Poemas de Wallace Stevens




TATUAJE

La luz como una araña.
Se arrastra por el agua.
Se arrastra sobre los bordes de la nieve.
Se arrastra debajo de tus párpados
y esparce allí sus telarañas;
sus dos telarañas.
Las telarañas de tus ojos
se pegaron
a tu carne y tus huesos
como la viga y tu hierba.
Hay hilos en tus ojos,
en la superficie del agua,
y en los bordes de la nieve.


EL EMPERADOR DE LOS HELADOS

Llama al que lía gruesos cigarrillos,
Al forzudo, y ofrécele batir
En tarros de cocina las concuspiscentes cuajadas.
Deja que las sirvientas huelguen con los mismos vestidos
Que suelen llevar, y deja que sus galanes
Lleven flores envueltas en periódicos del mes pasado.
Deja que ser rime con parecer.
El único emperador es el Emperador de los Helados.
Llévate algo del aparador
Donde faltan tres borlas de cristal, aquella sábana
Donde ella bordaba una vez fantasías
Extendiéndola luego para ocultar su cara.
Si sus callosos pies quedan fuera, llegan
A mostrar qué fría y muda está ella.
Deja fijar la lámpara a su viga.
El único emperador es el Emperador de los Helados.


DOMINIO DEL NEGRO

De noche, junto al fuego,
los colores de los arbustos
y de las hojas caídas,
repitiéndose,
giraban en el cuarto
como las mismas hojas
girando en el viento.
Sí: pero el color de los pesados abetos
entró a grandes pasos.
Y recordé el grito de los pavos reales.
Las tonalidades de sus colas
eran como las mismas hojas
girando en el viento,
en el viento del crepúsculo.
Se arrastraban por el cuarto,
así como descendían volando desde las ramas
de los abetos hasta el suelo.
Los oí gritar… los pavos reales.
¿Era un grito en contra del crepúsculo
o en contra de las mismas hojas
girando en el viento,
girando como las llamas
giraban en el fuego,
girando como las colas de los pavos reales
giraban en el sonoro fuego,
sonoro como los abetos
plenos del grito de los pavos reales?
¿O era un grito en contra de los abetos?
Ventanas afuera,
vi cómo los planetas se agrupaban
a semejanza de las hojas
girando en el viento.
Vi cómo llegaba la noche,
a grandes pasos, como el color de los pesados abetos.
Sentí miedo.
Y recordé el grito de los pavos reales.


DOMINGO A LA MAÑANA

I

El placer de estar en bata, y a una hora tardía
el café y naranjas en una silla al sol,
y la verde libertad de un papagayo,
sobre un tapiz fúndense para disipar
el sagrado silencio del antiguo sacrificio.
Ella sueña un poco, y siente la oscura
intromisión de esa vieja catástrofe,
como entre las luces del agua se ensombrece una calma.
Las acres naranjas y las brillantes, verdes alas,
parten de un fúnebre cortejo,
serpenteando a través del agua, sin ruido.
El día es cual anchurosa agua sin ruido,
aquietado por el paso de ella con sus pies soñadores
sobre los mares, hacia la callada Palestina,
reino de la sangre y del crepúsculo.

II

¿Por qué habría de dar su dádiva a los muertos?
¿Qué es la divinidad si solamente
puede llegar en sigilosas sombras y en sueños?
¿No encontrará en los consuelos del sol,
en la fruta acre y en las brillantes verdes alas,
o en cualquier otro bálsamo o belleza de la tierra,
cosas que amar tanto como el pensamiento del cielo?
La divinidad debe vivir dentro de ella:
pasiones de la lluvia, o estados de ánimo con el caer de la nieve,
lamentos en soledad, o insumisos
entusiasmos cuando la selva florece,
borrascosas
emociones por caminos mojados en noches de otoño;
todos los goces y todas las penas, recordando
la verde rama del verano y el ramaje invernal.
Tales son las medidas consagradas a su alma.


III

En las nubes tuvo Júpiter su inhumano nacimiento.
Ninguna madre lo amamantó, ninguna dulce tierra
dio majestad a su mítica mente.
Pasó entre nosotros como un gruñón
y magnífico rey pasaría entre sus siervos,
hasta que nuestra sangre, mezclándose, virginal,
con el cielo, trajo al deseo recompensa tal
que hasta los siervos lo reconocieron en una estrella.
¿Fracasará nuestra sangre? ¿O tornaráse
sangre del paraíso? ¿Y la tierra
semejará al paraíso que conocemos?
El cielo será entonces más amistoso que ahora,
una parte de esfuerzo y una parte de dolor,
y cercano en la gloria al amor perdurable,
no este divisorio e indiferente azul.

