Raimundo,
el Bototo y la Pacheco
La Pacheco era una estudiante de antropología que siempre se
vestía con poleras de Kortatu. Todas las mañanas se iba a clases escuchando en
su iPod discursos del Che y Mao. Era muy selectiva en sus gustos; de hecho,
nunca le gustó Eduardo Galeano: lo consideraba literatura de fogata. Sus padres
eran dueños de una fotocopiadora cercana al metro ULA. Hasta allí llegaban
docentes con todos los textos que sus estudiantes debían fotocopiar. Un
profesor que dictaba clases en la Arcis llevó libros de Gabriel Salazar y
Carlos Pérez Soto. Después de ambas lecturas, la Pacheco empezó a
interiorizarse en la destrucción del capital. En las reuniones políticas en las
que participaba, sostenía que una de las formas de dañar la arquitectura
burguesa era comenzar las marchas en Providencia y continuarlas hacia la
cordillera. Había que dejar de lado el centro de Santiago. Los miles y miles
que salían a protestar debían trasladarse masivamente hacia el sector oriente
de la ciudad. Allí la policía no estaba en el escenario idóneo para reprimir.
Un operativo de despliegue donde los desechos irían en busca de quienes los
desecharon.
El Bototo era barra brava y estudiante de letras. Se hizo famoso
en su carrera cuando le dijo a la profesora Perazza, luego de una discusión en
un coloquio, que la literatura chilena había que sacarla del Parque Forestal.
Tal afirmación le valió reprobar dos veces su ramo, hecho por el cual fue
expulsado de la universidad. Tiempo después se fue a vivir a Buenos Aires. Allí
se convirtió en barra brava de Nueva Chicago. Siempre se jactaba de que con
cien de sus hombres corrieron a mil hinchas de River en un amistoso en Mar del
Plata. Tal derramamiento de sangre lo llevó a pasar una temporada en la cárcel.
Allí se dedicó a levantar pesas y leer a Witold Gombrowicz. Cuando salió en
libertad, musculoso y letrado, regresó a Santiago. En el pedagógico le
ofrecieron ser ayudante de una cátedra de formas de control social, pero lo
expulsaron en la segunda sesión, luego de decirle a los estudiantes que no
debían creer en Foucault, que no podían tomar en serio a alguien que le gustaba
meterse palos por el poto.
Raimundo consideraba a Pepe Mujica un vendedor de humo que no le
había cambiado ni siquiera una coma al neoliberalismo. Decía que era parte del
cotillón de esa izquierda posmoderna que piensa que la austeridad lo es todo.
En madrugadas preñadas de alcohol, siempre le preguntaba a sus defensores:
“¿Por qué Mujica tiene tan buena prensa? ¿Por qué los grandes consorcios
comunicacionales siempre levantan su figura?”. Nunca supieron qué responderle.
Por declaraciones de ese tipo, Raimundo fue catalogado como reaccionario y
burgués. Durante años lo aislaron, lo dejaron de lado: las llamadas por
teléfono de los viernes en la noche ya no eran para él.
Durante 33 meses, se reunieron en una casa en un árbol. Hasta allí
llegaban, al menos una vez por semana, Raimundo, Bototo y la Pacheco. Tomando
mate y comiendo tortillas de rescoldo, comenzaron a planificar el asalto a un
banco. Reunieron mapas de la ciudad y planos del alcantarillado. Pensaron en
internarse por las calles laberínticas que se encuentran bajo el suelo de
Santiago, pero esa ciudad sólo existe en las novelas y se desilusionaron al
comprobar que bajo las aceras no había nada más que cemento. Al parecer, no habían
entendido que la lectura implica también un pacto de ficción.
* * *
La Pacheco era virgen. Defendía su himen con un cuchillo entre los
dientes. Sostenía que tener sexo antes de la revolución no era más que una
práctica burguesa. Sin embargo, para no quedarse sin sus píldoras de placer, en
su bolso —nunca usaba cartera— llevaba tarros de vaselina: le gustaba ser
sodomizada. Después del carnaval de sábanas empapadas que ello significaba, se
ponía a despotricar contra aquellas mujeres que, paseándose por el barrio
Lastarria, habían convertido el feminismo en una moda. Todas esas mujeres que
pensaban que ser feminista era realizar bromas de doble sentido en
alcoholizadas madrugadas.
