Poemas de Cristián Gómez





ALTURA


Vivo en mil novecientos setenta y tres.
Aviones pasan por el aire

para acariciarlo como mi madre
cuando me peina. Sueño

con desiertos pero tengo cinco años.
El pasaje donde vivimos

tiene sólo una salida. Al fondo
hay un portón donde sigue

ladrando un perro. No vayas
hasta el fondo. Busca la pelota

que se te perdió jugando con tu hermano.
Vivo en mil novecientos setenta y tres

me escondo debajo de la cama.
Una vez me oriné en la casa

de una vecina. Mis amigos del pasaje
me golpeaban. La casa tenía cemento

de barro. El suelo no era todo de cemento.
Vivo en mil novecientos setenta y tres

pero nunca tendremos una mascota.
Afuera está la calle y mi hermano

es muy grande (tiene siete años.
Mi mamá también es muy grande,

le llega al hombro a mi papá.
El chancho de plástico maneja

un auto que era de mi hermano.
Todos dormimos en la misma pieza.

Mi madre lava la ropa en la batea.
Cepilla con fuerza las camisas.

Los cuellos y los puños son los más
difíciles, me dice arrodillada al frente

de una tabla de madera donde apoya
los pantalones y los calzoncillos.

Le prometo que cuando grande voy
a comprarle una lavadora. Se hacen

globos de aire en el agua. Carlos duerme
en el camarote, yo en la de abajo.

Discuto con mi amigo y mi madre le da
la razón a mi amigo. Pero si yo soy

tu hijo. Pero él tenía la razón.
Mi mamá es muy alta (le llega

hasta el hombro a mi papá.
Mi hermano siempre se saca

buenas notas. Yo tengo que ser
como mi hermano, cuando sea

grande voy a ir al mismo colegio:
voy a ir con su uniforme. Dicen

que me escondía debajo de la cama
cuando los aviones pasaban acariciando

el cielo como mi madre cuando me peina.
Pero mil novecientos setenta y tres.

No es un año ni una fecha. El piso
era de madera hasta donde alcanzara

el presupuesto. Es un poste de electricidad.
El muro de una casa. Una dirección

que podría ir a visitar. Todavía sigue allí.
Siempre será ese mismo día.

Cada vez que abro la puerta
se escucha a los perros ladrar.

Cada vez que tomo la mano de mi hija.
Cada vez que hablo con mi mujer.

Veo los autos pasar por la calle.
Sé que vienen por nosotros.

Mirar a los dos lados antes de cruzar.
Pero mejor que no. Pasa gente caminando.

Antes no había portón. Ahora pusieron un portón.
De madera barnizada. Cada vecino tiene una llave.

Yo voy a pararme afuera esperando que me abran.
Santa Elena con General Gana. No vayas para el fondo.

Mi papá se llama Iván. Mi padre se llama padre.
Sé que vienen por nosotros. ¿Soy yo no más

el que escucha clarito ladrando a los perros?
Pásenme una cama porque tengo que empezar a hablar.

Ojalá me abrieran la puerta. Todas las casas
estaban pareadas. La de nosotros era la blanca.

Cada vez que la cierran es mil novecientos setenta y tres.
Cada vez que pasan por el aire, acariciándolo

como mi madre cuando me peina. Sé que tenía
abuelos. Sé que tenía primos. Con casas

que tenían suelo en vez de cemento, el barro
sólo se usaba en el campo. El piso estaba

en el comedor donde teníamos que sentarnos
a la mesa. Mi madre siempre estaba en la cocina.

Era muy alta y me hacía dormir. ¿Pueden escuchar esos ladridos?
¿podrían abrirme por favor?, ¿podrían decirle a mi hermano

que estamos en mil novecientos setenta y tres,
que todavía no se ha muerto, que no quiero

que se muera? Díganle que mi madre
es muy alta y se puso a gritar. Díganle

que mi padre se llama Iván después de todo.
Sé que vienen por nosotros. Acariciándolo.

Tal y como se los dije.





