Aldabas, de Macarena García Moggia: Una poética del
Misterio
Aldabas (Santiago: Edícola, 2016), presentación en poesía de Macarena García
Moggia (Santiago, 1983), sabe sostener su lugar de extrañeza, su capacidad de
abrir el ya amplio campo de las escrituras recientes de nuestro país, asentando
con cuidado técnico y programática precisa una poética en que la escritura es
un índice permanente a la carencia de tal, en la medida en que el sentido
también solo asiste para aprehender un espacio cero de sentido.
García limita el
espacio y el tiempo de juego, remitiéndonos a una serie de escenas mínimas cuya
duración varía desde la detención de la naturaleza muerta hasta la compresión
del instante de desarrollo de una acción simple. La forma es el poema breve,
trabajado desde la elusión de los contextos, lo que concentra la mirada en la
unidad de cada objeto y de cada acción. Sin embargo, tanto el objeto referido
siempre doméstico y reconocible como la acción que apela incesantemente a lo
cotidiano -el orden de una casa, el cuidado de la apariencia y la ropa, los
arreglos para un viaje-, no dejan de presentar la inquietud de una
justificación silenciada, asumida radicalmente desde una superficial
transparencia. Esta justificación plantea el enigma, y lo potencia desde su
mismo silenciamiento, modulando una armonía de intensidad que fundamenta cada
una de las tres series que componen el libro.
El epígrafe de
Omar Jayán ya nos sugiere la inminencia de un viaje fatal pronunciado desde una
voz que apela -Abran, que es breve el tiempo que nos queda-, y esta
apelación define por diferencia la presentación de las escenas. Un personaje
central se da a un registro conciso que define a través de la escritura su
lugar y el restringido campo de su acción, y el otro al que se refiere -marcado
desde el principio como una otra- es inapelable debido a su ausencia del
cuadro de la acción. El primer poema de la serie Zaguán sabe presentar
con precisión esta constante:
silencio
se oye a
alguien
tras la
puerta
dijo que
salió apurada
que olvidó
todo salvo
las llaves (p. 11)
La serie estará
marcada por el rastro de esta ausente en la memoria y en los objetos de la
casa, en la medida en que la soledad del hablante se revela a trazos breves y
en imágenes que dejan ver una violencia fuertemente contenida. Esta contención
es palpable en las decisiones de la forma rítmica, que implica más que una mera
disposición visual: el aliento sabe cortarse de un modo que evita en todo
momento la posibilidad de la más mínima efusión emotiva. Al modo de las
poéticas china o japonesa, que dependen del signo de manera casi exclusiva, la
emoción se deja pendiente tan solo de la evocación propia de lo que se denota.
recuerda
el olor de su
pelo
la última vez
que la vio
está
como en la
ducha
los pies calzados
hay
lo que en la
almohada
tras
levantarse (p. 17)
Como se ve, esta
forma de corte tiene otro rendimiento: marca el sonido y la imagen con una
nitidez que habla más del cine en su plano estudiado para cerrar las
posibilidades de lectura del espectador, que de una obra pictórica que aun
podría despertar el deslumbre técnico o la sugerencia alegórica. De manera
inevitable, hasta el mínimo acto registrado de este modo ofrece como
consecuencia no la interpretación de este en sí mismo, sino la invitación a
averiguar su contexto, o más precisamente, su justificación. Al no resonar esta
en los textos que anteceden o suceden, se abre el espacio a una inquietante
potencia inmanente:
una bicicleta
sandalias de
goma verde:
primera
navidad (p. 20)
cuando los
pantalones
se arrastran
hay que
hacerles basta:
tomar la
aguja
enhebrarla
hilvanar
contra el reloj (p. 28)
Esta potencia
inmanente que describo, me parece que deriva en una condición ritual, al
recargar la visibilidad de los objetos y la significación de los actos
performáticamente. Este efecto ritual no puede dejar de acentuar la analogía
con una entrada que remite al título de la primera sección, así como
apunta indirectamente a la solitaria concentración de la segunda, titulada Patio
interior. Asistimos acá a escenas que delimitan aun más la acción y la
