a los números del premio. 3,456 participantes de todo el mundo. 3,456 combinaciones del abecedario en lengua castellana. Con todos esos números caí en cuenta de lo difícil que sería llegar a ganar un concurso. Recordé a mi amigo y su idea de la auto-publicación. Su pendejada se me mostró como una idea, como una buena idea, sin grandes complicaciones ni la exposición constante a la humillación que viene implícita con la noción de Concurso Literario.
Empecé a hacer mis cálculos y la opción de la co-edición también me pareció algo viable, nada fácil, pero viable. Tendría que conseguirme otro trabajo, pasar más horas en ese nuevo trabajo imaginario, vender algunas cosas y ahorrar encabronadamente. Abrí la calculadora de Windows justo al lado del oficio electrónico donde aparecía la información estadística del premio: mil envíos de España, otros tantos de Argentina, una buena parte de textos salidos de México, la misma Colombia, Cuba y Venezuela; incluso aparecían dos cuentos salidos de Irlanda y uno de Madagascar.
Mientras la estadística me aterraba, pensé que otra de mis opciones sería dejar de gastar tanto dinero en engargolados y envíos; cada que encontraba un concurso que admitía los manuscritos por correo electrónico me sentía afortunado de verdad, pero la mayoría de los certámenes con un premio considerable solo aceptaban el maldito correo viejo y lento. Con esa suma podría invitar a la de sistemas a un bar con cerveza decente o a un lugar con comida decente. Lo más cerca que hemos estado de compartir una mesa ha sido al lado del microondas, la vez que me dijo que le daba mucha pena tirar los tacos que ya no quería comerse. Ese lunes acepté sus sobras sin problemas.
Estaba convirtiendo de pesos a euros cuando entró la encargada de sistemas al laboratorio. De vez en cuando da la vuelta para echar un ojo. Casi me infarto cuando vi que traía un montón de hojas. Se quitó los lentes y me dijo que alguien había olvidado «eso» en la lista de espera de la impresora. Una de las encargadas de administración se había topado de sorpresa con mi texto al ir a buscar un oficio que no había logrado imprimir en su cubículo y, al notar que eran un aproximado de 70 cuartillas sin imágenes, infirió que se trataba de algo importante.
Alma, la de sistemas, me confesó que había preguntado entre los compañeros de quién podría ser ese texto. Seguramente sabían que yo escribía, ni siquiera por mí, pero por otras personas que andan en todo y que saben cosas de ti de las que jamás te enteras. Le dije a Alma que, en efecto, el libro era mío. Se me dificultaba hablarle; empezaba con los síntomas de un ataque de pánico; traté de disimular, sentí una gota de sudor resbalando por mi pecho, el aire me pareció más pesado y la vista se me nubló ligeramente. La vergüenza de desmayarme frente a ella pudo más que toda mi ansiedad.
Puso las hojas frente a la computadora y me dijo que le encantaban mis cuentos, que le habían alegrado el día y que por qué no los enviaba a alguna editorial. Me invadió una de esas sonrisas que hacen que te duela la mandíbula. Comencé a explicarle que me hacía falta afinar muchos detalles y que ya había escrito un par de libros muy malos que ahora eran un montón de polvo y basura electrónica. Comenté que de hecho sería más fácil armar una nueva compilación con relatos completamente diferentes. Me dijo: «¿entonces este sólo es el primer volumen de tus Tragicomedias y verdades?». «Claro», le respondí.
Ese día llegué a la casa y, en vez de escribir, simplemente le agregué otro número romano a mi antología de cuentos. Me puse a meditar en la cara que le iba a poner al empleado de DHL. Tenía que agarrarme de los huevos y pasar esas puertas por cuarta o quinta ocasión en el mes. Otra vez, apenado. Otra vez, con tres engargolados sospechosos. Otra vez, con diferente seudónimo. Otra vez con el mismo libro que estuve a punto de destruir; con el ego restaurado. Otra vez, con esperanzas.
Hiram de la Peña. Mexicali, 1993. Licenciado en sociología por la Universidad Autónoma de Baja California. Ha colaborado en revistas digitales de México, España y Venezuela. Fue becario en el Octavo Curso de Creación Literaria Xalapa 2016, organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas y la Universidad Veracruzana. @fronteraneo
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