Una afasia imperfecta [Ricardo Cabezas]



Una afasia imperfecta
Ricardo Cabezas


Desaparecían los colores de la silla en aquella noche de verano. Desaparecían,  en puntos azul grisáceos hasta hacerse cada vez más transparentes e informes, como en un dibujo pixelado, tras el consumo de algún alucinógeno. Los colores por supuesto eran solamente una interpretación arbitraria que realizaba la mente; una conjunción de las propiedades de la luz y de la genética humana que producían esa sensación de objetividad. 

 Las formas sin colores eran agradables –Pensó- y disminuían su paranoia. Desde su más temprana infancia les temía a su madre y a sus hermanos, por ejemplo. Individuos que lo golpeaban con una correa de broches, luego de su baño semanal. Siempre  le mencionaban los sacrificios infinitos que llevaban a cabo por él. Las terapias del habla cada tres días se volvían impagables ¿No lo podía comprender en su estúpido egoísmo?  Sus hermanos ya no irían a la universidad por su culpa. El padre los había abandonado pues no soportaba la deshonra de tener a un hijo inválido. Ahora la madre tenía que trabajar hasta los domingos  y su artritis empeoraba cada día. 

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Desaparecían los colores, que en cualquier caso eran innecesarios para alguien habituado a pasar todo su tiempo acostado en un lecho oscuro y en una habitación mal ventilada.  No recordaba una vida distinta, ni los paisajes en los que jugaba de niño en los veranos lejanos. Su rutina era invariable, con las comidas a las 8 y a las 12.  La terapeuta los lunes y los jueves. Los insultos y regaños que surgían aleatoriamente como los excrementos que empapaban sus sábanas. De vez en cuando ojeaba la Wikipedia, especialmente aquellos artículos relativos a su enfermedad y  síntomas.  También le gustaba observar los daguerrotipos de los médicos e investigadores que habían estudiado las enfermedades mentales en el pasado. Etéreos, distinguidos, vivían en un universo preciso y matemático, Armand Trosseau y Paul  Broca, el histérico Charcot o Duchenne obsesionado con la tortura eléctrica. Nombres que desaparecían en la pantalla del computador entre las burlas de su madre y las miradas avergonzadas de la terapeuta. 

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Incluso  los colores de sus pesadillas comenzaron  a desvanecerse. Todas las noches se soñaba perseguido por manadas de leones en un poblado Masai. Leones horribles de fauces rojizas que trituraban un  cuerpo aterido y sudoroso (su nariz sentía olores aún). Los Masai renegridos por el sol, se convertían ahora en manchones con patas.   Su sueño era ahora ininterrumpido y liviano.   

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Cuando niño, no dejaba de hablar ni de cantar en todo el día. Desesperaba a su madre y a sus hermanos con preguntas interminables y necias  del tipo ¿Por qué los peces no se ahogan? ¿De dónde vienen los bebes?  ¿Por qué el sol sale en las mañanas? ¿Podemos comprar un perro? Corría por toda la casa rompiendo floreros y vidrios, ensuciando las paredes con sus manos mugrientas y mordiendo a su hermanita recién nacida. La Ritalina no fue efectiva para él, ni las innumerables sesiones con la psicóloga.  Una tarde, Julián su hermano mayor le dijo con sorna que los niños hiperactivos como él sufrían muchos accidentes. La ventana estaba abierta esa tarde y abajo se veían a las personas como enanitos de colores, sentados en posiciones ridículas. Vivían en un tercer piso. 

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Le habían diagnosticado afasia y paraplejia. A-F-A-S-I-A. Su lengua se trababa al intentar recordar palabras complejas. Adefesio recubierto de neoplasia.  Las palabras eran horribles e innecesarias, con demasiadas combinaciones y reglas gramaticales. Ro ro ro. Co co co. Fa fa fa.  Cada palabra tenía un color diferente. Un olor diferente. Madre era rojiza, olía a cebolla. Hermano era verde, alto como un árbol. Olía a sangre. Afasia, eran triángulos amarillos y blancos que apestaban a orina.  Armand Trosseau era un gnomo de nariz ganchuda con aliento a cerveza. Lo aterrorizaba cada vez que veía su mugroso daguerrotipo en la Wikipedia. Las palabras dolían demasiado ahora. Era preferible babear, formar burbujas de saliva en las que se  reflejaban multitud de hermanos y  de madres  mientras la luz del sol se convertía en un arcoíris. 
Burbujas que no olían a nada.
                                                               
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No soñó con leones en las semanas siguientes. A decir verdad, no soñó con nada interesante. Los hermanos y la madre ya no lo insultaban. Eran ahora manchas grises que abrían la boca para hacer ruidos extraños como si estuvieran en  una escena en cámara lenta. En la televisión pasaron un documental sobre el síndrome de Tourette, que lo exasperó por el exceso de muecas y sonidos de los pacientes. Tourette era una palabra con demasiados colores. 

