TEILLIER, UN POETA DE LA OVACIÓN
(Por Teófilo Cid. Diario La Nación, 7 de abril de 1957).
No acostumbro escribir acerca de las frecuentes meditaciones que tengo del problema poético. He juzgado siempre con recelosa actitud las abundantes notas críticas escritas en torno a los libros de poesía, malamente así llamados en razón de que han sido redactados en renglones cortos, con grave atropello de las virtudes principales de la prosa. En estos libros se refugia, por lo general, el pensamiento incapaz de expresarse discursivamente enhebrado, tan sólo en la urdimbre fantasiosa de lo alógico y lo descomunal. Tanto se revela esa inferior calidad mental en muchos de nuestros soi-dissant poetas, que tengo por costumbre higiénica el mirar cada nuevo libro de versos que aparece a la luz pública con zozobra y sospecha. Mala fortuna para el hombre que debe o se fabrica el deber de revisarlos y comentarlos. Los libros de versos no se redactan, se viven desde adentro y se encarnan, por decirlo así, en la vida misma del hombre que antes de escribirlos se ha condenado a una especie de ostracismo cívico.
Contemplar la vida no es lo mismo que vivirla, ni tiene accesión civil de ninguna clase a los compromisos que atan a los que se empeñan en configurar eso que se llama «hacerse un lugar en la vida». El hombre que verdaderamente ha sentido el goce ?que a veces resulta dolorido? de la poesía llega siempre atrasado a los postres de la existencia. Su forma de existir interior le impide reconocer las bondades del mundo práctico y corriente, por más que a veces las cante y celebre.
Confieso que mi filiación en materia de poesía es dolorida y de carácter algo lágnico. Creo que los cantos más bellos son los desesperados, coincidente como soy de la herejía baudeleriana y estoy distante de considerar que las relaciones morales que actualmente rigen a la humanidad sean dignas de encomio y celebración. Los versos epitalámicos y de bautizo y los cantos a la clase obrera intentados por más de un bardo de almanaque me parecen todos ellos una feroz pamplina. Optimismo, tal como lo consideran algunos, en buenas cuentas, es mal acicate para espolear a Pegaso.
Sin embargo, y bien entendida esta posición, no deja de sernotoria la existencia de una poesía que podríamos llamar de la ovación. Mi buen amigo Rosamel del Valle la habría llamado de la adoración. Cuestión de términos, al cabo. Existen poetas cuyo fin es loar y aderezar la vida, bien que esta los nazca, como ciertas plantas maravillosas, turbia colaboración de légamo. Se ha dicho más de una vez que el poeta siente la nostalgia de otra vida más legítima y ordenada. Los poetas de la ovación tienen la fortuna de sorprender los verdaderos ritmos, las genuinas armonías, en un mundo que a los demás se nos ofrece, por desgracia, disoluto y anárquico.
Jorge Teillier pertenece a esa clase de dichosos seres nacidos para destacar, precisar y delinear con claridad las obscuras percepciones vitales. Los gestos de los seres ?humanos y bestias; los olores y las imágenes del paisaje; los reductos familiares y humanizados por el recuerdo instado y permanente; y, en fin, la propia conciencia de estar vivo? conciencia adquirida en forma cultural y no meramente zoológica, como le ocurre a muchos, todo eso es materia que le llena de un melancólico regocijo. Nombrar, se ha dicho, es poetizar; Teillier se goza en una especie de substantivación del mundo que lo ha formado.
¡Y qué mundo! Es el mío también. Como en ningún otro libro he reconocido «románticamente» el paisaje; en los otros cantores de esta tierra natal se evadieron los contactos particulares en retóricas abstracciones que nada dicen al corazón. Mientras leo:
«Y horas que sean
reflejos de sol en el dedal de
la hermana,
crepitar de la leña
que se quema en la chimenea
y claros guijarros
lanzados al río por un ciego».
Es evidente que Teillier no alienta ningún deseo de deslumbrarnos con la novedad de la imagen. De este respecto estamos ya bastante amagados por la fulguración imaginativa de otros poetas. El que ahora nos preocupa no crea la imagen como una realidad separada, en el sentido creacionista de un Huidobro, por ejemplo, sino que la abre hacia la realidad descrita, de tal manera que, para sentirla como bella, debemos invocar la belleza de la realidad que la inspiró. Es frecuente en su libro esta participación vital entre su pensamiento y lo real.
He sentido acaso en forma muy especial dicha relación porque soy hijo del mismo paisaje:
«Era un puerto donde desembocaba el trigo.
Terminaba su viaje en el molino
la espiga, transformada en bella harina».
Poesía de la celebración. El poeta tiene veinte años o algo más. Está en la edad en que hasta los dolores son bellos, y:
«Qué importa recordar que una
vez cerramos la puerta de nuestro cuarto
para llorar con el rostro oculto entre las manos.
El aire, dice que una vez sonreímos por nada,
y que nos conoce, desde ante que supiésemos quiénes somos?»
Me satisface que haya aparecido por lo menos una voz cruda, exenta de la fatigosa endemia mental que parece perseguir a tanto poeta como hay en el país. Perfectos padres de familia, buenos imponentes del seguro, a quien los fantasmas acosan desde el malhadado instante en que se ponen a escribir. Uno olfatea la mentira detrás de la vacua retórica.
No son desesperados los cantos de Teillier, pero no por eso menos bellos. El nos dice su verdad y eso es lo que maravilla.
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