El Bototo sostenía la hipótesis de que muchos detenidos
desaparecidos habían sido enterrados en el Estadio Monumental. Después de años
de documentación, llegó a la conclusión de que —además de levantar su figura
ante las masas— esa fue la verdadera razón para que Pinochet hubiese construido
el estadio. Una mañana de invierno, se presentó en la sede de la agrupación de
ejecutados políticos. Luego de escucharlo por más de una hora exponer sus
hipótesis frente a una pizarra, los familiares fueron convencidos. Junto a un
grupo de abogados pidieron un permiso legal para cerrar el estadio y comenzar
con la excavación, sin embargo, el gobierno les impidió llevar a cabo el
proceso. La noche en que, leyendo la prensa, el Bototo se enteró de que Silvio
Rodríguez daría un concierto en el Estadio Monumental, no pudo dormir. Llegado
el día, fue hasta el hotel en que se hospedaba Rodríguez para encararlo por lo
paradójico de su recital. Luego de varios intentos infructuosos, le dejó con el
conserje una carpeta con toda su investigación.
Raimundo terminó de ganarse muchos enemigos cuando dijo que las
discusiones sobre la legalización de la marihuana eran chimuchina barata, parte
de las migajas que entregaba el sistema para crear artificialidades en torno a
la revolución. Decía que la polémica sobre la cannabis era un debate
irrelevante, que sólo servía para desviar la verdadera lucha, que era la
confrontación entre explotador y explotado.
* * *
Errázuriz-Schultz era dueño de bancos, universidades, consorcios
comunicacionales, terrenos en el sur de Chile y supermercados. Para algunos, un
genio neoliberal; para la Pacheco, Raimundo y Bototo, un amoral que con sus
tripas debía pagar.
Decidieron llevar a cabo el plan la noche de año nuevo. La absurda
esperanza popular de creer que vendrían tiempos mejores con el cambio en el
calendario era la coartada perfecta para concretar el asalto. Arriba del
Charade, se pusieron las máscaras de plástico de Skeletor compradas afuera del
zoológico metropolitano y partieron hacia la casa de Errázuriz-Schultz.
Cuando entraron a la morada, lo encontraron masturbándose sobre su
cama. Estaba viendo una película porno donde una rubia tenía sexo con un enano.
Se abalanzaron sobre él y rápidamente lo maniataron. La Pacheco comenzó a
golpearlo con un extintor hasta fracturarle el cráneo. Cuando sintieron el
crack del último impacto, paró. El Bototo sacó de su bolsillo trasero una
cortapluma y le hizo un tajo desde el cuello hasta el ombligo. Con unas tenazas
vaciaron sus interiores. Las partes que obstaculizaban el proceso, las
rompieron con un martillo. La Pacheco guardó en su bolsillo unos pedazos de
costilla, con los cuales se prometió, si el plan salía perfecto, hacerse un
collar. Raimundo sacó de un bolso deportivo, granadas y explosivos que
introdujeron por el tajo abierto de Errázuriz-Schultz. Lo rellenaron como si
fuera un pavo navideño.
Entre los tres tomaron el cuerpo con dinamita y lo sacaron de la
casa. Raimundo propuso cambiar el Charade en el que llegaron por el Mini Cooper
estacionado en el garaje. Depositaron el cadáver arriba del techo del auto y lo
amarraron a la parrilla, mirando un cielo cada vez más estrellado.
No quisieron irse inmediatamente. Volvieron a entrar en la casa y
la Pacheco sacó su revólver y disparó contra un acuario lleno de peces de
colores. Raimundo la tomó por la espalda y le dijo al oído: “Quisiera ser un
pez, para tocar mi nariz en tu pecera”. Ella se dio vuelta y lo besó. El Bototo
se puso celoso y se interpuso entre el frenético cruce de lenguas. Los tres
comenzaron a besarse mientras en la radio sonaba una canción de Buddy Richard.
