Era entrada la mañana en los verdes prados del valle de Jarvis, y el señor Owen arrancaba las malas hierbas de las lindes de su huerta. Un viento poderoso le tironeaba de la barba, y a sus pies bramaba el mundo vegetal. Un grajo perdido en el cielo graznaba en busca de compañÃa, pero su pareja no apareció. Al fin, enfiló solitario hacia el oeste con un lamento prendido en el pico. Irguiendo los hombros para descansar un poco, el señor Owen levantó la vista al cielo y contempló aquel oscuro batir de alas contra un sol rojizo. En su cocina que azotaba el viento, la señora Owen suspiraba ante un puchero de sopa. Tiempo atrás, el valle era tan solo un redil para el ganado. Solo los vaqueros bajaban de la colina para guiar con sus voces a las vacas y ordeñarlas después. Ningún desconocido habÃa pisado jamás el valle. El señor Owen habÃa llegado hasta allà un atardecer de finales de verano, después de vagar a solas por toda la comarca. Aquel dÃa y a aquella hora, las vacas yacÃan plácidamente tumbadas, y el arroyo saltaba cantarÃn entre las guijas. AquÃ, en medio de este valle, pensó el señor Owen, edificaré una casa pequeña, de una sola planta, rodeada por un jardÃn. Y volvió sobre sus pasos, por la misma ruta que lo habÃa llevado hasta el valle, por las colinas tortuosas, para regresar a su pueblo y contar a su mujer lo que habÃa visto. Asà acabó por levantarse entre los verdes campos una humilde casita. Plantaron en torno a ella un huerto y en torno al huerto se alzó un cercado con su seto, que impedÃa el acceso de las vacas a las verduras.
Todo eso sucedió a principios de año. Ya habÃan pasado el otoño y el verano. El huerto habÃa florecido y se habÃa marchitado. La escarcha cubrÃa la hierba. El señor Owen volvió a inclinarse sobre la tierra para arrancar los hierbajos; el viento retorcÃa las testas de la grama y arrancaba una oración de sus verdes fauces. Pacientemente iba arrancando y estrangulando los hierbajos, provocando en la tierra un combate: entre sus dedos morÃan los insectos que habÃan excavado sus galerÃas donde brotó la mala hierba. Se iba cansando de matarlos, y se cansaba más aún de arrancar las raÃces y los tallos verdes y malignos.
La señora Owen, asomada a las profundidades de su bola de cristal, habÃa dejado que la sopa hirviese a su manera. La bola bullÃa oscura y espesa hasta que vino a iluminarla el reflejo de un arco iris. RelucÃa, refulgÃa como el sol, gélida como la estrella polar, y se reflejaba en los pliegues de su vestido, donde la sujetaba con todo su amor. Los posos del té del desayuno le habÃan anunciado la llegada de un oscuro desconocido. La señora Owen se preguntaba qué le dirÃa la bola de cristal.
Por las raÃces descuajadas culebreaba un gusano retorciéndose al tacto de los dedos, inerme y ciego a plena luz del sol. De pronto se habÃa llenado la hondonada entera con el viento, el gemir de las raÃces, los alientos del cielo bajo. No solo chilla la mandrágora cuando la arrancan de cuajo: las raÃces retorcidas chillan también. Todos los hierbajos que el señor Owen arrancaba del suelo chillaban y daban alaridos como si fueran niños de pecho. En el pueblecito del otro lado del monte, al compás del viento encolerizado, las ropas tendidas a secar en los jardines se mecÃan en danzas extrañas. Y las mujeres de vientre inflado sentÃan un golpe nuevo en las entrañas al inclinarse sobre las artesas de agua hirviendo. La vida les corrÃa por las venas, los huesos y la carne que los envolvÃa, carne que tenÃa su estación y su clima, mientras el valle envolvÃa las casas con la carne de la hierba verde.
Como una tumba profanada, la bola de cristal rendÃa sus cadáveres a los ojos de la señora Owen. Ella contemplaba los labios de las mujeres y los cabellos de los hombres que iban cobrando forma en la superficie de aquel mundo transparente. Pero de repente desaparecieron las formas como por ensalmo y ya solo se distinguÃan los perfiles de las colinas de Jarvis. Por el valle invisible que se abrÃa bajo aquella superficie venÃa caminando un hombre tocado con un negro sombrero. Si prosiguiera su marcha, acabarÃa por caerle en el regazo. «Por las colinas viene caminando un hombre con un sombrero negro», exclamó, y abocinó la voz al otro lado de la ventana. El señor Owen se sonrió y siguió escarbando entre los hierbajos.