percepción, al concentrarse casi exclusivamente en la experiencia de la
figura central y la perspectiva de una contemplación que tiende a la inercia:
entra una
brisa de estación
en algún
patio interior lejano
sábanas
blancas secándose
al sol (p. 39)
Con todo, el casi
que señalaba en el párrafo anterior tiene que ver con la marca de la ausencia
en esta sección a través de formas más profundas, que ponen la solución del
enigma en la punta de la lengua, como vemos en este duplicado -otro- patio
interior, que parece tener su eco en la mirada del personaje central,
desnuda, en el reflejo / de otra mujer / en la ventana (p. 49). Más
revelador aun es el poema de la página 46:
se sube
la falda
cotidiana
la vida
tu muerte
cada vez
que
Este texto no
solo es particular en cuanto a su sutil desvío sintáctico que lleva a una obvia
deriva inconclusa, dando la sensación de un bosquejo que no quiso llegar a una
relación necesaria de forma y contenido: me parece que estos rasgos se
relacionan con el único momento en que se revela muerte como palabra
clave del libro entero, asociada a la única clara apelación directa de la
sección segunda: tu muerte. La aparente continuación del texto -con el
de la página siguiente- rompería la estructura de serie, y precisamente abriría
una posibilidad de traer a sí estos abstractos -la vida, tu muerte-,
para que la figura central los tome, / los ponga en su boca, en
una operación que más acá de lo intelectual se asociaría al placer. Sin
embargo, la separación del espacio de la página -y volveré sobre esto- parece
inhabilitar este puente entre textos y voluntades que aparecen distintas.
La tercera y
última sección, que lleva el título del libro, sabe llamar bien al acorde a las
precedentes. Tras el paso de entrar y de habitar el patio interior, la sección Aldabas
toma a cargo el rol de la llamada desde afuera en una (solo
sugerida) propuesta escénica de ordenamiento de las series. La presencia de
este afuera, sugerido o visto desde lejos antes, acá se nos revela en
una lúcida llamada, que logra quebrar la inercia solitaria y desesperada que habitaba
el patio interior. Este rol de llamado se modula como una alerta, que
dicta el uso de un procedimiento de repetición al inicio de cada texto -abre
la puerta, entreabiertas, de pie, abre la puerta...-, con lo cual se nos
aparecen de inmediato más ágiles las unidades textuales y sus imágenes, al
despertar la expectativa. Esta expectativa tiene un correlato en el contenido
de las escenas mismas, en que el uso reiterado de la tercera persona -rasgo
solo de esta sección- nos trae a otro plano de mirada, en que la figura central
se le ofrece al lector en una perspectiva más precisa y visual, que depende más
de acciones emprendidas y percepciones racionales capaces de registro, que de
la voluntad o el afecto de un sujeto hablante. El resultado es al fin un clima
frío, en que sea en la fijeza o en la acción será la inercia la que ocupe
el lugar de lo que antes -en las dos secciones precedentes- vimos como
ritualidad consciente, entrada y autorreconocimiento. Con esto, desde la potencia
de enigma pasamos a lo que podríamos designar como una actualidad resignada
en su límite, que se sabe como mera imagen dirigida hacia un otro radical que
solo podría ser, a estas alturas, el lector de los poemas.
La conciencia de
lo fatal se revela, entonces, como mandato de forma y fondo en Aldabas. El
silencio de la voz y el vacío de la página no pueden sino dar la impresión de
cobijar al sentido y lo poético -sea esto tomado o no en cuanto enigma- como
accidentes dentro de un(a) caos, femenino, primordial y cobijante como
lo querría la tradición teogónica griega. En esto, Aldabas se revela
como poética mistérica, vía de lento acceso desde lo cotidiano a una sabiduría
fatal, que no puede sino forzar a la plena obsolescencia de la escritura
-precisamente al revelarse su rol pleno-, presentada en esa mano /
cortada / en el umbral, en la que queda resonando la retribución necesaria
de una mutilación ritual, la revelación final de una gnosis poética.
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