POLVO ERES
Alejandro Espinoza Fuentes
Para Pedro Calderas y Alan Suárez
Extraño esos tiempos remotos en que morir era algo serio, el disfraz blanco y negro de la angustia, el silencio quebradizo a medio trecho entre el dolor y el hartazgo, la mano frágil, cosquilleando la palma o masajeando la clavÃcula, ‘lamento mucho tu pérdida, fue una hermosa ceremonia’; los concurrentes enlutados y enlatados en la funeraria insomne, los que vienen y van y se preguntan: ‘¿en qué podré ayudar?, ¿alguien necesitará un café, una aspirina?’, y se deslizan a prisa a satisfacer las solicitudes más insulsas; caprichos que poco o nada tienen que ver con la resurrección.
No creo que les sea posible imaginar dónde me encuentro ahora, no es cuestión de adivinanzas. Pero antes de hablarles de Luljeta Bogdani, déjenme relatarles el diagnóstico. ¿Alguna vez se han repetido una palabra tantas veces que ésta devalúa su significado? La articulación merma lo referido y el lenguaje se desgasta en un hueco sonsonete.
—Tienes un aneurisma cerebral inoperable —dijo el doctor—. Te queda alrededor de un mes.
SerÃa inexacto afirmar que no entendà ninguna de sus palabras, las oà como un ladrido oculto o como un consejo inútil de la infancia; ‘no hables con extraños’, me decÃa mi madre, ‘párate derechito’. Y como todo recuerdo didáctico y todo ladrido innombrable, ignoré, a medias, el veredicto médico, huà del hospital —no pensaba morir a la merced de un catéter—, abandoné mi vida y me fui a explorar la geografÃa mexicana.
Estuve en Mérida, en San Cristóbal, en Oaxaca; visité la Huasteca potosina, el desierto de Sonora, los helados cerros de Durango; lloré en Sayulita, en Chapala y en Zirahuén, lloré en Coatepec y en Tlacotalpan. Me enterré en la arena dura de Guerrero Negro, recorrà el brazo tullido de las Baja Californias; golpeé el suelo fogoso de Tierra Caliente y escribà mi nombre con las conchas esqueléticas de Chacagua, también escribà las palabras ‘aire’ y ‘vacÃo’.
Vagabundeé por los intestinos de la patria, conocà el matadero fronterizo y la sordina chihuahuense. Dormà en Culiacán y me desperté en Tampico, bebà mi sangre en Mexicali y vomité las vÃsceras de mi estirpe en Tlaxcala. Luego regresé a la capital y me acosté bocarriba en la plancha del Zócalo, extendà los brazos e intenté hacer eso que llaman “angelitos”, pero no habÃa nieve ni tierra ni lluvia ni mugre. HabÃa aire y la condena de la invisibilidad.
“Está muriendo gente que antes no solÃa hacerlo”, leà en una pancarta a las afueras del Palacio de Gobernación. La arranqué, me envolvà en ella y me fui a explorar el subsuelo mexicano, metro Talismán, Guelatao, Chilpancingo, Ciudad Azteca, El Rosario. Próxima parada: mi muerte. Qué estúpida me sonaba la palabra, una eme y una u y una e y una ere y una te y otra e para acabarla de amolar.
Lo cierto es que el periplo por la geografÃa mexicana fue un instante de mis fantasÃas, o tal vez de mis recuerdos. Lo cierto es que oà las palabras del médico, ‘te queda alrededor de un mes’, y me quedé en el consultorio a escuchar consuelos y recomendaciones. Recibà las miradas compasivas del doctor y de un par de enfermeras y tomé un taxi de vuelta a mi departamento.
Eréndira, mi roomie, estaba en el sillón con un plato de cereal sobre la panza, viendo episodios viejos de 3rd Rock From The Sun. Ella era una persona delicada, tras dos años de vivir juntos apenas habÃamos compartido unas cuantas palabras imprecisas. Se presentó en mi departamento el mismo dÃa que coloqué el letrero a las afueras de la universidad y al dÃa siguiente mudó sus cosas. Por lo general pagaba a tiempo la renta y casi no invitaba gente aunque su desorden equivalÃa al de treinta personas. Me senté a su lado y cavilé cómo harÃa para informarle que debÃa ir buscándose otro lugar para vivir, tras mi muerte el departamento, que estaba a nombre de mi madre, pasarÃa a manos de mi hermano y era probable que él lo convirtiera en otra de sus oficinas.