Cuando las lenguas de Raimundo y el Bototo se perdían en un mar de saliva, la
Pacheco se arrodilló y les bajó los pantalones. Se introdujo ambos miembros en
la boca y empezó a succionarlos como si la vida se le fuera en ello. El Bototo
acabó rápidamente, Raimundo se demoró un poco más; sin embargo, ambos se
derramaron en su boca.
Al salir de la casa se llevaron una botella de Stolichnaya, un
tarro de papas Pringles y un Kinder Sorpresa.
* * *
Cuando estaban retrocediendo con el Mini Cooper, oyeron el grito
de un animal. La Pacheco detuvo el motor y los tres se bajaron para ver qué
sucedía. Abajo del auto lloraba un gato blanco: le habían aplastado la cola con
una rueda. Raimundo lo tomó y le acarició las orejas, sin embargo, nada calmaba
el dolor del felino. El Bototo entró a buscar hielo, pero antes de ingresar a
la cocina, contempló largamente el retrato de Miguel Krassnoff que colgaba de
una pared.
—No me gustan los gatos. No me gustan porque, a diferencia de los
perros, no hacen compañía. Tener un gato es como tener un peluche —sostuvo La
Pacheco mientras manejaba.
Nadie le respondió. Nadie la miró. Los dos hombres contemplaban
por la ventana a una ciudad que se aprontaba para el cambio de año.
* * *
Justo cuando dieron las doce de la noche, el cuerpo de
Errázuriz-Schultz estalló en la puerta del banco. La explosión se confundió con
los fuegos artificiales que en ese momento dibujaban el cielo de Santiago. El
bullicio tapó la explosión. La Pacheco, Bototo y Raimundo entraron a las
bóvedas y sacaron dólares, pesos y euros. Lo guardaron todo en las fundas de
almohadas que llevaban consigo.
Abandonaron la sucursal bancaria, salieron con el Mini Cooper
hacia la carretera y Raimundo puso un CD de los Creedence que había en el auto.
—Aguante los Creedence, esto es verdadero rock and roll. No como
esas hueás que te gustan a ti, Pacheco —gritaba Raimundo.
—Ándate a la chucha, aguante los BBS Paranoicos.
—Escucha la letra de este tema: “Have you ever seen the rain?”.
—En inglés ni los colores, Raimundo.
—Están sobrevalorados los Creedence —intervino el Bototo.
—Estai loco, culiao, sobrevalorado está Alexis
Sánchez, pero no los Creedence.
—¿Qué tienen que ver los Creedence con Alexis Sánchez? El culiao
disperso.
—Estoy hablando en general de las cosas con buena propaganda, que
venden humo, que están sobrevaloradas.
—Como los Rolling Stones —interrumpió la Pacheco.
—Exactamente. Qué banda más sobrevalorada los Rolling Stones. Su
logo con la lengua roja es notable, el resto lo inventó la prensa…
—O Los Jaivas. ¡Qué banda más sobrevalorada! ¡Me carga esa canción
“Mira niñita”, es un himno cursi de esa izquierda fogatera! —dictaminó La
Pacheco.
—Las Torres del Paine también están sobrevaloradas.
—¿Has ido?
—No, para ver pedazos de hielo abro la puerta del refri.
* * *
El juguete que venía adentro del Kinder Sorpresa era un Bart
Simpson disfrazado de superhéroe.
