MANUAL PARA TARTAMUDOS: UNA MÁQUINA DE DESTIERROS
Por Carlos Henrickson
La escritura del desarraigo -en
épocas en que la migración ocupa un primer plano en la prensa- puede bien ser
vista como una subespecie de la escritura de la violencia. Pasar de un
territorio a otro no es algo que nos deje indemnes: por más que soñemos que
nuestra identidad no depende del entorno, el hecho es que este está constituido
más mañosamente. Se trata de encontrarse con algo que es como el aire en su
sentido más propio: pasamos a otro aire al tiempo en que este pasa a nosotros,
dentro del cuerpo propio. Este aire ocupa nuestra respiración para hacernos
entrar mientras él entra en nosotros: es, al fin, una operación casi mágica que
este hace, más efectiva que nuestro propio paso o la recepción voluntaria o
involuntaria de quienes ocupan ese nuevo lugar, nuestros -posibles- semejantes.
Las generaciones que han construido una manera de ver, un paisaje, una lengua,
una cultura, pesan como parte esencial de los espacios nuevos, y se hacen
sentir también dentro nuestro.
Es inevitable entender Manual para
tartamudos como una escritura de desarraigos: el libro trata sobre
migrantes. Los tres personajes que resultan ser narradores a distintos niveles
de relato, viven cada uno su desplazamiento, con distintos niveles y formas de
decisión, con una distinta extranjería íntima: Eso es lo que la novela dice.
Lo que no nos dice es que estos saltos de un territorio al otro, se constituyen
como saltos de un mundo al otro, afectando de forma profunda no solo la psiquis
de cada uno de estos tres, sino su propio status de realidad. Aquí yace una de
las fortalezas de este universo narrativo, que parece sugerir una fragmentación
en el corazón de su estructura, una multiplicidad de mundos posibles en el seno
de su historia, una Babel. Esa sugerencia termina inevitablemente generándonos
una escritura de la sospecha.
La sospecha roe desde el principio:
en la época de las comunicaciones instantáneas, León nos plantea un género que
bien probablemente ya veíamos muerto y enterrado: la novela epistolar en su
sentido propio, cuya convención asume una instancia de reflexión y memoria que
es más propia de otra época y otra concepción del tiempo, de otra literatura.
El mismo epígrafe -La emigración impone distancias. Y las distancias imponen,
por necesidad de contacto, la escritura de cartas- pone sobre los ojos esta
duda bajo su aparente certeza. El chileno sin nombre se explaya con
abundancia sobre sus vivencias y memorias, en un tono que parece agarrar al
vuelo hasta los detalles nimios, ofreciendo de sí un complejo retrato
psicológico que página tras página nos va convenciendo de su quiebre íntimo, lo
que trasciende en mucho una simple voluntad de comunicar; vemos más bien una
operación de autorreconocimiento, en que una descarnada intimidad da lugar a la
permanente confesión de múltiples errores, que acaban siendo algo más complejo
y unitario, un error único y fundamental: una alienación profunda con la
realidad. El personaje se nos revela como escritor, más que por alusiones
pasajeras a su pretensión, por ese desplazamiento íntimo, gemelo del
geográfico.
No va a ser novedad que recuerde que
León es un permanente investigador de esta fractura, tanto en su escritura de
ficción como en su trabajo periodístico: la separación entre la realidad y su
posible comunicabilidad o representación. El chileno del Manual intenta
presentar al anónimo receptor de las cartas una visión completa
de su mundo, y su Argentina se tiñe desde el primer momento de un
matiz de irrealidad que va en aumento constante hasta una absoluta apoteosis,
en que la separación toma una forma concreta en la alucinación levitante sobre
la Casa Rosada.
La obsesión de la fe es, desde este
relato, parte integral de la historia, y no precisamente, asumo desde lo ya
dicho, por motivos ingenuos. Es la expresión contraria de la sospecha que
mantendría una separación con el mundo, indicando con esto una secreta voluntad
de reconciliación íntima: los tres narradores comparten un afán confesional que
nos conduce todo el tiempo a esta dimensión interior de la creencia en lo
trascendente. Que esta fe nos acerque o nos separe de lo real resulta un
accidente, que si bien en el chileno asume la consecuencia de la pérdida total
del sentido de la realidad, terminando en unos puntos suspensivos que indican
su extravío como personaje tras la desaparición de las cartas mismas desde el
computador; en el tatuador y el sacerdote parecen ir en secuencia hacia una
realidad cada vez más acusada y consciente. El paraguayo ya logra percatarse de
la desaparición de sus rasgos, y en Lowell ya vemos una conciencia de escritura
en que la expresión alucinatoria forma parte al fin de un mundo coherente, que
llega hasta a ofrecernos las claves de la irrealidad de los otros. La máquina
que echa andar León es en este sentido harto perversa, produciendo una duda
profunda en las últimas catorce páginas sobre toda la consistencia de las
anteriores 114: precisamente desde que un Contrato de cesión de derechos
nos pone ante el último y más real de todos los entes fantasmales involucrados
en el libro: el EDITOR, quien es el que nos señala en una nota al pie
que presume que en el DESENLACE está la verdadera novela.
