Una escritura de develamiento: Sobre Trabajo de Campo de Jaime Pinos [Por Carlos Henrickson]



Una escritura de develamiento


La cultura artística ha sido a través de los tiempos una operación de velamiento. Toda cultura es un velo tendido sobre lo que hay enfrente: como humanos no podemos ver sin haber sido inoculados desde el primer chispazo de conciencia con lo que en nuestra tribu se quería que viéramos, sin ese velo que designaba y delimitaba nuestra experiencia en un sentido común, social. El arte fue siempre la forma más alta y distinguida de ese velamiento, como elaboración técnica de los mecanismos que desde nuestra misma conciencia -en la que esta la de los otros, la de los nuestros, la social- dictaban una dirección, una intención de la mirada.
¿Cómo entender el rol de un arte que descubra este velo? Este arte del más acá, el desmontaje de un velo social que con el tiempo se ha hecho patrimonio ideológico de las clases dominantes, ha sido una misión primordial desde que ese mismo arte, como parte de una alta cultura que ha perdido su rol sacralizado, descubre con pasmo que ya no tiene nada que decir. El artista es más bien un observador que investiga, un ojo hábil que registra aquello que no se ve aunque se tenga al frente. El artista tiene su nombre por un bautizo social convencional, porque ya se ha hecho menos que eso. Se medirá con el sociólogo o el periodista en sus métodos. Pero ¿qué pasa con sus fines?
Jaime Pinos ha asumido seriamente sus responsabilidades como escritor; y esto implica que mientras más delimita su labor, esta se hace más enorme. Su trabajo de campo -como bien se titula esta selección- no duda en rescatar aquello que más cuesta ver, por la amenazante presencia que ni todo el esfuerzo de un sistema general de adormecimiento social han podido quitar de la retina. Que su trabajo en la escritura poética se haya iniciado con un recuento de la vida y obra del Tila, es suficiente prueba: el Criminal representa al fin de cuentas un eficaz ángulo de visión para registrar la debilidad radical de todo el sistema de relaciones sociales de Chile bajo el capitalismo avanzado. El personaje central, que asume en sí conscientemente una perversidad antisocial, aparece aquí desde la necesidad de su existencia:

Lo suyo es una gangrena que ha ganado todo el cuerpo,
un cáncer que ya no puede extirparse,
una piedra imposible de extraer.

A través del Criminal -la cosecha de una siembra de otros- se hace posible ver la segregación, una marginalidad determinada cuya funcionalidad puede bien realizarse en un sentido opuesto al pretendido. La imposibilidad de normalizar a esta “avería” social, sabe subrayarse mediante el desdoblamiento del observador en varias máscaras discursivas: la del periodismo, la del psiquiatra forense, la del jurista. Pero cuando el síntoma habla desde sí mismo, no puede sino mostrar su firme base en las condiciones naturalizadas de marginación bajo el capitalismo:

El criminal no nace, se hace.
Y el camino de la abyección es un largo aprendizaje
que, para muchos como yo, coincide con el de la supervivencia.

Es entonces cuando la voz del Criminal toma a su cargo la voz de la sociedad bajo el espejo deforme de la que parece su paradójica realización mayor. Su vida criminal y su -virtual- acto de escritura constituyen una Obra, que constituye una forma mayor de síntesis de comprensión social. Es inevitable que en esta forma mayor, aparezcan las sombras de Ginsberg, Artaud, Lihn, Millán y otros poetas, entretejidos en una mímesis de autoexplicación que tan solo le dan a la sociedad lo que esta no querrá ver jamás: el reflejo real de una violencia subyacente e inevitable. En Criminal, Pinos plantea la pulsión antisocial como el cumplimiento de una condena ética sobre un país y un mundo en que los lazos sociales son desplazados por relaciones puramente económicas. Se trata de una voz profética, que es, en cuanto tal, revelación: desvelamiento de lo que debía, necesariamente, ser.