Fue por entonces cuando se extravió el reverendo Davies. Llevaba toda la mañana extraviado, asà que se apostó contra un árbol plantado en la divisoria de las colinas de Jarvis. Un ventarrón removÃa las ramas y la tierra magnÃfica y verdosa trepidaba inquieta a sus pies. Por doquiera que paseara la vista, las lomas del monte se alzaban erizadas contra el cielo, y dondequiera que buscase refugio de la tormenta hallaba una atemorizada oscuridad. Cuanto más caminaba, más extraño se volvÃa el paisaje en derredor. Se remontaba hasta altitudes impensables, o bien descendÃa vertiginoso por un valle no mayor que la palma de su mano. Los árboles se balanceaban como seres humanos. Fue una coincidencia providencial alcanzar la divisoria de los montes cuando el sol llegaba a su cenit. El mundo se deslizaba entre dos horizontes, y él permaneció junto a un árbol y contempló el valle. HabÃa en la campiña una casita rodeada por un huerto. Alrededor de la casa bramaba el valle, el viento la zarandeaba como un boxeador, pero la casa permanecÃa impasible. Le pareció al reverendo que la casa habÃa sido arrancada del caserÃo del pueblo por un ave gigantesca que la hubiera depositado en medio de un universo tumultuoso.
Sin embargo, a medida que sorteaba los peñascos del monte, a medida que bajaba por los riscos, iba perdiendo su sitio en la bola de la señora Owen. Una nube le arrebató el sombrero negro, y vagaba bajo la nube la sombra anciana de un fantasma con heladas estrellas en la barba y sonrisa de media luna. Nada sabÃa de esto el reverendo Davies, que se iba arañando las manos entre las peñas. Era viejo, se habÃa emborrachado con el vino del oficio matutino y aquello que le brotaba de los cortes no era sino sangre humana.
Nada sabÃa tampoco el buen señor Owen sobre las transformaciones del globo. Con el rostro pegado a la tierra, seguÃa arrancando los cuellos de los hierbajos que chillaban sin cesar. HabÃa oÃdo la profecÃa del sombrero negro en boca de la señora Owen, y se habÃa sonreÃdo para sus adentros, pues siempre sonreÃa ante la fe ciega que tenÃa su mujer en los poderes de las tinieblas. HabÃa levantado la cabeza al oÃr sus voces, pero con una sonrisa habÃa preferido la llamada preclara de la tierra. «Multiplicaos, multiplicaos», habÃa dicho a los gusanos sorprendidos en las galerÃas, y los habÃa partido en mitades parduzcas para que se alimentasen y creciesen por todo el huerto, para que salieran hasta los campos y llegaran a los vientres del ganado.
Nada de aquello sabÃa el señor Davies. Vio la silueta de un joven barbudo industriosamente inclinado sobre el suelo. Vio que la casa era una hermosa imagen con el pálido rostro de una mujer apretado contra el cristal de una ventana. Y quitándose el sombrero negro, se presentó como párroco de un pueblo que estaba a unas diez millas del lugar.
—Está usted sangrando —dijo el señor Owen.
Las manos del señor Davies estaban en verdad cubiertas de sangre.
Cuando la señora Owen observó las heridas del párroco, le hizo sentar en un sillón que habÃa junto a la ventana y le preparó una taza de té.
—Le he visto a usted por el monte —dijo ella, y él le preguntó entonces que cómo habÃa podido verle, si las colinas estaban a tanta distancia.
—Tengo buena vista —respondió ella.
Él no lo puso en duda. Aquella mujer tenÃa los ojos más extraños que él hubiera visto jamás.
—Esto es muy apacible —dijo el reverendo.
—No tenemos reloj —dijo la mujer poniendo mesa para tres.
—Es usted muy amable.
—Somos amables con cuantos llegan hasta aquÃ.
El reverendo se preguntaba cuántos caminantes vendrÃan a parar a una casa tan solitaria en medio del valle, pero decidió no hacer ninguna pregunta por miedo a que la mujer hallara una respuesta. Se dijo que la mujer tenÃa cierto misterio, que debÃa amar la oscuridad, pues todo estaba muy oscuro. Era ya demasiado mayor como para inquirir los secretos de la oscuridad, y ahora se sentÃa aún mayor, con el traje talar hecho jirones y empapado, y con las manos frÃas y envueltas en las vendas que le habÃa puesto aquella extraña mujer. Los vientos de la mañana podÃan ya con él, ya podÃa cegarle el repentino advenimiento de la oscuridad. La lluvia podÃa pasar a su través como pasa a través de los fantasmas. Viejo, canoso y cansado, se habÃa sentado junto a la ventana y casi se hacÃa invisible perfilado contra las estanterÃas y el lienzo blanco del sillón.