Llegaron hasta la playa de Mirasol y se sentaron a esperar en la
orilla. El mar estaba embravecido, pero la espuma sólo alcanzaba a besarles los
zapatos. A lo lejos escuchaban los gritos y la música de fiesta de toda esa
impostura fantasma que abunda en el cambio de año. Raimundo sacó la botella de
Stolichnaya y la hizo correr. Bebieron largos tragos en silencio, mientras
esperaban la llegada del submarino que traería el armamento. Habían contactado
al marinero irlandés por internet. Un traficante de armas que vendía
metralletas y misiles desde que comenzó la Guerra del Golfo Pérsico. Llevaba
años en el rubro. Nunca nadie lo pudo arrestar porque vivía en las
profundidades del Océano Índico. Su casa era el submarino. Allí tenía todo lo
necesario para salir a la superficie sólo en casos excepcionales. Uno de ellos
era para contratar putas. Para evitarse la seguidilla de idas y vueltas que
implicaba un polvo repentino, les pagaba por dos meses de servicio. Su última
puta era una japonesa de pechos operados que en su escápula derecha tenía un
tatuaje de Yasunari Kawabata. El marinero era muy discreto. Jamás preguntaba
para qué sería el armamento: simplemente lo entregaba y se desentendía. La
mayor parte del tiempo se la pasaba leyendo. Tenía una biblioteca enorme que
cuidaba celosamente. Muchos de los ejemplares que se creían quemados en el
incendio de la biblioteca de Alejandría estaban en su despacho.
Raimundo armó un pito y la Pacheco lo reprendió: “Córtala de fumar
marihuana, esa droga débil es pa’ maricones depresivos”.
Del mar comenzaron a salir burbujas que poco a poco se expandieron
hacia la orilla. Los tres amigos se pusieron de pie cuando vieron que un
periscopio los enfocaba desde el mar. Se
detuvo largo rato en las tetas de la Pacheco; a los otros dos no les dio
importancia. Al rato el submarino salió de las aguas. Atracó en la arena y de
una escotilla salió el marinero. Fumaba pipa y tarareaba “Alone again”, de
Gilbert O'Sullivan.
El irlandés les pasó ochenta metralletas que habían sido usadas
por Sendero Luminoso. Ellos, sin mirarlo a los ojos, le entregaron las bolsas
con dinero.
—Si quieres cuéntalo, pero está todo —le dijo tímidamente
Raimundo.
—No, aún confío en la gente —respondió el marinero—. Eso sí, me
gustaría quedarme con el gatito.
Sin pensarlo, el Bototo se lo entregó y el animal se acurrucó
tiernamente entre los brazos del marinero. Como si ambos, desde hace años, se
hubiesen estado esperando.
—Adoro los gatos, pero es un grave error querer humanizar a las
mascotas.
El marinero le tomó la mano a la Pacheco y la invitó a pasar al
submarino. Raimundo y Bototo se quedaron afuera, tomando vodka, contemplando
cómo la nave de lata, silenciosa, se movía con la eterna cadencia de los
desesperados.
* * *
De regreso de la costa, entraron a la población y se dieron cuenta
de que no podían hacerlo de forma tan solemne. Necesitaban desenfreno y locura
ante la mentira del cambio de año. Raimundo comenzó buscar en las emisoras
radiales alguna cumbia mientras abría el techo corredizo del auto. La Pacheco
salió por el hueco recién abierto e hizo un toples para la comunidad. Iba con
las tetas al aire mientras en la radio sonaba una canción de Chichi Peralta.
“¡Feliz año, vecinos! ¡Pásenlo bomba!”, gritaba cuando las aceras eran un mar
de vómitos y descontrol. Los pobladores levantaron los vasos y comenzaron a
acercarse al Mini Cooper. Se dieron de abrazos con todos, no faltó nadie. La
Pacheco dejó que le chuparan los pezones. Un anciano aseguró que de la teta
derecha salía leche. Cuando dejaron de ser el centro de atención, guardaron el
auto en la casa y descargaron las armas. Las escondieron en el horno de la
cocina y salieron nuevamente a la fiesta. Uno de los vecinos daba un acalorado
discurso arriba de una silla: “Tiremos pa’ arriba y pensemos positivo: más
positivo que Freddy Mercury. Salud”. Entre risas lo bajaron de su estrado y
siguieron bailando.
Al otro día, en un Santiago aletargado y herido por la resaca,
comenzarían las clases de instrucción para la formación de guerrillas urbanas.
Joaquín Escobar. Sociólogo y magíster en literatura latinoamericana. Ha realizado clases en las universidades Andrés Bello y Alberto Hurtado. Colabora con Letras en línea y revista Intemperie. Es autor del volumen de cuentos "Se vende humo" (Narrativa Punto Aparte, 2016).
0 Comentarios