Primeros asesinatos
EL 1 DE DICIEMBRE DE 1887 FUE DESCUBIERTO, en el miserable barrio londinense de Whitechapel, el cadáver de una mujer desconocida, asesinada y mutilada de forma salvaje. La investigación no reveló ni el nombre del criminal ni las circunstancias del asesinato.
Pasaron siete meses y el caso habÃa entrado ya en ese olvido profundo de los crÃmenes en los que la policÃa ha fracasado en su misión, cuando fue encontrada, el 7 de agosto de 1888, en el mismo barrio, una mujer asesinada, atrozmente desgarrada por treinta y nueve cuchilladas.
La investigación, desde el principio, se enfrentó a tal misterio que no se dudó que el asesino escapara a la búsqueda y el dossier se guardó junto al primero, con el que aún no se establecÃa una correlación estrecha.
El barrio de Whitechapel, que aún es uno de los más miserables de Londres, era, hace cuarenta años, el paisaje más romántico que pueda imaginarse. Las admirables descripciones que hace Eugéne Sue, ese extraordinario escritor, de los barrios sórdidos de ParÃs, apenas proporcionan una idea del laberinto de calles, callejuelas, pasajes y patios que constituÃan por aquel entonces ese arrabal inglés. Thomas de Quincey que, en algunos pasajes de su tan seductora obra, ha hecho del él rápidas descripciones, traduce la atmósfera de ese lugar en el que los más miserables lisiados de Londres, aquellos que, el domingo, dibujan con tiza en las aceras el retrato del prÃncipe de Gales y que, por la noche, se disputan con las ratas gigantes un refugio para dormir en los muelles del Támesis, se codeaban con las más lamentables prostitutas que una gran ciudad del mundo pueda ofrecer a la triste sensualidad de los sábados protestantes.
Pero Jack el Destripador, que habÃa esperado siete meses antes de cometer su segundo asesinato, no esperó más que veinticuatro dÃas para cometer el tercero.
El 31 de agosto de 1888, hacia las cuatro de una noche cálida en la que las estrellas impasibles resplandecÃan en el cielo, fue descubierto, tendido todo lo largo que era, sobre la espalda, con la ropa subida hasta la cabeza, el cadáver de una mujer.
Una horrible herida en la garganta habÃa abierto la laringe y la traquea. Por el vientre rajado se escapaban los intestinos y el cuerpo entero estaba bañado en un inmenso charco de sangre.
Según las constataciones médicas, asà es como pudo ser cometido el crimen:
A la mujer X… le gustaban la cerveza barata y el whisky. Abusaba tanto de ellos que su marido, harto de vivir en un interior desordenado, habÃa acabado por separarse de ella.
En la noche del 30 al 31 de agosto, habiendo bebido como era su costumbre, volvÃa con dificultad a su domicilio, tropezándose con las paredes, sirviéndose de los mecheros de gas como de un apoyo pasajero y entablando con los transeúntes conversaciones incoherentes con ese tono de triste jovialidad propia de la borrachera inglesa. Erraba asà desde hacÃa varias horas. Tal vez habÃa pasado ya, sin reconocerla, delante de su casa. Completamente presa de los exigentes ensueños del alcohol, sin duda ya no pensaba siquiera en dormir.
Fue entonces cuando encontró a ese peculiar paseante. Llevaba un traje extraordinario para el barrio de Whitechapel y sólo la blancura de su corbata y su pechera agujereaba el negro impecable de su capa y su atavÃo. En su sombrero de seda y sus zapatos de charol, el furor vacilante de los faroles ponÃa reflejos fugitivos. Vivaracha, la mujer X… le dirigió la palabra. El desconocido no respondió y se le acercó. Ella atisbo un instante sus labios abiertos y del color de la sangre, y los dientes, extremadamente blancos. Sentimental, la borracha esperaba un beso. Pero su interlocutor la cogÃa ya por la garganta. Se dejó hacer y se derrumbó lentamente sobre la acera mientras Jack el Destripador se tendÃa sobre ella.
A lo largo de la calle desierta, un dandi se aleja ahora silbando una cancioncilla a la moda. La borracha sigue tendida en la acera en el centro de una gran alfombra de púrpura en la que se reflejan los astros. El policeman que, en un momento, se inclinará sobre ella para incitarla con un tono persuasivo a que vaya a dormir la mona a otro lugar, percibirá entonces que está muerta. Tiene los brazos muellemente tendidos a lo largo de su cuerpo. El semblante está exangüe, los labios descoloridos. La garganta, rajada, ya no sangra porque las venas de la desgraciada están vacÃas de sangre. Ha muerto sin resistirse, sin luchar. Y allà donde ha muerto, queda su cuerpo. La boca abierta, con un rictus espantoso, ha perdido cinco dientes. Le han cortado la lengua. La huella de los dedos, apenas marcada, resulta, sin embargo, visible debajo de la mandÃbula y sobre la mejilla derecha. En el lado izquierdo del cuello, se percibe una ligera desgarradura. Esta termina a algunos milÃmetros de la cuchillada que degolló la garganta y que se hizo con la fuerza suficiente para llegar a la columna vertebral.
El arma del crimen debÃa de ser un cuchillo de hoja muy larga y la mano que lo manejaba debÃa de ser extremadamente robusta.
Y ese mismo cuchillo ha cortado literalmente en rebanadas el vientre de la vÃctima con la misma facilidad con la que se corta, los domingos en los hogares ingleses, el tradicional plumcake.
Las heridas fueron hechas de izquierda a derecha. Tal vez el asesino fuese zurdo.
Asà se cometió el tercer crimen de Jack el Destripador, quien no tardarÃa en ejecutar un cuarto: el 8 de septiembre de 1888. Este con todavÃa más audacia y esta vez los londinenses conocieron el terror.
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