Dos relatos de Leo Mendoza




Mi lucha con la cena

Hace exactamente tres semanas, compré el supermercado una cena congelada, pero llegué a la casa sin ganas de nada ni siquiera de descongelar aquel lomo mechado. Así que dejé el envoltorio en el refrigerador y me fui a la cama.
Hoy me acordé que aún estaba ahí. Eché un vistazo y me quedé asombrado. El paquete, lo juro, había crecido y ocupaba casi todo el compartimento alto. No tenía ni idea de lo que había pasado. Traté de explicarlo aduciendo actividades bacterianas y quise tomarlo para tirarlo a la basura. Retiré la mano asustado, a punto de gritar: ¡el envoltorio aquel se movió cuando lo toqué! Sí, así como lo oyen. No estaba alucinado, ni borracho ni enfermo. Estaba en mi sano juicio y que la cena se había movido. Por pura precaución tome un cuchillo de mesa y volví al refri. Empujé un poco la cubierta. Y todo el platillo se agitó y lanzó un gruñido.
Di un paso atrás. Ágilmente, la cena saltó sobre mí. Nos enfrascamos en una pelea sorda semejante a la que Jacob mantuvo con el ángel. Se defendió con todo lo que tenía a su alcance aunque, al final, pude clavar mi arma en medio de aquellos pliegues metálicos. Quedó inservible para prepararla en el microondas y la tuve que calentar en la parrilla. La carne, por cierto, no sabía nada mal.
Terminé de cenar y me sentí tan satisfecho como un hombre prehistórico después de matar a un mamut. Tomé una copa y brindé por el cazador que se había despertado en mí. Pensé en llevar el cuchillo a la oficina, pero decidí consultarlo con la almohada.



Noé y los unicornios


Noé, es cierto, cumplió con el mandamiento divino de embarcar una pareja de cada una de las especies animales, incluidos unicornios, basiliscos, grifos, pegasos, peces obispo,  aves fénix y muchas otras criaturas hoy desaparecidas.
Lo que no hizo fue tomar la providencia de almacenar suficiente bastimento y, cuando ya navegaba en el mar del diluvio, tomó una difícil decisión: él y su familia debieron  alimentarse de algunas de aquellas bestias aunque, para eso, escogió a las criaturas que les parecieron fantásticas y que podrían sobrevivir en la imaginación de los hombres y conservó a aquellas que parecían reales que se reprodujesen y poblaran la tierra.
Fue debido a esta falta de previsión que perdimos a los  animales fantásticos. Aunque uno que otro sobrevivió milagrosamente y, sobre todo en la Edad Media, fueron avistados en regiones lejanas, más allá de Catay y el reino del preste Juan. En el mar Negro, cuentan algunas crónicas, se pescaron peces obispo que, murieron de indignación, poco después de ser arrastrados por las redes de los pescadores.
En realidad, Noé, a final de cuentas, tuvo siempre  razón: unicornios, gárgolas, grifos y dragones, que alimentaron a las especies que bajaron del arca, se quedaron grabados para siempre en la imaginación de los hombres y, a despecho de aquellos animales que hoy ya han desparecido, sobreviven y sobrevivirán, sin duda alguna al fin de la especie humana. 






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