El salto de fe de Dramatis
Personae, de Alejandra Del Río
No faltará quien
diga que el monólogo poético en su versión clásica –con su apelación al momento
sublime que suprime cualquier expresión capaz de adecuarse, de donde surge su
lenguaje alto y de voluntad intemporal- se quedó en alguna zona entre Tennyson
y Pound, como estertor final de un romanticismo arrinconado por otras
exigencias. Como si la demanda de novedad exterior de la
metrópoli hubiera clausurado el eco interior, entregándonos a la solidaridad
formal de una comunidad humana, de clase o de género como únicos horizontes de
trascendencia. De acuerdo a la voz que nos (mal)canta la época, no hay nada de
malo en el olvido de sí mismo, y sí habría alguna oscura inmoralidad en la
“fuga” que supondría volver a hacer resonar un llamado interior.
Esa oscura
inmoralidad es, en el sentido común de nuestros tiempos, una franca
desobediencia, que parece incluso un sacrilegio. Mal que mal, ya Goethe nos
narra bien entrado el siglo XIX, en plena revolución de la ciencia experimental
y de la industria, que Fausto debió vender el alma, dar la espalda a un Padre
presente y omnipotente para, hastiado de “los saberes”, lograr acceder a las
Madres, las diosas augustas que reinan en la soledad, sin que haya en torno
suyo espacio ni tiempo, esas de las que no se puede hablar sin
experimentar una turbación indecible. Esa turbación, esa inquietud que hace
que el corte de verso, en vez de embellecer, indique un aliento que se quiebra
y busca una precisión imposible en el registro de la experiencia, es lo que
estas Dramatis Personae (Valparaíso:
Universidad de Valparaíso, 2018) de Alejandra del Río (Santiago, 1972) parecen
aspirar a traer a flor de página.
Ya supo Esquilo
de esta cósmica tragedia familiar, y del costo de entregarla a la luz del
escenario. El juego de máscaras de una ceremonia dramática que ya no reconoce
la distancia hacia el auditor para reproducirse en lo interior de este como
revelación, no puede sino tener una cualidad ritual, que tantea entre la impostura
del gesto y la verdad radical que ni siquiera puede hacerse completamente
consciente para así dar paso a una salud -una más cercana a su etimología de
salvación, de salir entero. De ahí la demanda de una lengua solemne,
que no puede sino responder a su primordial carácter de celebración, de
cumplimiento de un ciclo.
Tal como en la
aurora de nuestra experiencia artística, acá se entiende el acto de enunciación
poética como conciencia de una modulación especial del tiempo y el espacio. Más
allá de los saberes que en pie de progreso desean abarcar en su dominio hacia
atrás, técnicamente, el tiempo y el espacio, la poética tras estas Dramatis personae se plantean desde un
conocimiento que apela a sumergirse en un origen desde el cual entender el
mundo y sus fenómenos como una serie de modulaciones de experiencias
primordiales. Por ello, Alejandra debe hundirse en el tiempo para revisitar a
los mitos, no como el turista que busca bellezas, ni como el estudioso que
busca e interpreta las fuentes de la historia, sino como el intérprete, aquel
que debe vestir la máscara para que todo aquello vuelva a suceder en la
integridad inquietante que nos deja en el límite del entendimiento, donde la
verdad nos sucede.
El argumento
privilegiado acá es, me parece, el abandono, uno cuya huella no es tan solo la
angustia en la emoción, sino que la herida en el entendimiento, la conciencia
de haber conocido. Los nombres que
abren la serie -Pasifae, la Sibila, Perséfone, etc.-, son personajes que, tras
obtener la experiencia de la divinidad, el abandono se les hace el inevitable
gemelo de la experiencia trascendente. Acceder al dios es asumir que no se es con él, y que si todo trayecto tiene
un costo, este es insaldable. Lo que rendirá la experiencia es ser signo de ese
puente entre el mundo y lo que lo trasciende, un signo que no puede sino acabar
siendo huella de la ausencia, vaciada en el carácter monstruoso, ominoso,
inefablemente doloroso. La persona,
la máscara, es la demanda natural ante este desajuste entre lo que existe a la
vista y lo que no desea presentarse a los ojos –lo que se teje en el aire-, y su lenguaje tendrá que ser también
máscara, transcripción empequeñecida e indignificada por el trato material.
La máscara del
lenguaje, entonces, es índice de que debajo está el rostro marcado ya por lo
insalvable, también, de esa distancia. El lenguaje en su límite es seña del
abandono, precisamente por ser el máximo don; y esta paradoja es la que, creo,
se encubre, en Pharmakon, que parece
recorrer taxonómicamente esa escisión del absoluto ausente. Lo que guarda la
máscara está destinado a la muerte, y tan solo la máscara puede pervivir como
voz o como signo escrito, como la imagen de aquello que podría regresar. La
redención del intérprete, por otro lado, es imposible.
Pero es en este
punto en que se produce el salto de fe de Alejandra, apoyándose precisamente en
experiencias que se van instalando gradualmente más acá del mito. El método se
va revelando cada vez más abiertamente, si bien ya conformaba íntimamente esta
poética: la resonancia del origen en el presente, que solo se logra dar en el
instante de una pasión sublime, inexpresable. Así, por ejemplo, el Recado de Doña Isabel Riquelme sabe
entregar las pistas de una segunda posible lectura en torno al mito del héroe, en
que es la constitución de un ethos
femenino la que crea una eventual redención, encarnada en ese Libertador en mayúscula, que bien
murmura una aspiración intemporal. En adelante, esta poética se aboca a alzar
la anécdota hacia la voluntad de símbolo, señas de reconciliación de lo
singular con el origen universal.
Así, la pasión
física recordada a la que, por ejemplo, aluden Habitación de hotel o Casanova,
no se aprecia tan lejana tras comprender la aspiración de volumen de Dramatis Personae, como tampoco los
monólogos que nos traen a Laura y Eleanor Marx nos llevan a una simple anécdota
histórica. Lo que actualiza la parte III es un camino de comprensión de lo
femenino como punto de perspectiva de una nueva síntesis. Tal como en Locas mujeres de Gabriela Mistral, veo
acá la lúcida personificación de un mismo sujeto, que aprende a tomar
conciencia de sí a partir, paradójicamente, de esta multiplicación de máscaras.
En el escenario propuesto por Alejandra, todo
yo es otro y todo otro es yo,
afirmando así la aspiración de reconciliación, de salud. La existencia efectiva, marcada por la inquietud y la
separación, no podrá culminar su juego de multiplicaciones sin conformar un
nuevo universal; las máscaras solo por existir suponen que serán sacadas en
algún momento de los rostros; las palabras tienden el puente hacia el futuro en
que no serán ya necesarias.
La obstinación
en la utopía es, entonces, lo que anima a esta poética, y su llamado es desde
una profunda inquietud de carácter netamente político, en el sentido más
primario de la palabra, como el drama griego o la reacción del monólogo poético
en el siglo XIX ante el desafío propuesto por la cuantificación técnica del
mundo. Dramatis personae ocupa su
ceremonia en una búsqueda por el lugar de la humanidad en el mundo que habita,
y por el motivo de esa habitación que en su principio siempre se revela tan
solo como un ciego azar. La poética vuelve a ser acá la intuición de su aurora:
un salto al vacío.
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