Poesía de Seamus Heaney




Cavar

Entre el índice y el pulgar
descansa la pluma gruesa, grata como un revólver.

Bajo mi ventana, el claro raspar
de la pala que se hunde en tierra arenisca:
mi padre, que cava. Observo desde arriba
el esfuerzo de su trasero entre las plantas;
se dobla y se yergue veinte años antes,
agachándose rítmicamente entre hileras de patatas
donde cavaba.

La bota gruesa descansaba en la pala, era palanca
el mango apoyado con firmeza en la rodilla.
Arrancaba brotes fuertes, hincaba la hoja brillante,
esparcía patatas nuevas que nosotros recogíamos,
gozando de su dureza fría en nuestras manos.

¡ Señor, cómo manejaba la pala el viejo!
Igual que su padre.

Mi abuelo cortaba más turba en un día
que nadie en turbera de Toner.
Una vez le llevé leche en una botella
con un torpe tapón de papel. Se enderezó
para beberla, y volvió enseguida a la tarea
de cortar y cercenar con primor, arrojando terrones
por encima del hombro, ahondando más y mejor
a la busca de la turba buena. Cavando.

Se despierta en mí el olor frío a mantillo,
el chapoteo de carbón empapado, los bruscos cortes
de la hoja que atraviesa raíces vivas.
Pero yo no tengo una pala con la que seguir
a hombres como ellos.
Entre el índice y el pulgar
descansa la gruesa pluma:
cavaré con ella.




Un murciélago en el camino

" Un alma murciélago despierta a la conciencia
de sí misma
en la oscuridad, en secreto, en soledad.
Capaz serías de alzar un sombrero viejo entre los dientes
de un trinche
y recorrer la boca del puente por el sutil placer
de un cierto batir de alas. Delgadas telarañas,
uñas infantiles que se clavan al forro del sombrero…
Pero no la bajes, no interrumpas otra vez su vuelo,
no la niegues ; en esta ocasión, déjala en libertad.
Sigue su aleteo de murciélago bajo el puente de piedra,
bajo la vía del tren rumbo al centro del país y Escocia,
y suéltala ahí, en la oscuridad.
En un instante proyectará sombras sobre los laureles,
brillantes como la luna,
o rozará la pared cubierta de una cancha de tenis.
En un instante te habrá sacado ventaja en el camino.
¿Qué te propones ? Sigues desviándote,
volando ciegamente sobre calderos y alambradas,
invitada por la caricia de una palabra como peignoir,
cruje y resplandece fugaz, seda tornasolada, la cautela de
las inundaciones,
Tan cerca de mí que la oía respirar,
y ahí junto a la ventana iluminada tras los árboles
cuelga en enredaderas bordeando la mampostería,
ya es una hoja mojada volando en la avenida,
ya se halla suavemente cubierta por las sombras trepadoras
junto a las Rejas Blancas. ¿A quién se le hubiera ocurrido ?
En las Rejas Blancas
Los dejó hacer su voluntad. Quédate colgada
el tiempo que te plazca. No hay nada que esconder. "




Conduciendo de noche

Los olores cotidianos eran nuevos
en el viaje nocturno a través de Francia:
lluvia y heno y bosques en el aire
creaban cálidas corrientes de aire en el coche abierto.

Los postes blanqueaban sin cesar.
Montreuil, Abbeville, Beauvais
se prometían, prometían, llegaban y se iban,
garantizando cada lugar el cumplimiento de su nombre.

Una tardía trilladora gruñía por el sendero
sangrando semillas a través de su luz.
Un incendio forestal se extinguía.
Uno a uno cerraban los pequeños cafés.

Pensé en ti de forma continua
unas mil millas al sur donde Italia
apoya su lomo en Francia en la esfera oscurecida.
Tu cotidianeidad se renovó allí.



El metro

Ahí estábamos corriendo por los túneles abovedados,
tú deprisa delante, con tu abrigo de estreno
y yo, yo entonces como un dios velocísimo ganándote
terreno antes de que te convirtieras en un junco

o alguna nueva flor blanca salpicada de rojo
mientras el abrigo batía salvajemente y botón tras botón
saltaban y caían, dejando un rastro
entre el metro y el Albert Hall.

