Ernest Hemingway
UN CANARIO COMO REGALO
El tren pasó rápidamente junto a una larga casa de piedra roja con jardÃn, y, en él, cuatro gruesas palmeras, a la sombra de cada una de las cuales habÃa una mesa. Al otro lado estaba el mar. El tren penetró en una hendidura cavada en la roca rojiza y la arcilla, y el mar sólo podÃa verse entonces interrumpidamente y muy abajo, contra las rocas.
-Lo compré en Palermo -dijo la dama norteamericana-. Sólo estuvimos en tierra una hora. Era un domingo por la mañana. El hombre querÃa que le pagara en dólares y le di un dólar y medio. En realidad canta admirablemente.
HacÃa mucho calor en el tren y en el coche-salón. No entraba ni un soplo de brisa por la ventanilla abierta. La dama norteamericana bajó la persiana de madera y ya no pudo verse más el mar, ni siquiera de vez en cuando. Al otro lado estaban los vidrios, luego el corredor, detrás una ventanilla abierta y fuera de ella árboles polvorientos, un camino asfaltado y extensos viñedos rodeados de grises colinas.
Al llegar a Marsella veÃamos el humo de muchas chimeneas. El tren disminuyó la velocidad y entró en una vÃa, entre las muchas que llevaban a la estación. Se detuvo veinte minutos en Marsella y la dama norteamericana compró un ejemplar de The Daily Mail y media botella de agua mineral Evian. Paseó un poco a lo largo del andén de la estación, pero sin alejarse mucho de los escalones del vagón, debido a que en Cannes, donde el tren se detuvo doce minutos, partió de pronto sin advertencia alguna, y ella pudo subir justamente a tiempo. La dama norteamericana era un poco sorda y temió que se dieran las habituales señales de partida del convoy y ella no pudiera oÃrlas.
El tren partió y no sólo podÃan verse las playas de maniobras y el humo de las grandes chimeneas, sino también, hacia atrás, la propia ciudad de Marsella y el puerto, con sus colinas grises en el fondo y los últimos destellos del sol en el mar. Mientras oscurecÃa, el tren pasó cerca de una granja incendiada. HabÃa automóviles detenidos en el camino y desde dentro del edificio de la granja se sacaban al campo ropas de cama y otras cosas. HabÃa mucha gente contemplando cómo ardÃa la casa. Era ya de noche cuando el tren llegó a Aviñón. La gente dejó el convoy. En los quioscos, los franceses que volvÃan a ParÃs compraban los periódicos del dÃa. En el andén habÃa soldados negros. Llevaban uniforme castaño, eran altos y sus rostros brillaban bajo la luz eléctrica. El tren dejó Aviñón y los negros quedaron allÃ, de pie. Un sargento blanco, de baja estatura, estaba con ellos.
Dentro del coche-cama el camarero habÃa bajado las tres literas de la pared y ya estaban preparadas para dormir. La dama norteamericana no durmió durante la noche porque el tren era un rapide que iba a gran velocidad y ella temÃa durante la noche. La cama de la dama norteamericana era la que estaba más cerca de la ventanilla. El canario de Palermo, con una manta extendida sobre la jaula, estaba fuera del camarote, en el corredor que llevaba al lavabo. Fuera del compartimiento habÃa una luz azulada. Durante toda la noche el tren viajó muy velozmente y la dama norteamericana se despertaba esperando un accidente.
Por la mañana, el tren se hallaba cerca de ParÃs y después que la dama norteamericana salió del lavabo, muy norteamericana, muy saludable y muy de edad mediana, a pesar de no haber dormido, quitó la manta de la jaula y la colgó al sol, volviendo al vagón restaurante para desayunar. Cuando volvió al coche-cama las literas habÃan sido levantadas de nuevo y transformadas en asientos, el canario estaba acicalándose las plumas al sol, que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de ParÃs.
-Ama el sol -dijo la dama norteamericana-. Ahora, dentro de un momento, cantará.
El canario siguió arreglándose las plumas y espulgándose.
-Siempre me han gustado los pájaros -dijo la dama norteamericana-. Lo llevo a casa para mi niña. Ahà está... ahora canta.
El canario pió y las plumas de la garganta permanecieron inmóviles. Bajó el pico y comenzó a espulgarse de nuevo. El tren cruzó un rÃo y pasó a través de un bosque muy cuidado. El tren pasó por muchos de los pueblos de las afueras de ParÃs. HabÃa tranvÃas en los pueblos y grandes cartelones de propaganda de la Belle Jardiniere, Dubonnet y Pernod, en los muros y paredes cerca de los cuales pasaba el tren. Todos los lugares por donde éste pasaba tenÃan el aspecto de no haberse despertado todavÃa. Durante unos minutos no escuché a la dama norteamericana, que estaba hablándole a mi esposa.
-¿Su esposo es también norteamericano? -preguntó la dama.
-SÃ -dijo mi mujer-. Ambos somos norteamericanos.
-Creà que eran ingleses.
-¡Oh, no!
-Será tal vez porque llevo tirantes. -HabÃa empezado a decir «tiradores», pero cambié la palabra al salir de mi boca, para mantener mi lenguaje de acuerdo con mi aspecto de inglés. La dama norteamericana no me oyó. Realmente era completamente sorda; leÃa en los labios y yo no la habÃa mirado al hablar. Miraba afuera, por la ventanilla. Continuó hablando con mi esposa.