MAÑANA TENGO QUE IR AL GIMNASIO CON MI HIJA



Mañana tengo que ir al gimnasio con mi hija.
Pero no hay ninguna enseñanza oculta en ese verso.
Simplemente ella se montará en la bicicleta
para bajar los escasos kilos que no tiene.
Yo repetiré una serie de movimientos
que suelen dejarme agotado, algo parecido
a pasar las páginas de un libro que no quieres
terminar de leer pero la angustia de las influencias
y las enfermedades crónicas que sufre la educación superior
en Norteamérica y la idea de lo que podría haber pasado
si la clase media tuviera algún sentido de la Historia
me obligarán a esos ejercicios cardiovasculares
que en otro tiempo y otro lugar hubieran
prestado algún servicio para alguna de esas metáforas
dignas de otros poemas, pero no de mejores causas.
Desayunaremos temprano, llegaremos
cuando las dueñas de casa se arrepientan
de no haber cambiado el mundo
y los fisicoculturistas, después de haber
ingerido anabólicos para caballos de carrera
se preguntarán por qué la contracción del tejido blando
depende de tal manera de la acetilcolina, del paso de iones sódicos
a nivel intracelular y de la forma en que una mano se posa
sobre las mancuernas. Una respuesta posible
sería el acoplamiento de la miosina con la actina.
Otra sería que Mariana ha decidido ponerse a sudar
para que los animales puedan sobrevivir
a esta época tan difícil tanto para el sindicalismo
como para la poesía. Una época sin alarmas
porque no hay alarma que pueda despertarte.
Me levanto a las cuatro como decía Rojas.
Mi veta de carbón me está esperando.







TURISTA(S)



Sin haber tenido jamás una molotov entre sus manos
mi viejo tuvo que exiliarse en esta ciudad por la que ahora
un taxista me conduce pidiendo mano dura.
Todos son ladrones, se lo robaron todo en estos
años. Mi viejo lavaba platos en un restorán.
Después vendía diarios en la calle. Me lo imagino
en Villa Crespo, me lo imagino caminando en Caballito.
Flaco como era en esos años. Vengo a venderle
hielo a los esquimales. A seguir gastando la plata
de mi padre, a vivir de los periódicos vendidos en la esquina.
Le digo al taxista que tome la autopista y raje hasta llegar
a Ezeiza: en el sur me esperan cazadores de focas
capaces de alimentar a una familia con la piel
de una sola de ellas. Un año en Buenos Aires
escondiéndose de quién sabe qué, uno de esos mitos
con los que uno crece preguntándose qué es un mito.
Y sólo ahora podría responder: comodoro Rivadavia,
una librería en cada esquina, el nuevo gasómetro
donde la U le ganó 0-4 a San Lorenzo. Buena suerte,
me dice mientras voy bajándome. Igual para usted
replico más por cortesía que otra cosa. Y sin quitarle
los ojos de encima a los billetes que despacio está contando
dice gracias, muchas gracias, pero a mí no me hace falta.
Soy un hombre con una maleta en Buenos Aires.
Otro hombre más con una maleta en Buenos Aires.







UNA ESTACIÓN DE BUSES EN CUALQUIER
LUGAR DE ESPAÑA



Un señuelo para ver si pican.
El pescador se puede pasar horas

(días si las contamos juntas)
a la espera de alguna señal.

Los ve pasar delante suyo
y piensa que ya están casi

listos. Sabe, en su interior,
que algo va a ocurrir, no está

del todo seguro si van a picar
con fuerza como para recoger

la liza a todo lo que den sus brazos
o si tendrá que ser paciente

hasta que el anzuelo esté en lo más
profundo. Ya ha pasado por lo mismo

y la decisión es el instinto. La piel
es la que manda. Ni tiene una idea

muy clara del tamaño de los están
nadando. Sabe, claro, cómo son

los peces de este río. Sabe la época
del año en que ya están gordos.

Deja vagar la mente y sigue atento.
Mira a la distancia sin sacarle

la vista al agua. En ese momento
llega un bus y se bajan todos

los pasajeros.

Es la hora.






UNA SENSIBILIDAD MASCULINA





El río está allí para que alguien eche su manto encima
y el obispo de Tarazona pueda cruzarlo
sin ser devorado por los peces

que lo único que saben hacer
es mantenerse a la espera de una presa, el tiempo,
de ser posible, que suele pasar por la orilla

a la sombra de los sauces que crecen como juncos
bebiendo de lo único que permanece.
Los remeros se preparan

para obtener alguna presea en otro país que los premie
por haberse dirigido contra el viento. Los homosexuales
y los padres de familia que quieren escapar de su familia

pasean las mascotas amarrados a una correa: la pista de baile
la acaparan los acorralados danzantes que no han salido
del sur por su propia voluntad y un imitador de Pablo

Neruda remece las paredes con ese tono nasal
parecido a una molotov arrojada por alguno
de esos encapuchados pertenecientes

a las filas de carabineros. El río está allí
para que no podamos hablar de él.
Para tenerlo como una excusa.

Permanente.





Cristián Gómez Olivares (Santiago, 1971). Poeta y traductor. Ha publicado, entre otros títulos, Inessa Armand (2003), Alfabeto para nadie (2008), La nieve es nuestra (2012, 2016) y Butterfly (2017). Fue miembro del IWP (International Writing Program) y escritor en residencia en el Banff Center for the Arts, en Alberta, Canadá. También publicó, junto a Mónica de la Torre, la antología Malditos latinos, malditos sudacas. Poesía hispanoamericana made in USA (2009). Es profesor de Literatura latinoamericana en Case Western Reserve University, en Cleveland, EE.UU

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