De luna de miel, luneando, ya tarde para el Baile de Promoción,
nuestros ecos mueren en ese corredor y ahora
vengo como lo hizo Hansel sobre las piedras iluminadas por la luna
recorriendo el sendero de nuevo, recogiendo botones

para acabar en una estación con corrientes de aire y luz de lámparas
cuando los trenes ya se han ido, las vías húmedas
desnudas y tensas como yo, todo atención
por si tus pasos me siguen, pero antes muerto que mirar atrás.




El recado

«¡Va, vete ya! Hijo, corre como el diablo
y dile a tu madre que intente
encontrarme una burbuja para el nivel del espíritu
y un nuevo nudo para esta corbata».

Pero aún así estaba contento, lo sé, cuando planté cara,
responsabilizándolo a él
con una sonrisa que superaba su sonrisa y su encargo de bufón,
esperando el siguiente movimiento en el juego.





Muerte de un naturalista

Durante todo el año el dique de lino supuraba
en el corazón del pueblo; verde y de cabeza pesada
el lino se pudría allí, aplastado por enormes terruños.
A diario chorreaba bajo un sol de justicia.
Burbujas gorgojeaban con delicadeza, moscardones
tejían una fuerte gasa de sonido en tomo al olor.
Había también libélulas, mariposas con lunares,
pero lo mejor de todo era esa baba caliente y espesa
de huevos de rana que, a la sombra de las orillas,
crecía como agua coagulada. Aquí, cada primavera
yo llenaría los tarros de mermelada con gelatinosas
motas para poner en fila en el alféizar de la casa,
y en el colegio, sobre estantes, y esperaría y miraría
hasta que los puntos engordasen estallando en ágiles
renacuajos nadadores. La Señora Walls nos contaría cómo
a la rana padre se le llamaba rana toro
y cómo croaba y cómo la mamá rana
depositaba centenares de pequeños huevos y eso eran
babas de rana. También se podía predecir el tiempo por las ranas
pues eran amarillas al sol y marrones
bajo la lluvia.
Entonces, un caluroso día cuando los campos apestaban
a boñiga de vaca sobre la hierba, las airadas ranas
invadieron el dique de lino; yo atravesaba los marjales
agachado y al son de un áspero croar que no había oído
antes. El aire se espesó con un coro de bajos.
Justo al pie del dique ranas de gordas barrigas sé mantenían alertas
sobre terruños; sus nucas sueltas latían como velas. Algunas saltaban:
el slap y plop eran amenazas obscenas. Algunas se sentaron
dispuestas como granadas de barro, con sus calvas cabezas pedorreando.
Me sentí enfermo, di la vuelta y corrí. Los grandes reyes babosos
se reunían allí para vengarse y supe
que si metía mi mano las babas la agarrarían.




Un sueño de celos

Caminando contigo y otra dama
por un parque boscoso, la susurrante hierba
corría sus dedos a través de nuestro silencio sospechoso
y los árboles se abrían hacia un sombreado
claro e inesperado donde nos sentamos.
Creo que el candor de la luz nos desalentó.
Hablamos sobre deseo y ser celoso,
nuestra conversación una simple bata suelta
o un mantel de pic-nic blanco desplegado
como un libro de modales en el desierto.
«Muéstrame,» dije a nuestra compañera, «lo que
tanto he deseado, tu estrella malva del pecho.»
Y ella consintió. Oh ni estos versos
ni mi prudencia, amor, pueden curar la herida de tus ojos.




El santuario de la ropa

Era una dulzura bien nueva
hallar en los primeros días
blusas de muselina blanca
en un tendero de nylon
secando sobre la bañera
o una funda de nylon en el brillo
de su propia electricidad
-como si Santa Brígida
hubiera armado una vez más
un rayo de sol en el aire
como el rayo del que dispuso
para secar en él su capa
(apremiada Brígida, siempre
en marcha, siempre sin reposo)-
la inerte y húmeda e injusta
erosión de lo cotidiano
aliviada y resuelta
con la brillantez de costumbre.




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