‘Voy a morirme’, le dije a Eréndira con el mismo tono que alguien hubiera empleado para decir ‘voy al zoológico’ o ‘voy a comprarme un automóvil de dos puertas’. Ella apenas me observó, dejó el plato de cereal sobre la mesa y se fue a encerrar a su cuarto.
Eréndira poseÃa una sabidurÃa posapocalÃptica y su comunicación era exclusivamente literaria. Cuando le hablabas de algún conflicto o le compartÃas alguna preocupación, incluso si le hacÃas notar un sÃntoma o una desavenencia, ella no respondÃa y se iba a encerrar a su cuarto. A lo poco volvÃa con un libro entre manos, hablaba por medio de los libros. No pretendÃa ni simulaba comprender los asuntos ajenos, te daba el libro como un doctor te receta un fármaco y esperaba que la lectura solucionara el problema. ‘Un poco de Dostoievski y mañana te sentirás como nuevo’, parecÃa decir, ‘un capÃtulo de Fitzgerald cada ocho horas y este cuento de Arreola antes de irte a la cama’. En una ocasión volvà del trabajo furioso porque no habÃa comido nada en todo el dÃa, a Eréndira le tocaba comprar la despensa y al llegar encontré el refrigerador vacÃo. Cuando se lo reclamé, se metió a su cuarto y volvió con la novela Hambre de Knut Hamson. Ese dÃa enloquecà un poco, querÃa probarle a Eréndira que el valor nutrimental de la literatura era meramente teórico, asà que saqué una sartén y puse su libro a freÃr no sin antes salpimentarlo y añadirle un poco de estragón. Lo partà como pude en dos mitades y las servà sin guarnición. ‘Acompáñame’, le dije pinchando con el tenedor las páginas guangas y renegridas. Que recuerde, ésa fue la única vez que nos reÃmos a la par.
Miré 3rd Rock From The Sun en lo que Eréndira volvÃa con el libro que contestarÃa a mi muerte. El capÃtulo concluyó, como de costumbre, con una profunda reflexión de los personajes en el techo de la casa. Harry decÃa: “Si la vida te da limones, cállate y cómete tus malditos limones”.
Esperaba que el libro de Eréndira no fuera una literatura hipocondriaca como la de Philip Roth, ni una tragedia indigesta estilo Faulkner. ‘Sólo éste’, dijo tendiéndome un libro de Alice Munro, separado con un cuadrito de papel higiénico en el cuento titulado “De otro modo”. Lo recibà y observé a Eréndira preguntándome qué tipo de accidentes tendrÃa que sufrir una persona para terminar asÃ. Era una chica atractiva y de belleza original. Jamás me acosté con ella, nunca me atrevà a sugerirle la idea y eso que cuando se lo proponÃa en mi cabeza a veces no me rechazaba.
—Gracias por los tragos —le dice Georgia—. Gracias también. Supongo que nunca nos creemos que vayamos a morirnos.
—Ya, ya —dice Raymond.
—No. Quiero decir que nunca nos comportamos…, que nunca nos comportamos como si creyésemos que vamos a morirnos.
Raymond sonrÃe cada vez más y le pone una mano en el hombro.
—¿Cómo deberÃamos comportarnos?— le pregunta.
—De otro modo —le responde Georgia, poniendo un énfasis absurdo en las palabras, queriendo decir que su respuesta es tan poco convincente que sólo puede ofrecerla como una broma.