Pronto estuvo lista la comida y el señor Owen entró desde el jardÃn sin lavarse.
—¿Bendecimos la mesa? —preguntó el señor Davies cuando los tres estuvieron sentados a la mesa.
La señora Owen asintió.
—Oh, Dios Todopoderoso, bendice estos alimentos —dijo el señor Davies. Levantó la vista mientras seguÃa la oración y observó que los Owen habÃan cerrado los ojos—. Gracias te damos, Señor, por los dones con que Tú nos obsequias. —Y notó que los labios de los Owen se movÃan imperceptiblemente. No oÃa lo que decÃan, pero supo que no pronunciaban la misma oración.
—Amén —dijeron los tres al unÃsono.
El señor Owen, orgulloso en el comer, se inclinaba sobre el plato igual que se habÃa inclinado sobre la tierra. Fuera se distinguÃa el pardo corpachón de la tierra, el verde pellejo de la hierba y el pecho de las colinas de Jarvis. Un viento constante zaherÃa la tierra animal, y el sol absorbÃa el rocÃo de los campos. En las orillas del mar, los granos de arena se estarÃan multiplicando mientras el mar rodaba por ellos. Sintió en la garganta la aspereza de los alimentos: le parecÃa que la corteza de la carne tenÃa algún sentido y que también lo tenÃa el llevarse la comida a la boca. Observó con repentina satisfacción que la señora Owen tenÃa la garganta desnuda.
También ella estaba inclinada sobre su plato, pero jugueteaba por los bordes de este con las púas del tenedor. No comÃa porque se habÃan posado sobre ella los viejos poderes, y no se atrevÃa siquiera a levantar la cabeza y a alumbrar el verdor de su mirada. SabÃa predecir por el sonido la dirección del viento en el valle. SabÃa, por las formas de las sombras en el mantel, cuál era la situación del sol. Oh, si pudiera volver a tomar el globo y contemplar la extensión de las tinieblas que cubrÃan aquella luz invernal... Pero le rondaba las mientes una oscuridad que iba arrumbando la luz a su alrededor. TenÃa a la izquierda un fantasma. Con todas sus fuerzas convocó a la luz intangible que rodeaba al fantasma y la mezcló con las tinieblas de su propia mente.
El señor Davies, como si un pájaro le estuviera chupando la sangre, sintió una intensa desolación en las venas y, en un dulce delirio, contó sus aventuras por los montes, el frÃo y el viento que habÃa pasado, y cómo aquellos habÃan subido y bajado ante sus ojos. HabÃa estado perdido, dijo, y habÃa encontrado un oscuro recoveco en que refugiarse del viento intimidante. Le habÃa dado miedo la oscuridad y habÃa errado por el monte, zarandeado toda la mañana como un barco sin rumbo. Por todas partes se habÃa sentido bamboleado, suspenso en el vacÃo o aterrado por las tinieblas que le acuciaban. No habÃa lugar al que pudiera ir a parar un viejo, se dijo, compadeciéndose de sÃ. Por amor a su parroquia amaba también las tierras que la circundaban, pero el monte se habÃa vencido a su paso o lo habÃa levantado por los aires. Y porque amaba a su Dios, amaba también la oscuridad donde los hombres de edad rendÃan culto a las tinieblas invisibles. Pero ahora las cuevas de los montes se habÃan poblado de formas y voces que se burlaban de él porque era viejo.
«Tiene miedo de la oscuridad —pensó la señora Owen—, tiene miedo de la maravillosa oscuridad.» Con una tenue sonrisa, el señor Owen pensó: «Tiene miedo del gusano de la tierra, de la copulación del árbol, del sebo viviente de las entrañas del mundo». Contemplaron al viejo y más que nunca les pareció un fantasma. La ventana le dibujaba en torno a la cabeza un halo difuso de luz.
De repente, el señor Davies se arrodilló y se puso a rezar. No comprendÃa el frÃo de su corazón ni el miedo que le paralizaba al arrodillarse, pero mientras recitaba la oración que habÃa de salvarlo, contempló los ojos sombrÃos de la señora Owen y la mirada risueña de su marido. De rodillas en la alfombra, a la cabecera de la mesa, miraba fijamente a la oscura mente y al burdo cuerpo oscuro. Los miraba y rezaba como un viejo dios acosado por sus enemigos.
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