*

Poner al hablante más acá de esa necesidad, en una estricta tercera persona, implica el mostrar en Almanaque la quiebra de una posible visión omniabarcante. La reflexión sobre qué y cómo dar registro de un flujo de sucesos y realidades que ha sabido hacerse pesadillesco en el sentido de ya señalar el fin de la posibilidad humana, recorre el libro, señalando como un recordatorio segmentos programáticos que extreman la autoconciencia del hablante. Sea la crónica roja, sea la lira popular, sea la investigación ya desembozadamente sociológica, en el libro parece rondar la sombra de un fracaso radical de la posibilidad de registro, precisamente en la medida en que ese registro parece regularse y determinarse de forma más precisa.
Esto porque desde el principio, este observador -aludido siempre en una enajenada tercera persona- es en sí mismo víctima del proceso de deshumanización, no solo por las condiciones presentes del capitalismo, sino por el punto de partida histórico que le ha dado su sello de indeleble violencia: la dictadura.
Sin embargo, a espaldas de la denuncia directa, Pinos centra su crítica en la violencia simbólica, y la devuelve con procedimientos más radicales que en su primer libro: la referencia textual a comunicados oficiales y de prensa, la reproducción literal de reportajes y material forense. Con esto, Almanaque toma la consistencia de un collage, que dirige la mirada del lector de la misma forma que si fuera una instalación fotográfica bidimensional, ejerciendo con ello una violencia que aspira a ser capaz de mimar la dinámica desesperada del flujo de la antihistoria capitalista.
El estado de cosas en que deviene el poema no deja de representar el ojo extraviado sobre el mismo observador, y la mayor fijeza y concreción de su trabajo de campo coincide por ello con la medida de su impotencia como agente de cambio de la sociedad. El poema Musa es quizás el indicador más poderoso de esto en el libro, constituyendo una legítima arte poética. La mujer desquiciada, sin lugar físico y ya sin siquiera tiempo -el que ya nadie le podría devolver-, puede desaparecer del territorio no solo por su falta de necesidad histórica -su deriva inútil en un mundo que fluye inerte y mercantil, falto de sentido-, sino también porque su rol como inspiradora de un posible arte acaba revelándose en su misma desaparición. El suicidio de la figura a la que se dirigen varios de los poemas del libro, deja en claro la destinación real de estos textos en el poderoso poema de cierre:

Escritura de los suicidas,
letra al pie de la muerte,
texto sin glosa, metáfora límite.
Salto al silencio.

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80 días es un paso adelante en la intención de registro. La deriva del observador se hace pronunciada, firme y sin dudas, desde el momento en que se ha hecho procedimiento eficaz. El texto es un mapa para perderse, respondiendo al flujo inerte de una vida social despojada de sentido; pero a través de este mapa no podrá dejar de dar a la operación de desvelamiento una potencia limpia. El hogar -que bien puede ser “el de Cristo”, marcado por la carencia-, el resto sombrío de un centro comercial deshabitado; en fin, la ciudad misma como un espacio ya casi abstracto a fuerza de segregada, expropiada y enajenada, es tan solo un escenario que el Transeúnte recorrerá sin buscar nada específico.
Lo que halla no es solamente una muestra efectiva de la degradación urbana. También es una ventana hacia la construcción posible de un texto que sepa dar cuenta de sí mismo como función de restauración de una realidad pública -común- escamoteada por un régimen de comunicación virtual, que ha encontrado en el goce privado, doméstico, protegido de un flujo de imágenes abstraído y espectacular una transitoria solución a la revelación en el plano social de la crisis del sistema capitalista. La decidida y responsable parquedad del registro constituye aquí, en un sentido profundo, una función política en sentido propio.

*

Uno se podría equivocar al hablar de la obra de Jaime Pinos. Dado que la voluntad en estos textos no es en absoluto análoga a la modulación de configuración artística que esa palabra designa. Acaso se podría hablar mejor del catálogo de Jaime Pinos como uno de los registros escriturales más interesantes en el plano nacional precisamente por esa ancha espalda que se le da acá a cualquier velamiento de lo real. Con frecuencia se habla de la literatura como una fuerza para estimular el deseo de cambio social; pero bien hemos visto que este deseo encuentra a la literatura de denuncia como un buen reconfortante ante la felicidad de ser consciente, de que haya otro ser consciente y haya muchos compradores y escuchadores de poemas conscientes. Así la sociedad de seres conscientes en el seno de un sistema ciego y sordo podrá existir indefinidamente, apoyada en el reflejo ideal de su denuncia, fija en el debate televisivo en el cual se afirma el futuro posible.
Una escritura como la de Jaime Pinos no reconforta, sin embargo. En el límite desesperado en que sitúa su observación, y en estas imágenes que, siempre, todos vemos, y aun así se atreven a darnos un seco golpe en estas páginas, se guarda el umbral de una rebelión bastante más radicada en la conciencia, que podría determinar mucho más la acción social y política necesaria en la crisis que encaramos aquí y ahora.  


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