Un
habitante de Carcosa
(An Inhabitant of Carcosa, 1886)
«Existen diversas clases de muerte. En algunas, el
cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espÃritu. Esto
solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios),
y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para
siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero,
a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la
prueba. En una clase de muerte el espÃritu muere también, y se ha comprobado
que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a
veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espÃritu muere al mismo
tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el
cuerpo se corrompió».
Meditando estas palabras de Hali
(Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál serÃa su sentido pleno,
como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de
lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me habÃa extraviado,
hasta que sentà en la cara un viento helado que revivió en mà la conciencia del
paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi
alrededor se extendÃa una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y
marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios
sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigÃan unas rocas de
formas extrañas y sombrÃos colores que parecÃan tener un mutuo entendimiento e
intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para
observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquà y allá, algunos
árboles secos parecÃan ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa
expectativa.
A pesar de la ausencia del sol,
me pareció que el dÃa debÃa estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el
aire era frÃo y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que fÃsica; no
experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se
cernÃa una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición
visible. En todo habÃa una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un
indicio de fatalidad. No habÃa ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El
viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris
se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro
ruido, ningún otro movimiento rompÃa la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la hierba cierto
número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con
herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra.
Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero
ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las
tumbas propiamente dichas no existÃan ya en forma de túmulos ni depresiones en
el suelo. Los años lo habÃan nivelado todo. Diseminados aquà y allá, los
bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio
habÃa lanzado su frágil desafÃo al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de
la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecÃan tan
antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan
descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del
cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se habÃa extinguido
hacÃa muchÃsimos siglos.
Sumido en estas reflexiones,
permanecà un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias
experiencias, pero después de poco pensé: «¿Cómo llegué aquÃ?». Un momento de
reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma
inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación habÃa revertido
todo cuanto veÃa y oÃa. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre
repentina me habÃa postrado en cama, que mi familia me habÃa contado cómo, en
mis crisis de delirio, habÃa pedido aire y libertad, y cómo me habÃan mantenido
a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludà vigilancia de mis
cuidadores, y vagué hasta aquà para ir… ¿adónde? No tenÃa idea. Sin duda me
encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivÃa, la antigua y
célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oÃa ni se
veÃa signo alguno de vida humana. No se veÃa ascender ninguna columna de humo,
ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún
ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su
atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estarÃa
acaso delirando nuevamente, aquÃ, lejos de todo auxilio humano? ¿No serÃa todo
eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos,
tendà mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras
ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mà me hizo
volver la cabeza. Un animal salvaje —un lince— se acercaba. Me vino un
pensamiento: «Si caigo aquÃ, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco,
esta bestia me destrozará la garganta». Salté hacia él, gritando. Pasó a un
palmo de mÃ, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de
un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. AscendÃa por la
pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguÃa de la
llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises.
Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenÃa los cabellos
en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y
flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo.
Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro
abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió,
pero no me causó alarma. Me dirigà hacia él para interceptarlo hasta que lo
tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
—¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención,
ni disminuyó su ritmo.
—Buen extranjero —prosegu×,
estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto
en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un
búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los
ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las HÃadas.
Todo sugerÃa la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y,
sin embargo, yo veÃa… veÃa incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad.
VeÃa, pero evidentemente no podÃa ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso
sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol
para reflexionar seriamente sobre lo que más convendrÃa hacer. Ya no tuve dudas
de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No
tenÃa ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de
alegrÃa y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de
exaltación fÃsica y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me
parecÃa una sustancia pesada, y podÃa oÃr el silencio.
La gruesa raÃz del árbol gigante
(contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimÃa una losa de piedra que
emergÃa parcialmente por el hueco que dejaba otra raÃz. AsÃ, la piedra se
encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy
deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roÃdos; su
superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partÃculas de
mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una
sepultura de la cual el árbol habÃa brotado varios siglos antes. Las raÃces
hambrientas habÃan saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió
las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguà entonces las letras
del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo!
¡Mi propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡Y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó
completamente el costado del árbol, mientras me ponÃa en pie de un salto, lleno
de terror. El sol nacÃa en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme
disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores
saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos,
en la cima de los montÃculos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias
el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di
cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
* * *
Tales son los hechos que comunicó
el espÃritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.
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