Alice Munro
A partir de la lectura tomé la decisión de vivir para mi muerte. ¿Cuánto desperdicia el ser humano en trabalenguas sentimentales que a fin de cuentas carecen de significado? No era que opinara que la muerte sà lo tuviera, pero al menos mi actitud frente a ésta serÃa realista y categórica; no aprovecharÃa mis últimos dÃas, como en las pelÃculas, para cumplir la lista de actividades que siempre quise hacer y no hice, no viajarÃa en globo, no me tirarÃa del bungee ni le revelarÃa mis sentimientos a esa mujer que siempre habÃa amado; en cambio, existirÃa para lo irremediable, planearÃa mi deceso de principio a fin, ordenarÃa las gestiones testamentarias de mis escasas pertenencias, me despedirÃa escuetamente de quienes hiciera falta, harÃa los arreglos adecuados para el funeral y estipularÃa alguna última voluntad en cuanto a qué hacer con mi cadáver.
Que me tiraran a la basura, que me depositaran en una fosa común, que me incineraran y esparcieran mis cenizas en la primera alcantarilla; eso pensaba en un inicio. Sin embargo, los procedimientos burocráticos y el sinfÃn de variantes me entretuvieron más de la cuenta. Llamé a un notario al departamento y el tipo me impuso un papeleo tan complejo a la hora de determinar mis bienes que opté por dejárselo todo a mi hermano, sin considerar de bien a bien qué era mÃo: ¿mis libros?, ¿mi ropa?, ¿mis discos?, ¿mis diarios?, ¿mi computadora?, ¿mi escritorio?, ¿una loción a medio uso?, ¿la correa del único perro que tuve?, ¿las cartas y los regalitos que me hicieron mis novias de juventud? Esos preferÃa quemarlos, en primera porque sabÃa que a nadie más le importarÃan, en segunda porque, a pesar de carecer de un legado, preferÃa que a mi memoria (si habÃa una de mÃ) no la contaminaran el chisme y la vergüenza.
Con el funeral también tuve contratiempos, no querÃa conformarme con un ritual mediocre ni pensaba permitir que las fallas logÃsticas y la insolvencia económica me privaran de disponer la liturgia que me diera la gana, por eso preferà redactar un documento que especificara cómo habrÃa de proceder la ceremonia y dejar que mis familiares perpetraran mis caprichos. Extraño, repito, esos tiempos remotos en que morirse era algo serio. TenÃa previsto un velorio en claroscuros, el ataúd opalino con la tapa abierta, mi cadáver amortajado en un frac, y habÃa un detalle que no querÃa que pasaran por alto, tal vez el único que no estaba dispuesto a negociar: querÃa que me enterraran con un sombrero negro de copa. SabÃa que las medidas del ataúd tendrÃan que dilatarse para abarcar la altura agregada, habrÃa que darle como mÃnimo un margen extra de cuarenta centÃmetros, pero podÃa permitÃrmelo, al fin y al cabo, no serÃa yo quien lo costeara.
Eréndira se paseaba por la sala mostrando sus pantorrillas blancas, cuando le comentaba algo —habÃa comenzado a sentir una espantosa necesidad de hablar, de narrar mi aburrida biografÃa, de relatar mis impresiones finales—. Ella se metÃa a su cuarto y volvÃa con otro libro comunicante. Apiló casi veinte sobre la mesa, pues yo no paraba de compartir mis inquietudes. ‘¿De qué color será la muerte?’, pregunté y Eréndira me trajo una novela de Agatha Christie. ‘¿Qué será del lenguaje cuando me desvanezca?’ Me llevó el Farabeuf de Elizondo. ‘¿Seré capaz de captar un lazo con la memoria que los vivos tengan de mÃ?’ Apiló en la torre El caballero inexistente de Italo Calvino. ¿Habré conocido en algún instante la vida verdadera?’ Eréndira resopló y sacó de su morral El bosque de abedules de Jaroslaw Iwaszkievicz, el cual me tendió sin ocultar un gesto de hartazgo. ‘¿Habrá amor a dónde vaya?’ En vez de sacar otro libro, se hincó a mis pies y recostó la cabeza ladeada sobre mi muslo izquierdo. Observé su mirada absorta, sus ojos inmóviles mostraban la solidez del mármol y, sin embargo, a su modo, lloraban, lloraban por dentro y no tenÃan idea de cómo reparar esa tristeza ancestral que a ambos nos carcomÃa.
