Si bien la
vanguardia, marcada desde ya por su analogía bélica, ha puesto en general sus
ojos en el camino que le llevaría por una cadena violenta de rupturas para
llegar a nuevas reconciliaciones -con un pueblo, una realidad en su integridad
personal o social, una clase, en fin, un mundo- hasta un momento futuro y
atesorado, mesiánico, se puede captar un progreso otro en el transcurso
del arte moderno, que es más bien una toma de conciencia trágica, un movimiento
en que se asume progresivamente la imposibilidad de cualquier reconciliación,
haciendo aparecer como palpable evidencia lo irrecuperable de una conciliación
pasada, aun latente en la conciencia y la representación, un estado de
gracia.
En nuestro país,
poéticas tan dispares como las de Teillier y Lihn representan bien este
“repliegue” de la voluntad vanguardista, y probablemente ha sido Juan Luis
Martínez quien lo ha llevado a su más absoluta consecuencia. Sedimento
(Aparte, 2018), primer libro de Gaspar Peñaloza (Viña del Mar, 1994), se
enmarca de forma plena en este repliegue, desde un consciente “estilo de
negación”, que se enfrenta al lenguaje como a una frontera material,
interpuesta casi sólidamente en el camino de la voluntad creativa, como una
capa opaca que marca un límite infranqueable con el posible “mundo”, definido
este desde ya como un afuera absolutamente ajeno; una poética que señala
decididamente la dolorosa alienación de la escritura con respecto a lo que aparece
demandando urgentemente al autor, paradójica y hasta falazmente, un registro
escritural.
Ante esta
violenta conciencia fronteriza, no cabe sino investigar la posible legalidad
que asumiría un cruce válido. En esto se centra la expresiva deriva inquisitoria
sobre la naturaleza del mundo en cuanto forma legible, conformada por un
lenguaje que va definiendo sus leyes desde la misma conciencia creadora.
Esta legalidad, rizomática en sentido propio, que se evade de cualquier
perspectiva visual, explica bien el título del volumen. El fundamento de la
posibilidad de mirada, experimentada como luz y superficie presente, solo puede
definirse desde una intimidad cerrada y pasada, concebible -en analogía- como
un subsuelo; en contraste con una experiencia palpable que se vuelca en
la memoria de manera cada vez más fugitiva, fluida e inmaterial, un
“territorio” visible, un paisaje, conformado por una sólida y persistente masa
orgánica de palabras.
La labor
consiste entonces en hallar la fijeza de la mirada que permita estructurar el
sentido: se trata de una topografía, forma límite entre la contemplación y la
comprensión activa. No es raro, entonces, que lo doméstico sea el espacio
privilegiado. Uno de los múltiples escenarios de deriva se sitúa en acciones
del hablante en una casa con un jardín, que demanda acciones de orden o
simplemente movimientos físicos arbitrarios. Estas acciones acaban siendo
inevitablemente operaciones de composición de sentido:
jardín desborde
o adorno
poda para
controlar
un damasco gigante
en medio del patio
¿si fuera tuyo
qué árbol sería?
sacamos de
cuajo
la cortina para
tapar el puente
se lo queda el
musgo
al ver crecer
su mancha
aprendemos de
los viejos
descansamos al
estar
en dos partes a
la vez
La inquietud de
la demanda de lo otro exige en la deriva el tema de la experiencia primordial,
la infancia y la salida al mundo del momento adolescente. Así, las imágenes del
trabajo con la tierra, el desplazamiento por la ciudad, la compra banal,
esconden una voluntad de “trato con el mundo” en el marco pleno de su
contemplación consciente, una topografía que sepa integrar al observador como
actuante:
una lupa los
ojos
metal afilado y
reluciente
enseñar al
detalle
de soslayo su
reflejo
tajearlo
entrar en él
El imposible
desarrollo de una topografía tal mueve a la deriva en un sentido negativo,
hacia la evocación de una mirada adánica ya perdida. La angustia existencial
ante lo otro se hace con ello elemento técnico conformante de aquella deriva.
Al nombrarte
como otro
la manera
primitiva
aún sigue
cercada
por su falta de
rostro
atiendes a cada
partícula
en eso se
mueven
entre ellas se
friccionan
se montan
iniciando
una corriente
de aire
un relieve
hasta una
palabra
por ejemplo
-burocracia-
saltas
de inmediato
hacia la imagen
el oficinista
cuando me quedo
sin imágenes floto a la deriva en un río que vela
piedras
preciosas parecen de lejos
pero al
sumergirme y acercarme son pequeños mapas
La
autoconciencia de la escritura sabe encontrar, entonces, los polos de la
concentración topográfica, por una parte, y la angustia existencial, por la
otra, como juego de fuerzas actuantes que logran, en general, equilibrar el
flujo verbal; si bien hay momentos en que la opacidad de la escritura se hace
excesiva al indicar de manera obvia códigos personales o experiencias mínimas
que se resisten a la visualización del lector, interrumpiendo un curso
precisamente en los momentos más cautivantes del fluir. Con todo, Peñaloza sabe
recuperar el ritmo de imágenes sin demasiada dificultad, logrando en la última
sección llegar a lo que se presenta como posible programa -situado
paradójicamente como cierre, síntesis final, del volumen:
sobre esto y la
memoria:
los eventos
también
son organismos
que envejecen
el tiempo los
cartografía
la nostalgia no
es más que el íntimo comienzo
encontrar en el
descampado un árbol vigoroso
para rastrear
sus raíces
predecir el
tránsito por el aire de sus semillas
es necesario
perderse en el coro
donde no solo
es humano lo que canta
es necesaria la
deriva
pestañeos
volcarse hacia el
acierto
imposible de
acumular
Gaspar Peñaloza
ha cometido la feliz imprudencia de presentar con su primer libro una poética
de tesis, en el entendido pleno que la tesis planteada llevaría a un inevitable
fracaso. Así, constituye el volumen como una propuesta de experiencia que
llevará al lector a un circuito cerrado en que desde el juego inquisitivo sobre
lo otro, solo podrá desembocar al fin, para hallar la salida, en una
puesta en cuestión de la percepción misma como posibilidad. En su tematización
de la transición hacia la madurez expresiva en el preciso momento en que esta
se va estableciendo, Peñaloza ofrece su propia conciencia creadora -llena de
tanteos e intuiciones más que conquistas formales en cuanto tales- como
despliegue de escritura; y en este sentido se deja ver el logrado mérito de Sedimento
como lírica especulativa, manteniéndose en el límite mismo de la
posibilidad de nombrar.
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