LA BALADA DEL CAZADOR DE ZORROS
—Ponedme en una silla con cojines;
vosotros cuatro llevadme,
con cojines de un lado a otro,
para que vea una vez más el mundo.
—Id a establos y perreras;
traed lo que haya que traer;
haced que corra mi alazán
o hacedle dar vueltas suavemente.
—Poned la silla en la hierba:
traed a Rody y sus lebreles,
que pueda marcharme a gusto
de estos lÃmites terrenales.
Sus párpados se cierran, agacha la cabeza,
sus viejos ojos nublan sueños;
el sol sobre cuantas cosas crecen
cae en arroyos soñolientos.
El alazán pisa el prado,
y al sillón se le acerca,
y ahora que los sueños del viejo se han ido,
le frota con su hocico canela.
Y ahora muchas lenguas gratas se mueven
sobre sus manos debilitadas,
para conducir lebreles jóvenes y viejos,
el cazador está de pie a su lado.
Cazador Rody, sopla el cuerno,
haz que contesten las colinas.
El cazador suelta en la mañana
un vivaz grito fugitivo.
Hay fuego en los ojos del anciano,
sus dedos se mueven y oscilan,
y cuando la música fugitiva se apaga
le oyen decir débilmente:
Cazador Rody, toca el cuerno,
haz que contesten las colinas.
Yo no puedo soplar el mÃo,
sólo puedo llorar y suspirar.
Los criados en derredor de sus cojines
se retuercen de pena;
los lebreles contemplan su rostro,
los lebreles jóvenes y viejos.
Sólo un lebrel ciego está tendido aparte
en la hierba en que bate el sol;
está en comunión Ãntima con su corazón:
pasan y pasan los momentos;
con sonido lastimero el lebrel ciego
despacio alza su cabeza helada;
los criados meten dentro su cuerpo;
los lebreles aúllan por el muerto.
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