ESPERANDO
Todos los dÃas voy a la misma
estación de tren para esperar a alguien.
Alguien a quien ni siquiera
conozco.
Volviendo a casa después de haber
hecho la compra en el mercado, paso por la estación y me siento en un frÃo
banco. Poso la cesta de la compra sobre mi regazo y me quedo contemplando la
entrada del edificio con aire distraÃdo. Cada vez que un tren cualquiera llega
al andén, las puertas se abren y expulsan una multitud que acude hacia la
salida en tropel, sacando sus carnets o enseñando sus billetes con cara de
pocos amigos. Luego, caminan precipitadamente sin dejar de mirar al frente y,
pasando por delante del banco sobre el que estoy sentada, salen a la plaza que
hay delante de la estación y se dispersan, dirigiéndose cada uno hacia su
destino. Mientras, yo me mantengo allà sentada, abstraÃda.
¿Si alguien me sonriese y me
dijese algo? ¡Ay, qué miedo pasarÃa! Uf, serÃa un engorro. El corazón me late
desbocado. Solo de pensarlo me agobio y me entran escalofrÃos, como si me
echasen agua frÃa por la espalda. Aun asÃ, sigo esperando a alguien.
Pero ¿a quién espero aquà sentada
todos los dÃas? ¿A qué clase de persona? No, a lo mejor no estoy esperando a
una persona. Yo odio a las personas. Bueno, no exactamente. En realidad me dan
miedo. Siempre que me encuentro con alguien y le digo sin ganas, simplemente
por educación: «¿Qué tal le va todo? Cada vez hace más frÃo, ¿verdad?», me
agobio y pienso que quizá no exista nadie tan mentiroso como yo en el mundo; me
entran ganas de morirme. Y luego, esa persona con la que hablo también me trata
con prevención, complaciéndome con palabras vacÃas u opinando sobre temas
superficiales. En esas situaciones me entristece lo cerrada que puede llegar a
ser una persona cuando intenta ser prudente. Hace que el mundo me parezca cada
vez más desagradable, más insoportable. ¿Acaso será asà todo el mundo? ¿Debemos
seguir toda la vida agotándonos los unos de los otros, intercambiando tensos
saludos y teniendo cuidado con lo que decimos a los demás?
Me desagrada tener que
encontrarme con alguien a quien conozco. Por eso, a no ser que hubiese algún
motivo excepcional, jamás visitaba a mis amigos. Me sentÃa mucho más cómoda
quedándome en casa, cosiendo con mi madre en silencio. Pero desde que empezó la
segunda guerra mundial y la situación se puso cada vez más tensa, empecé a
sentirme muy mal cuando no salÃa y me quedaba a solas sin hacer nada en
especial. He empezado a sentirme incómoda y ya nunca estoy tranquila. Me
gustarÃa ser útil de alguna manera. Trabajando sin parar, por ejemplo.
Ya no creo en el modo de vida que
habÃa llevado hasta ahora. Siento que no me puedo quedar en casa sentada, pero,
aunque salga, tampoco tengo ningún sitio a donde ir. Hago la compra y, a la
vuelta, paso por la estación y me siento en este frÃo banco, distraÃda. «¿Y si
aparece alguien de repente?», suelo pensar algo inquieta. «Ay, y si aparece,
¿qué hago? No sabrÃa qué hacer», pienso también. Y me invade el temor. De todas
formas, en caso de que apareciese, no tendrÃa más remedio que ofrecerle mi
vida. Mi vida entera. Mi destino quedarÃa fijado en ese preciso momento.
Algo parecido a la resignación,
unido a un conjunto de pensamientos indignos, se enredan de manera extraña en
mà y me inundan el corazón, haciendo que me duela y me sofoque. Me siento
insegura, como si no supiera si estoy viva o muerta, o como si estuviera
soñando a plena luz del dÃa. El escenario frente a la estación, en el que la
gente se cruza continuamente, me parece algo lejano y diminuto, como si lo
estuviese observando a través de un catalejo y, en ese momento, dentro de mi
cabeza, el mundo se queda en completo silencio. ¡Ay! ¿A qué demonios estaré
esperando?
Puede que en realidad yo sea una
mujer sumamente impúdica. Puede que el sentirme incómoda porque haya estallado
la guerra y mi deseo de trabajar sin parar sean mentira. Puede que, en
realidad, no esté más que esperando la oportunidad de dar rienda suelta a todos
mis pensamientos obscenos y a ocultarlos bajo ingeniosas excusas. AquÃ, sentada
de esta manera con aire distraÃdo, siento como algo dentro de mi corazón arde,
algo indigno, oculto.
¿A quién demonios estaré
esperando? No sé con certeza qué podrá ser. Solo percibo una sensación vaga.
Aun asÃ, sigo esperando. Desde que estalló la guerra, todos los dÃas, todos,
paso por la estación y me siento en este frÃo banco a esperar.
¿Si alguien me sonriese y me
hablase? ¡Ay, qué miedo pasarÃa! Uf, serÃa un engorro. No eres tú a quien estoy
esperando. Entonces, ¿a quién demonios espero? ¿A un marido? No. ¿A un amante?
No. ¿A una amiga? Qué va. ¿Más dinero? No puede ser. ¿A una aparición? ¡Oh, qué
miedo!
Espero a algo más tranquilo, más
alegre y radiante. Aunque no sé qué podrá ser. Quizás algo parecido a la
primavera. No, eso no es. ¿Hojas verdes llenas de frescor? ¿Al mes de mayo? ¿Al
agua cristalina que corre por los campos de trigo? No, nada de eso. Ay, pero lo
estoy esperando. ¡Lo espero con ansia!
La gente pasa frente a mÃ. Una
persona, después otra, después otra y otra. Esto no es, aquello tampoco. ¡Lo
estoy esperando con ansia, tiritando y con la cesta de la compra entre mis
brazos!
Te ruego que no te olvides de mÃ.
Por favor, acuérdate siempre, sin reÃrte, de aquella chica de veinte años que
acudÃa todos los dÃas a esperar a alguien a la estación y volvÃa sola a casa.
Prefiero no decirte el nombre de aquella pequeña estación.
Aunque no te lo diga, sé que
algún dÃa me encontrarás.
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