Cada libro de Eréndira tenÃa uno o más separadores de distintas formas y colores, a veces eran separadores artesanales, a veces hojas arrancadas del periódico o pasadores para el cabello. En la página 53 de El caballero inexistente encontré uno de la GalerÃa Córdoba, el cual anunciaba una exposición de Luljeta Bogdani que se habÃa inaugurado hacÃa dos años. El nombre de la exposición era “Polvo eres” y el separador lucÃa un par de imágenes que mostraban lo que la artista se habÃa propuesto hacer con las cenizas de sus familiares muertos en la Guerra de Kosovo. La primera era un disco de vinil que fabricó compactando las cenizas de su padre, al interior mandó que grabaran las composiciones de su músico favorito, BedÅ™ich Smetana. La segunda imagen (y fue esta idea por la que terminé decidiéndome para mis propias cenizas) mostraba un estuche de lápices que a la postre harÃa de urna; las cenizas de su hermano las convirtió en lápices cuyo aserrÃn, conforme les fuera sacando punta, se acumularÃa en el mismo estuchito. Después me enteré que el proceso podÃa efectuarse hasta cinco veces antes de que las cenizas dejaran de ser suficientes para producir nuevos lápices, pero llegado este momento Luljeta Bogdani sugerÃa la iniciativa de preparar una solución con las cenizas para seguir escribiendo con ellas a manera de tinta. También leà que la artista recomendaba esta opción para aquellos que hubieran sufrido la muerte de un pariente o un amigo joven; el tener la posibilidad de transformar el cuerpo en lenguaje abrÃa nuevos caminos para acompañar el duelo y enfrentar el doloroso proceso de resignación por medio del verbo y la memoria. Sin saber cómo podrÃa ponerme en contacto con ella, dejé redactado en mis documentos post mórtem que eso querÃa que hicieran con mi cuerpo, pero no sólo me inquietó la duda de si en verdad alguien cumplirÃa mi voluntad, también me afectó la interrogante de, si en efecto se me convertÃa en un medio de escritura, ¿quién serÃa lo suficientemente piadoso para escribir conmigo?
Pasaron los dÃas y los sueños y cada amanecer me sabÃa a derrota. ¿Por qué no podÃa morirme de una vez? El mareo era intermitente, la fragilidad poco me importaba ya que mi mente anclaba los delirios, cada pensamiento entrechocaba en mi cráneo como pájaros tratando de escapar de una jaula en llamas. Eréndira me cuidó cuando ya no tuve fuerzas para levantarme de la cama, me llevaba la comida y nuevas lecturas en las que, por más que intentaba, ya no podÃa concentrarme, ni siquiera encontraba fuerzas para sostener los libros. Cuando la marca del termómetro superó los 39 grados, decidà que era un buen momento para avisarle a mi madre. Fue una llamada breve y educada en la que, sobre todas las cosas, recalqué lo importante que era que se respetara al pie de la letra mi voluntad.
Mi esqueleto bien podÃa ser polvo, mis músculos esponjas infecciosas, y apenas conseguÃa la justicia del respiro. Antes de que sucediera, jalé como pude las cortinas y entrevà el tejido grisáceo del cielo. Poco después me venció la náusea, se ausentó toda señal de luz y mi pulso se detuvo. Ahora ya podrán imaginarse dónde estoy, nace mi voz en la punta y rasga en el papel estas palabras, al fin soy del todo lenguaje y sé que aunque nadie me escuche, por una vez algo tuvo sentido.
Audio de la lectura de Alejandro Espinosa en la FIL Oaxaca 2017.
Audio de la lectura de Alejandro Espinosa en la FIL Oaxaca 2017.
Alejandro Espinosa Fuentes (Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM de la que se tituló con una tesis sobre el concepto de ironÃa. Ganó el Premio Nacional de Relato “Sergio Pitol” 2015 y el Premio de Novela “José Revueltas” con la novela Nuestro mismo idioma (Tierra Adentro, 2015).
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