-Me alegro de que sean norteamericanos. Los hombres norteamericanos son los mejores maridos -estaba diciendo la dama norteamericana-. Por eso dejamos el continente, ¿sabe usted? Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey -se detuvo-. Estaban locos, sencillamente -se detuvo de nuevo-. La saqué de allÃ, por supuesto.
-¿Logró soportarlo? -preguntó mi mujer.
-No lo creo -dijo la dama norteamericana-. No querÃa comer nada y no dormÃa. Me empeñé en consolarla, pero parece no tener interés por nada. No le importa nada, pero yo no podÃa dejarla casar con un extranjero. -Hizo una pausa-. Alguien, un buen amigo mÃo, me dijo una vez: «Ningún extranjero puede ser un buen marido para una norteamericana».
-No -dijo mà esposa-; supongo que no.
La dama norteamericana admiró el abrigo de viaje de mi esposa y luego supimos que la dama norteamericana habÃa adquirido sus propias ropas durante veinte años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. TenÃan sus medidas y una vendeuse que la conocÃa y sabÃa sus gustos, elegÃa sus vestidos y los enviaba a los Estados Unidos. Las ropas llegaban a una oficina de correos cercana al lugar donde ella vivÃa, en la ciudad de Nueva York, y los derechos de importación no eran nunca exorbitantes, porque abrÃan las cajas allà mismo, en la sucursal de correos, para revisarlas y siempre eran sencillas, sin encajes doradas ni adornos que hicieran aparecer los vestidos como muy caros. Antes de la vendeuse actual, llamada Théresé, habÃa otra llamada Amélie. En total sólo trabajaron esas dos en los últimos veinte afros. La couturière era siempre la misma. Los precios, sin embargo, habÃan aumentado. Ahora tenÃan también las medidas de su hija. Ya era bastante crecida y no existÃa muchas probabilidades de que cambiaran con el tiempo.
El tren estaba ahora llegando a ParÃs. Las fortificaciones habÃan sido derribadas, pero la hierba no habÃa crecido. HabÃa muchos vagones en las vÃas: coches restaurante de madera oscura y coches-cama, que partirÃan para Italia a las cinco de esa misma tarde, si ese tren sale todavÃa a las cinco; los coches tenÃan carteles que decÃan: ParÃs-Roma; otros de dos pisos, que iban y volvÃan de los suburbios y en los que, a ciertas horas, los asientos de amibos pisos estaban llenos de gente y pasaban cerca de las blancas paredes y de las ventanas de las casas. Nadie se habÃa desayunado todavÃa.
-Los norteamericanos son los mejores maridos -decÃa la dama norteamericana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres norteamericanos son los únicos con quienes una se puede casar en todo el mundo.
-¿Cuánto tiempo hace que dejó usted Vevey? -preguntó mi mujer.
-Hará dos años este otoño. A ella le llevo este canario.
-¿El hombre de quien estaba enamorada su hija era suizo?
-SÃ -dijo la dama norteamericana-. Era de una familia muy buena de Vevey. Estudiaba ingenierÃa. Se conocieron en Vevey, solÃan dar largos paseos juntos.
-Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Pasamos allà nuestra luna de miel.
-¿SÃ? ¡Debe haber sido maravilloso! Yo no tenÃa, por supuesto, la menor idea de que se habÃa enamorado de él.
-Es un lugar muy bonito -dijo mi esposa.
-Sà -dijo la dama norteamericana-. ¿Verdad que es magnifico? ¿Dónde se alojaron ustedes?
-En el Trois Couronnes.
-Es un gran hotel -dijo la dama norteamericana.
-Sà -replico mi esposa-. TenÃamos una habitación preciosa y en otoño el lugar era adorable.
-¿Estaban ustedes allà en otoño?
-SÃ -dijo mi esposa.
Pasábamos en ese momento al lado de tres vagones que habÃan sufrido algún accidente. Estaban hechos astillas y con los techos hundidos.
-Miren -dije-. Debe haber sido un accidente.
La dama norteamericana miró y vio el último vagón.
-Toda la noche tuve miedo de que ocurriera alguna cosa asà -dijo-. A veces tengo horribles presentimientos. Nunca más viajaré en un rapide por la noche. Debe haber otros trenes cómodos que no viajen con tanta rapidez.
El tren entró en la oscuridad de la Gare du Lyon y se detuvo. Los mozos se acercaron a las ventanillas. Pronto nos encontramos en la turbia largura de los andenes y la dama norteamericana se puso en manos de uno de los tres hombres de la Cook, que dijo:
-Un momento, señora, buscaré su nombre.
El mozo trajo un baúl y lo colocó junto al equipaje. Ambos nos despedimos de la dama norteamericana, cuyo nombre habÃa encontrado el empleado de la Agencia Cook en una de las hojas escritas a máquina, que sacó de entre un manojo de éstas y que volvió a poner en su bolsillo.
Seguimos al mozo con el baúl, a lo largo del prolongado andén de cemento que corrÃa al lado del tren. Al final habÃa una puerta de hierro y un hombre nos tomó los billetes.
VolvÃamos a ParÃs para establecernos en residencias separadas.
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