La tensión entre la fe y la sospecha
con respecto a la sustancia de lo narrado nace de un punto ciego evidente: la
atracción del relato imposible desde las cartas del chileno, cuyo código postal
es mencionado como equivocado y/o inexistente. Tanto el tatuador como
Lowell dicen no poder evitar leerlas hasta el final, si bien ambos declaran
haber deseado dejar de hacerlo. Esa irrealidad -lo puramente posible- parece
constituirse en un punto de fuga que imanta y curva la sustancia narrativa
desde la carta inicial, en que el chileno describe que nada de lo que le ha
pasado en estos años vale la pena contarse, y que el resumen de estos
años es mi viva imagen frente a un computador, frente a una barra en un bar,
frente a la parada del colectivo, frente a gente desconocida, frente a mujeres
que no me atreví a abordar, frente a la nada. Su propia sustancia se hará,
como corresponde a su lugar en la máquina perversa a la que me refiero,
precisamente esta misma nada.
La construcción de la novela nos
sugiere la extrema postulación de Lowell como el narrador primario, de quien
dependería no solo en un nivel, digamos, relativamente extradiegético, la
publicación, sino que también la misma creación de los relatos del chileno y el
paraguayo. León es capaz acá de tensionar al máximo el pacto narrativo al
producir una especie de doble del poeta estadounidense Robert Lowell, cuyo estilo
se suele definir como confesional, y en quien la obsesión teológica entre fe y
razón, vida y gracia -el don de Dios que reconcilia con el mundo- es constante;
las alucinaciones del personaje de León provienen del imaginario del poeta, y
se lo llevan con cuerpo y todo a la misma perturbadora región irreal de las
creaturas. Ya nos va pareciendo apreciar una revelación más perturbadora: Manual
para tartamudos es una máquina de sentido antes que una novela en sentido
propio. No se podría comprender el alma de estos personajes desde que
son creaturas puestas a la distancia imposible en que les sitúa su
ficcionalidad, su absoluta imperfección espectral.
La máquina de sentido termina
ofreciendo, tras la virtud de su funcionamiento, un rendimiento decisivo: la
investigación sobre el desplazamiento entre territorios, la migración en todo
lo complejo de un salto existencial. Desde este fuera de lugar en que
cualquier relación afectiva se vuelve imposible -la problematización del
erotismo como frontera más que instancia de reconciliación es un índice
poderoso en el libro, diríamos, la pasión sobre el amor-, toman el primer plano
las pulsiones solitarias de una experiencia de la cultura propiamente
apocalíptica y absolutamente no integrada; el chileno asume en el momento
culminante de su alucinación su esencia de invasor. Ya conocíamos desde
su obra narrativa anterior y su trabajo como cronista la mirada irónica y a
menudo dolorosamente distante de León ante una realidad social que en su
detalle personal muestra la fractura profunda entre las intenciones y lo real;
en esta obra esa fractura va más lejos, creo. El chileno de las cartas es
definido por el tatuador paraguayo como un escritor malo obviamente, porque
siempre estaba sorprendiéndose de esto o lo otro, abrumado por el mundo que lo
rodeaba y con la necesidad, o urgencia, de poner en el papel todo esto. Tras
la lectura, vemos que se vuelve imposible la figura opuesta del buen escritor
que asumiese el mundo orgánicamente y en calma: en el mundo de este Manual
es solo un tartamudo el que puede dar cuenta del descalabro mayor, en el que la
urgencia impuesta por el choque de esta segunda realidad solo lleva a la
desarticulación, a un punto cero del sentido que es pura pulsión expresiva, de
cara al abismo de la literatura como acción inerte e impotente. Cualquier
proyecto de construcción del mundo solo rozará su superficie y por lo mismo
será naufragio, lo que parece estar retratado en un amargo y vigoroso tono
sardónico en el proyecto de tesina del paraguayo, así como en el armario
del chileno que, sospechamos, nunca fue alhajado con libro alguno.
El extraordinario mérito de este
libro está en la implacable contextura narrativa de la máquina. León ofrece una
capacidad de relato cautivante, poniendo en juego una oscura comicidad y un
talento para plasmar situaciones y personajes palpables, reconocibles y
empáticos. Es peculiar que el estilo puramente prosaico tienda a curvarse hacia
lo poético, en cuanto vemos la dificultad de plantear experiencias inefables:
nos encontramos con imágenes propiamente bellas que nos presentan una opacidad
que hace más denso y lleno de aristas este Manual. Esa escritura de
aristas, en que lo bello convive con una realidad degradada, es el sello de la
mejor tradición prosística chilena, desde Blest Gana hasta Lemebel.
Consideración final: ¿es que esta
novela dice algo sobre Gonzalo León? Me atrevo a afirmar que sí, es
difícil pensar en otro colega que haya sabido entrar, a través del tiempo, a
ese fuera de lugar de manera tan, tan incómoda. Precisamente la
incomodidad que produce el Manual al introducirnos en una sospecha
radical, quizás la única posibilidad de repensar un rol para lo literario en
los tiempos que corren.
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