IV

Ella dice: “Me gusta cuando los pájaros, al despertar,
antes de volar prueban con sus dulces preguntas
la realidad de los brumosos campos;
pero cuando los pájaros se han ido y sus tibios campos
no vuelven más, ¿dónde está, entonces, el paraíso?
No ronda ninguna profecía,
ni quimera alguna de la tumba,
ni el dorado subterráneo, ni isla
melodiosa donde los espíritus retornan a su hogar,
ni visionario sur, ni nebulosa palmera
remota sobre la colina celestial, que haya perdurado
como perdura el verde de abril, o que perdure
como el recuerdo de los pájaros despiertos,
o su ansia de junio y del atardecer, tocada
por el extenuarse de las alas de la golondrina.

V

Ella dice: “pero en la satisfacción siento aún
la necesidad de una dicha imperecedera”.
La muerte es la madre de la belleza; por eso
sólo de ella vendrá el cumplimiento de nuestros sueños
y nuestros deseos. Aunque ella esparce por nuestros
senderos las hojas de la destrucción,
el sendero que tomó la doliente pena, los muchos senderos
por donde el triunfo hizo sonar su fanfarria descarada,
o donde el amor impulsado por la ternura algo susurró.
Ella hace que el sauce tiemble al sol
para las doncellas que solían sentarse y contemplar
los prados, abandonados a sus pies.
Ella induce a los muchachos a amontonar más ciruelas y peras
en desdeñadas bandejas. Las doncellas prueban
y se extravían apasionadamente por las desordenadas hojas.

VI

¿No habrá en el paraíso otra muerte?
¿No cae jamás el fruto maduro? ¿O las ramas
cuelgan siempre henchidas bajo ese cielo perfecto,
inmutable y sin embargo tan similar a nuestra perecedera tierra
con ríos como los nuestros, siempre en busca
de inencontrables mares, y playas que se alejan
y que nunca tocan con articulado dolor?
¿Por qué plantar el peral en las márgenes de esos ríos,
o perfumar las playas con el aroma del ciruelo?
¡Ay, que luzcan allí nuestros colores,
la sedosa trama de nuestras tardes,
y hagan vibrar las cuerdas de nuestros insípidos laúdes!
La muerte es la madre de la belleza, mística,
y en su ardiente regazo entrevemos
a nuestras madres terrestres que esperan, insomnes.


VII

Ágil y turbulento, un círculo de hombres
cantará, orgiástico, una mañana de verano,
su tumultuosa adoración del sol,
no como un dios, sino como uno que podría ser un dios,
desnudo entre ellos, como una fuente salvaje.
Su canto será un cántico del paraíso,
salido de la sangre, retornando a cielo;
y en su canto entrarán, voz tras voz,
el tempestuoso lago donde su señor se deleita,
los árboles como serafines, y las colinas con sus ecos
que prolongan el coro hasta mucho tiempo después.
Ellos conocerán bien la celestial camaradería
de los hombres que sucumben y de la estival mañana.
Y el rocío de sus pies dirá de dónde
han venido y hacia dónde irán.

VIII

Ella escucha, sobre esa agua sin ruidos,
una voz que grita: “la tumba en Palestina
no es el pórtico de los espíritus que se demoran.
Es la sepultura de Jesús, donde Él yació”.
Vivimos en un antiguo caos del sol,
o en la vieja dependencia del día y la noche,
o en la soledad insular, libre, sin tutela,
de esas anchurosas aguas, ineludibles.
Los ciervos recorren nuestros montes, y las codornices
silban en torno de nosotros sus espontáneos gritos;
dulces bayas maduran en el páramo,
y en la soledad del cielo, al atardecer,
peregrinas bandadas de palomas describen
ambiguas ondulaciones al hundirse en la oscuridad,
sobre las abiertas alas.


EL HOMBRE DE NIEVE

Se debe poseer un espíritu de invierno
para observar la escarcha y las ramas
de los pinos encostrados de nieve;
y haber tenido frío durante largo tiempo
para contemplar los enebros erizados de hielo,
los rudos abetos en el distante resplandor
del sol de enero; y no pensar
en ningún dolor en el sonido del viento,
en el rumor de unas pocas hojas,
que es la voz de la tierra
llena del mismo viento
que sopla en el mismo desnudo paraje
para el que escucha, el que escucha en la nieve,
y, nada en sí mismo, contempla
esa nada que no está allí y la nada que está.



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