Celestino se me acercó y me puso la mano en la cabeza. Yo estaba triste. Era la primera vez que me habÃan echado una maldición. Yo estaba triste y empecé a llorar. Celestino me levantó en alto, y me dijo: «Qué tonterÃa..., debes ir acostumbrándote». Yo miré entonces a Celestino y me di cuenta que él también estaba llorando, aunque trataba de disimularlo. Y entonces comprendà que él todavÃa no se habÃa acostumbrado. Por un momento yo dejé de llorar. Y los dos salimos al patio. TodavÃa era de dÃa.
TodavÃa era de dÃa.
HabÃa caÃdo un aguacero. Y los relámpagos, que no se habÃan satisfecho con el agua, pestañeaban y volvÃan a pestañear detrás de las nubes y entre las hojas altas de las matas de cañafÃstulas. Qué olor tan agradable queda después de un aguacero... Yo nunca antes me habÃa dado cuenta de esas cosas. Me di entonces. Y tragué aire con la nariz y con la boca. Y volvà a llenarme la barriga de olor y de aire. Ya el sol no saldrÃa, porque habÃa demasiadas nubes. Pero aún todo estaba claro. Caminamos por debajo de las matas de anones y yo sentÃa el fango mezclado con las hojas, traspasando los huecos de mis zapatos. El fango estaba frÃo, y a mà se me ocurrió pensar que estaba caminando por entre la nieve y que las matas de anones eran pinos de Navidad, y que toda la familia estaba en la casa, entre un no sé qué tipo de abejeo y bulla, que hasta entonces no habÃa yo oÃdo. «Qué lástima que en este lugar no haya nieve», le dije a Celestino. Pero ya él no estaba conmigo. «¡Celestino! ¡Celestino!», grité yo, muy bajo, como si no quisiera despertarme y encontrarme en mitad de un fanguero.
¡Celestino! ¡Celestino!...
De nuevo volvieron los relámpagos. Mi madre cruzó corriendo la nieve y me abrazó muy fuerte. Y me dijo «hijo». Y me dijo «hijo». Yo le sonreà a mi madre, y luego, de un salto, le abracé el cuello. Y los dos comenzamos a bailar sobre la tierra vestida toda de blanco. En eso los ruidos de las gentes que cantaban y alborotaban en la casa se nos fueron haciendo más cercanos: venÃan hasta nosotros con un lechón asado en púa y sin dejar de cantar. Todos los primos nos hicieron un coro y comenzaron a darnos vueltas. Mamá me levantó muy alto. Lo más alto que pudieron sus brazos. Y yo vi desde arriba cómo el cielo se iba poniendo más morado, y un aguacero más grande y más blanco que el que habÃa caÃdo comenzaba a zafarse de las nubes. Entonces yo me solté de los brazos de mi madre y corrà hacia donde estaban mis primos, y allÃ, todos comenzaron a dar unos saltos altÃsimos sobre la nieve y a cantar y a cantar y a cantar, mientras nos Ãbamos poniendo transparentes, tan transparentes como el suelo donde no quedaban garabateados nuestros brincos. Por un momento se escuchó un relampaguear muy fuerte. Vi al rayo derritiendo toda la nieve en menos de un segundo. Y antes de dar un grito y cerrar los ojos me vi a mÃ: caminando por sobre un fanguero y vi a Celestino escribiendo poesÃas sobre las durÃsimas cáscaras de los troncos de anones. Mi abuelo salió, con un hacha, de la cocina y empezó a tumbar todos los árboles donde Celestino habÃa escrito aunque fuera solamente una palabra.
Yo lo vi asÃ: con el hacha, dándole golpes y más golpes a los troncos de los árboles y me dije: «Ã‰sta es la hora: voy a darle una pedrada en la espalda». Pero no lo hice. ¿Y si fallo y no lo mato? Si no le doy bien con la piedra entonces me desgracio, porque abuelo, hecho una furia, me caerÃa encima y me harÃa picadillo con el hacha.
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