1
En el comienzo de esta noche, de esta vigilia sin motivo,
Presiento que mis brazos no bajarán nunca,
Que mi cabeza seguirá abierta aquí y al otro lado.
De la realidad me llevaré escozores, las axilas ardiendo,
El mentón duro hacia adelante,
El corazón vencido, inundado de sangre,
Las costillas que giran sin detenerse,
Un ojo que no se cierra,
Un hilo de ruido que persiste en la oscuridad.
2
Puede que este susurro sea la muerte silenciosa que se irradia desde
mi cuello hacia mi espina,
O una vena negra que se fuga hacia el aire próximo,
O las sílabas de una imaginación ya gastada y discapacitada por los años,
O un nombre hermoso que terminó en pregunta e incertidumbre.
Como sea, ya no tengo curiosidad.
Pienso en demasiadas cosas aquí a oscuras, sentado en el vergel,
Mirando plantas que no crecen ante mi presencia,
Con hojas mordidas por caracoles luminosos como recuerdos.
3
Despierto a las cuatro de la madrugada:
Se reanuda la incomodidad de la espina,
La debilidad de los brazos,
Los alimentos descompuestos, atorados en el tubo digestivo,
El ardor constante de los riñones,
Las transfusiones agónicas entre las sienes y los oídos,
El refugio en las mismas fantasías sexuales.
Todo arde.
Mi cuerpo entero es una bandera de piel quemada.
4
Tres noches despierto y cierta ansiedad de fuga,
Conforman un cuadro que bien podría durar para siempre.
Y aunque no soy feliz en la prolongación de este desvelo,
La verdad es que no tengo derecho a quejarme.
Me explico:
Renuncié a la lucidez de la infancia porque ya no soportaba los terrores nocturnos,
Me divorcié de la juventud porque nunca pude entender los códigos de mis amigos,
Y ahora, ya de viejo, escondo el hambre por las hijas de mis vecinos
Bajo un cariño baboso por los ciegos y los vagabundos.
Solo sé que esta noche no termina nunca
Y que los arrebatos de la inteligencia se me pierden en un breve hormigueo hacia las extremidades.
Debí haber hecho algo en vez de quedarme aquí sentado, mirando a las polillas,
Debí haberme armado de valor como para atravesar los océanos con una mochila y un mapa.
Pero me quedé aquí esperando, con mi bolso listo a los pies de mi cama,
Perpetuándome en los ladridos de esta misma calle, de esta misma noche,
Hasta que perdí el oído para lo lejano y lo improbable.
Cristian Rodríguez: Valdivia, 1985. Es autor del libro de cuentos “Lluvia de Barro” de 2012. Tiene estudios de Magíster en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Austral de Chile, en Valdivia y, de Pedagogía en Castellano por la Universidad de La Frontera, en la ciudad de Temuco, donde reside actualmente.
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