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Los médicos sugerían nuevas terapias, con sonrisas discretas y gestos optimistas. Se había demostrado que la estimulación magnética transcraneal en subregiones del área  de Broca en el cerebro podían  mejorar las alteraciones del habla. Paul Broca había descubierto siglos atrás, las regiones cerebrales corticales involucradas en el lenguaje y algunas de sus patologías.  Broca podía ser el hermano gemelo de Armand Trosseau con esas absurdas patillas blancas y  su sombrero de copa. Ambos se parecían al Dr Jekyll en cualquier caso. Por las noches cuando dormía, el Doctor Broca (¿O quizás Monsieur Trosseau?) solía transformarse en un asesino sádico aficionado a los electrochoques.  El satánico Mr Duchenne y su estimulación magnética transcraneal. 

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¿Eran efectivas esas nuevas formas de tortura? Sus extremidades inferiores seguían yermas y frías. Maldito Paul Broca, maldito Armand Trosseau, y sus terapias farmacológicas, celulares, magnéticas…
                                                                                         
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Las formas grises de aburridos matices empezaron a impacientarlo durante el otoño. El daguerrotipo de Trosseau, el pelo encanecido de su madre, el televisor descompuesto que siempre lo acompañaba durante las noches de insomnio… ¿Si habían desaparecido los colores y las palabras, no podrían desvanecerse igualmente aquellas formas innecesarias que tanto lo molestaban?

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Las cosas persisten, no por la voluntad de una consciencia suprema, si no por las innumerables interacciones moleculares y atómicas que estabilizan a la materia.  Para separar la materia es más útil  un  colisionador de hadrones que la mano divina de Moises. Su enfermedad  podía fragmentar esas interacciones como si fueran pedazos de galletas, solo era necesario intentarlo...

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 A la mañana siguiente las líneas de los objetos comenzaron a desaparecer,   apelmazándose las cosas a su alrededor en una comunión tan íntima como la de las Personas co-eternas de la Divina Trinidad. Sin límites definidos las personas y los objetos parecían mezclarse: su madre y sus hermanos se fusionaron con el televisor, con los platos, con la artritis que había desfigurado los dedos  de la madre y el cielo lluvioso de un otoño imaginario, que tenía el mismo color gris de la sangre. Para él no era suficiente haber conseguido esa amalgama de recuerdos-objetos-personas. Cuando se rompe el  cristal de una ventana, entran las moscas o el aire frío ¿Qué ocurriría  cuando se rompieran aquellos tejidos y cuerdas que sustentaban el andamio de lo real? 

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Volaron en pedazos cobijas,  puertas, y paredes opacas. Desaparecieron los documentales sobre el síndrome de Lou Gehrig.  Los daguerrotipos se combinaron  en bloques de colores indiscernibles para los ojos humanos. Cuerpos sin cerebro se  desintegraron en amaneceres sin luz ni sol.  Toda la música conocida se convirtió en  meras notas sin tonalidad.  Los olores se perdieron en una anosmia indiferente de partículas indivisibles. El, flotaba ahora en un espacio sin dimensiones,  similar al universo en el que existían los puntos de las teorías matemáticas. Se encontraba a gusto allí en ese espacio de lo posible. 
Todos sonreían.    

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Fue solo instante. Luego, los puntos volvieron a reagruparse en formas concretas. Objetos sólidos que lo golpearon y lo hicieron convulsionar en dolorosos espasmos. Un alarido despertó a todos los habitantes de la casa y una voz hastiada llamó al hospital.

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El lecho aún permanece, húmedo y amarillento. El cuerpo aún permanece, delicado y frágil. El médico busca una vena en sus brazos temblorosos. Una aguja penetra ese cuerpo. Puntos grises que se incrustan en puntos azules. La Trinidad se disuelve en sus partes constituyentes;  Madre y Hermanos observan. Marmanos. La afasia que se expande en un lecho saturado de excrementos. Quedan las palabras; palabras sin olores ni sabores. Quedan los puntos grises, puntos grises. Puntos.
El cuerpo descansa.  



Ricardo Cabezas, 1981 Bogotá Colombia. Biólogo, actualmente estudia un Doctorado en Ciencias Biológicas en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (Colombia).  Interesado las temáticas de ciencia ficción y fantasía, tiene relatos publicados en las revistas De Segunda Mano, Phoenix, Ficciorama, Minatura, Fantastique y   Cosmocapsula,  (http://cosmocapsula.com/2013/02/22/en-la-plaza-mayor-por-ricardo-cabezas/ y http://cosmocapsula.com/2013/12/05/bo-dell-air-por-ricardo-cabezas/  ). 

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