Poesía de Antonio Gamoneda




CANCIÓN DE LOS ESPÍAS

No hay salud, no hay descanso. El animal oscuro viene en medio de vientos y hay extracción de hombres bajo los números de la desgracia. Silban los muertos en sus labios; no hay salud, no hay descanso. Crece el negro bramido y dispersa, los filos del silencio,, y tú interpones tu entereza, tu lentitud diurna y los estambres más tristes (bajo un sol incesante, con un cuenco de llanto, en la raíz morada del augurio) y las madres contrarias, cuya visión se forma en el relámpago, deslizan sus miradas amarillas en un bosque de lápidas.

¿Gimen aún los pájaros? Todo está ensangrentado. Sordo en el fondo de la música, ¿debo insistir aún? Hay vigilancia en el lugar más triste de la ciudad, en los jardines interpuestos entre mi espíritu y la precisión funesta de los espías.  Hay vigilancia en las iglesias y la persecución entra en mi alma.

Guárdate pues, de la calcinación y del incesto; guárdate, digo, de ti misma, España.

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SUCIEDAD DEL DESTINO

La mitad está hendida por un lamento; la mitad habla sobre las heridas. Aquí la muerte halla su forma en todos los rostros. ¿Quién viene dando gritos por entre calles blancas? ¿Quién anuncia el verano con campanas horribles? Mí corazón escucha a las hormigas; mi corazón escucha la actividad del gran muerto en su eternidad ensangrentada, mientras entra la sombra en los espejos y los mendigos se ejercitan en la delación.

La crueldad se enciende en las bujías y arden los párpados de los últimos durmientes. En otra página, altos, frenéticos escribas hacen las leyes de los derrotados. Y vienen días infecundos, láminas sin honor, horas cansadas. Vierten acónito sobre la lengua que saludaba a los crepúsculos y, en este punto, arden banderas entre laureles. Desde este día las ciudades están marcadas con las sentencias de los grandes perjuros. En las aguas más lentas, la suciedad se extiende y esta sustancia entra en el destino.

La enemistad crece en nosotros y la esperanza cohabita con el desprecio. La cobardía es nuestra patria más frecuente, pero ¿quién es, al fin, el verdadero muerto? Su belleza está entregada a los insectos, mas sobrevive entre torrentes. Alimentado en el hastío, alimentado por una flor infecciosa, él es esbelto en la injusticia. Ahora duerme y, de sus labios, oigo el gemido que te nombra, España.

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LEÓN DE TÁBARA

Un silencio de hormigas, un frenesí de esparto. Ah corazón clamando ante los almacenes. Ya no hay sábados; bajas a las iglesias, a los departamentos de la muerte y ves la luz de la infelicidad; yaces y las serpientes pasan sobre las murias derruidas.

Veo la juventud ciega en los atrios, la grasa negra de las negaciones. Fulge tu lengua entre sarmientos, tu palabra sobre los mástiles. Mas la pureza no se extiende, no diluye en las aguas el acero, no deshabita las comisarías. Ah corazón clamando por una tierra sin olvido, por un país donde los pájaros se suicidan al amanecer (como aquel camarada entre la pobreza y el relámpago), viejo tenaz ante las rastrojeras, viejo que aún lloras sobre llagas fértiles; dame tu látigo y tus lágrimas, no me abandones todavía.

Agonizabas sobre los espejos y no arrancaste de tu rostro la vieja máscara: tu madre. No te pierdas aún, préstame algo, dame tu incendio, tu piedad estéril, tus zapatos, tus hernias, tus alondras, el huracán de tu melancolía y el gran aviso de tu dedo negro, para que no muera más de mala muerte la criatura del dolor. España.


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DIVÁN EN NUEVA YORK

Tú en la tristeza de los urinarios, ante las cánulas de bronce (amor, amor en las iglesias húmedas);

ah, sollozabas en las barberías (en los espejos, los agonizantes estaban dentro de tus ojos):

así es el llanto.

Y aquellas madres amarillas en el hedor de la misericordia:

así es el llanto.

Ah de la obscenidad, ah del acero.


Vi las aguas coléricas, y sábanas, y, en los museos, junto a la dulzura, vi los imanes de la muerte.

Te desnudaron en marfil (ancianas, en los prostíbulos profundos)  y te midieron en dolor, oscuro:

así es el llanto, así es el llanto.

Ten piedad de tus labios y de mi espíritu en tos almacenes;

ten piedad del alcohol en los dormitorios iluminados.

Veo las delaciones, veo indicios: llagas azules en tu lengua, números negros en tu corazón:

ah de los besos, ah de las penínsulas.


Así es el llanto;

así es el llanto y las serpientes están llorando en Nueva York.

Ay oscuro, ay amor, amor, España.

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VIERNES Y ACERO

I

Era un tiempo equivocado de pájaros. No existía otra luz que la de una gran sábana cuya urdimbre desconocíamos. Era julio en el aire, pero los balcones se abrían sobre febrero y la muerte. La cal hervía amenazada por la sombra y los pasillos conducían al zaguán del miedo. En las estancias, algunas madres se inclinaban para escuchar el llanto de hijos que aún habían de nacer (hijos asidos al delantal sangriento).

El jaramago estuvo dentro de mi boca. Ah, falta agua en los arroyos; la envidia avanza corno el aceite sobre cartones amarillos.  Sé que alguien grita en el incendio, y Juan Galea, con una espuerta de ira, baja despacio a la misericordia.

Este es el día del acero; su resplandor entra en los ojos de los muertos. Madre indistinta, líbrame de quien se oculta entre palomas, cubre mi rostro, sálvame del viernes.

II

El escultor del miedo hunde sus manos en el silencio y reduce sus formas a la amargura de los héroes, mas el silencio crece y sus lentos cuchillos entran en los sepulcros.

Era la luz, pero no era el día; ah conducta del viernes en el metal de la desesperanza: ya no hay recuerdo de los manantiales; nada está limpio y el dolor se anuncia en recipientes honov
rables.

Corazón aciago, corazón hirviendo: baja, pues, entre cáñamos, asiste a la tortura de animales lívidos; éste es el día del acero; baja, no obstante hasta el lugar impuro, allí tu hueso corporal descanse de tanta muerte como has muerto. España.



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