Horacio Quiroga
Pionero y fundador
del cuento moderno latinoamericano
Magda
Lago Russo
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (1878, Salto - 1937, Buenos Aires, Argentina) fue un cuentista,
dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de
prosa vívida, naturalista y modernista.
El
cuento hispanoamericano tiene en Horacio Quiroga a uno de sus grandes maestros.
La vida de este escritor uruguayo estuvo marcada desde su niñez por la
tragedia. Su padre murió cuando accidentalmente se le disparó una escopeta.
También de un disparo accidental Horacio Ortega mató a un amigo. Su primera
esposa se suicidó dejándole dos hijos y finalmente él mismo se quito la vida a
los sesenta años de edad cuando se supo víctima de una enfermedad incurable. Sus relatos tienen también, como su vida, un hondo sentido
trágico .Sin embargo, Quiroga, experimentó
una evolución en su estética creativa; atrás dejó una etapa signada por las
influencias de los que Quiroga llama
sus maestros, Edgard Alan Poe, famoso por sus cuentos de horror y de misterio,
a Rudyard Kipling por su Libro de la selva y Guy de Maupassant que es el padre
del cuento corto. Alcanzaba una madurez literaria que se establece precisamente
con la publicación de su libro más emblemático, Cuentos de amor de locura y de muerte, que constituyó su obra con
la cual se hizo famoso. Algunos cuentos de ese libro son de obligada antología
para los mejores cuentos latinoamericanos, tales como las perfecciones y
excelencias de "La insolación"
y "El almohadón de plumas". Meditaba y reflexionaba sobre su
obra. Y así logra idear una retórica del cuento, materializada en una teoría que
será el Decálogo del perfecto cuentista. Es considerado el fundador del cuento
latino americano. La construcción del cuento en Horacio Quiroga responde a un
plan preconcebido, el autor lleva a sus personajes de la mano para darles la
dimensión justa, la necesaria para desarrollarse de acuerdo con el esquema
planteado. El lenguaje, aunque rico en formas descriptivas, según sus propias
palabras, debería ajustarse al sentido exacto de lo que quiere decir: “si
quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "desde el río soplaba
un viento frío", “no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas
para expresarla”. La técnica narrativa y de cuento que aprendió Horacio Quiroga, se sustenta en
la objetividad de la ciencia y en la aparición del CINE como invento moderno que introduce nuevas
formas de expresión narrativa, introduce
esas técnicas cinematográficas en sus relatos, y con esto contribuye como
pionero a la modernización del cuento latinoamericano, encontrando nuevas
formas de expresión que fundan desde ya
el cuento moderno de Latinoamérica. Horacio Quiroga se inscribe en el
movimiento modernista porque su prosa tiene esa riqueza de formas y colores que
caracteriza dicho movimiento. La naturaleza, ya sea real o fantástica, es un
elemento vivo y palpitante dentro de la narración; en este sentido sobresalen
los cuentos que tiene por escenario la selva de Misiones, como el cuento Anaconda que da título a otra serie de
relatos, las primeras líneas donde se ve claramente cómo el medio ambiente
participa de manera directa sobre el destino trágico que envuelve a los
personajes: “eran las diez de la noche y
hacia un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo
de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos
relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbando del
sur estaba aún lejos”
EL DECÁLOGO (creado por H. Quiroga)
I. Cree en el
maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov- como en Dios mismo.
II. Cree que tu
arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo lo
conseguirás, sin saberlo tú mismo.
III. Resiste
cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más
que cualquiera otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga
paciencia.
IV. Ten fe ciega,
no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a
tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V. No empieces sin
saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado las tres
primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.
VI. Si quieres
expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba un viento
frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para
expresarla. Una vez dueño de las palabras no te preocupes de observar si son
consonantes o asonantes.
VII. No adjetives
sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si
hallas el que es preciso, él, solo, tendrá un color incomparable. Pero hay que
hallarlo.
VIII. Toma los
personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa
que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no
pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela
depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea.
IX. No escribas
bajo el imperio de la emoción. Déjala y evócala luego. Si eres capaz entonces
de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X. No pienses en
los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si
el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus
personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la
vida en el cuento.
“Luché porque el cuento tuviera una sola línea trazada
por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o
digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el
fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del
arco para ir a dar directamente al blanco”.
H.Q.
EL HOMBRE MUERTO (cuento)
El hombre y su
machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos
calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea
que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una
mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un
rato en la gramilla. Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie
izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que
el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la
impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo. Ya estaba
tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La
boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de
cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano
izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por
debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del
machete, pero el resto no se veía. El hombre intentó mover la cabeza en vano.
Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de
su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro
de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que
acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de
la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días
preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley
fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente
por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el
último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de
sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos
reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del
escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras
divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que
debemos vivir aún! ¿Aún…?
No han pasado dos
segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han
avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido
las divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse
muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo
ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la
naturaleza trasuda el horrible acontecimiento? Va a morir. Fría, fatal e
ineludiblemente, va a morir. El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!-
y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es
acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce
como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas
al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los
bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su
casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver
más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y
que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el
Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de
fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de
postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…¡Muerto! ¿Pero es
posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su
casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano?
¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo
parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver,
porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los
pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto
nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que
toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del
camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo,
al levantar el alambrado, midió la distancia.¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no
un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en
el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a
plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona,
su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él
mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de
sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente,
naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace
dos minutos: Se muere. El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el
costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia,
ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y
media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente. ¡Pero no es
posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo
por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano
izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo
se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa
mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla
que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de
tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su
malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;
sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado
casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor
que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy
grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas. …Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber
pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde
el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos
hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su
chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá! ¿No
es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué
pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está!
Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne,
que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido. …Muy cansado,
mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado
volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había
sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete
pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la
mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde
el tajamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo
volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún
ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado,
echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos
los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla
-descansando, porque está muy cansado. Pero el caballo rayado de sudor, e
inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el
suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya
están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al
bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre
tendido que ya ha descansado.
“El hombre
muerto” es uno de los cuentos más importantes de
Horacio Quiroga. Se trata de una narración en tercera persona que presenta al
protagonista contemplando el proceso de su propia muerte. Al principio,
predomina el enfoque externo, próximo a la técnica objetivista; después, el
cuento da paso a la pesadilla de la muerte absurda en medio del paisaje
familiar y cotidiano. El paso del tiempo está muy marcado, lento al principio y
precipitado después.
Magda
Lago Russo.
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