Sobre Egon Wolff por Daniel Rojas Pachas
El dramaturgo chileno de origen alemán Egon Wolff nació en Santiago el año 1926. De profesión ingeniero quÃmico, Wolff parecÃa como otros grandes de la escritura nacional e internacional, por citar algunos casos emblemáticos pensemos en Nicanor Parra y Ernesto Sábato, ambos fÃsicos; predestinado a un mundo alejado de las letras, sin embargo, como en el caso del antipoeta y el argentino, su sensibilidad y visión crÃtica lograron torcer la mano de cualquier prejuicio y supuesto, y más allá de las apariencias que deslindan sin mayor fundamento grandes áreas del conocimiento humano, surge la obra de quien a juicio de Woodyard “es sin lugar a dudas uno de los talentos más serios de la dramaturgia hispánica”. En similares términos se referirán al drama de Wolff, León Lyday en la serie Nueve dramaturgos hispanoamericanos, antologÃa del siglo XX, que incluye parte de sus obras, destacando la trilogÃa compuesta por Los invasores (1963), Flores de papel (1970) y La balsa de la Medusa (1984), obras que logran conjugar el más crudo realismo con el plano del inconsciente sin abandonar jamás los lÃmites de lo verosÃmil y una poderosa relación dialéctica con el lector y espectador, que debe, tras la lectura o disfrute del montaje, reevaluar su código axiológico y responsabilidad social.
Al respecto, Osvaldo Obregón, encargado de incluir la historia de Lucas Meyer, Los invasores, en la antologÃa Tétre latino-americaine contemporaine (1940-1990), señala que “la gran cantidad de representaciones que consigue la obra alrededor del continente y el globo es, en virtud del admirable talento del escritor, capaz de representar el contraste entre la opulencia y miseria con una condenación explÃcita a la situación humana y mundial”. A ello hay que añadir el gran manejo estético y el desarrollo de técnicas que evidencian el carácter erudito de Wolff abarcador de muchas lÃneas creativas del arte y las letras.
Su trabajo nos pasea de forma versátil por distintas corrientes, expandiendo la opinión que la crÃtica ha sostenido al juzgar su obra como neorrealista o tributaria del realismo social psicológico. Si bien esa es una buena base para entender el carácter formal, retaguardista y conservador de parte del trabajo de Egon Wolff, pues él mismo reconoce sobre éste: “Yo vengo de una época en que el teatro tenÃa una estructura identificable, un sÃmil con la realidad, el teatro era verosÃmil (...)”, pese a tales declaraciones que se aúnan a su perspectiva crÃtica y celosa relativa a la puesta en escena de su trabajo, lo cual se contrapone al teatro actual, que es de superficies textuales, abiertas al ánimo del director, su creación no muere y se cierra en el hermetismo de la voz autoral, su contexto y la univocidad. Estos textos, como verdaderos clásicos, se han vuelto realidades autotélicas, independientes, y en ese grado despliegan en su lectura un desafÃo que permite ricos debates con la teorÃa actual y las nuevas problemáticas de género, poder y heteroglosia. Eduardo Thomas, en este campo, destaca los niveles miméticos de la representación y la intertextualidad en la obra Cicatrices, de 1994, lo cual permite cuestionar los marcos taxativos del realismo tradicional.
En un contrahaz al tecnicismo, el mero divertimento no emerge como la opción de Wolff, sus obras, como él señala, ponen en evidencia el precario equilibrio del hombre, de su individualidad, y a la vez del carácter gregario que nos hace animales polÃticos. La dramaturgia, para Egon, es su forma de poner en evidencia esa homeostasis, la ruptura que hay entre el mundo privado y público, en el que nos acomodamos y buscamos subsistir; Wolff, entonces, quiere indagar en la pasividad, en los irresolutos, en las piezas oscuras y abandonadas, abriendo a través del teatro puertas y ventanas, su arte es invasor, disruptor, por ello siempre hay en sus hijos literarios gente solitaria, familias en conflicto, seres al borde del abismo, escapando de la violencia, viviendo la represión, agotando el silencio ante la asfixia que consume. El orden aparece como neurosis y el caos como libertinaje, como armonÃa, y la locura grita sin control desde el abismo que rehusamos ver para no ser consumidos.
“Desde muy niño y en distintas circunstancias de mi vida, me ha producido una suerte de encantamiento el descubrir el fascinante desdoblamiento de la personalidad que somos capaces de desarrollar los seres humanos, cada vez que debemos enfrentar nuestra alma privada con el ojo público”.
Dice Wolff, semejante compromiso con la humanidad, con su arte e ideario personal, lo han hecho blanco de los grandes discursos hegemónicos de su tiempo, los empresarios lo veÃan como una amenaza, los bloques comunistas pedÃan una resolución más drástica y explicita para sus obras; para Wolff, la solución no es polÃtica sino de catarsis moral, un llamado al perfeccionamiento humano.
El autor no pierde el hilo conductor y la idea moral teje cada voz contrapuesta y la construcción de un mundo en las acotaciones. Lo simbólico y el mundo onÃrico, lo expresionista, lo pictórico, el mundo del vodevil, del clown o payaso miserable que recuerda a otro grande del teatro, Beckett, o al padre de la patafÃsica, Jarry, pues Wolff maneja el absurdo, mas nunca deja que una ideologÃa o tendencia lo gobierne; su trabajo remite a una idea personal, bajo una catarsis violenta de irrefrenable choque.
En definitiva, las obras de Wolff están cargadas de extrema sinceridad no sólo en la construcción acertada de los diálogos y la función de los acontecimientos, sino en el cuestionamiento filosófico que hace al penetrar en las represiones y culpas, en los miedos y pesadillas que desfiguran de manera grotesca, esperpéntica, por llamar de algún modo, la realidad interior de sus personajes en conflicto.
La autora Carola Oyarzun realiza un gran trabajo sobre la concepción visual del autor y sobre cómo el grotesco, el expresionismo y la écfrasis como recurso de estilo, dota al autor de una interdiscursividad que comunica la literatura con la otra pasión de Wolff, la pintura. Esto podemos verlo en su obsesión por el diseño de espacios y vestuarios que en el lenguaje de acotaciones retroalimenta las voces de los actantes y nos sitúa en verdaderos mundos sacados de la mente de Goya, Bacon, Munch o Ernst. Estos espacios cerrados y periféricos junto a lo social lo vinculan además a otro grande de nuestras letras, José Donoso, lo cual no es mera coincidencia, ambos pertenecen a la prolÃfica generación en la cual se cuentan otros narradores como Lafourcade y Blanco y poetas como Lihn y Teillier.
De manera que el inicio del teatro de Wolff, cronológicamente podemos rastrearlo a mediados de la década del cincuenta, ese periodo para los especialistas fue un momento de gran importancia en la historia teatral del paÃs, pues hubo un surgimiento importante de dramaturgos y las bases tanto actorales como en el montaje se vieron reafirmadas por el apoyo universitario. Wolff en ese panorama jugó un papel crucial, que junto a todo lo expuesto se condice de manera natural con la cantidad enorme de estudios que hay en torno a su trabajo, reconocimientos internacionales, inclusión en antologÃas clave del teatro y recopilaciones que se realizan para mantener vigente y en constante difusión su obra por la pertinencia y calidad que sostiene. Puesto en escena en Europa, Norteamérica, en distintos paÃses del continente y en Oriente, la obra de Wolff nos demanda la tarea de buscarlo, indagar en la profundidad de sus ideas y seguir poniendo sobre las tablas sus obras, a fin de estimular el ojo y la conciencia pública, que se resiste muchas veces a sentir y pensar.
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