Las primeras lecturas por Henry Miller




Las primeras lecturas (Extracto de Los libros en mi vida)



Recuerdo con precisión los primeros libros que elegí para este fin: The Birth of Tragedy (El Nacimiento de la Tragedia), The Eternal Husband (El Eterno Marido), Alice in Wonderland (Alicia en el País de las Maravillas), The Imperial Orgy (La Orgía Imperial) y Mysteries (Misterios), de Hamsun. Hamsun, como he dicho con frecuencia, es uno de los autores que me afectaron vitalmente como escritor. Ningu­no de sus libros me intrigó tanto como Mysteries. En ese período de que he hablado previamente, cuando comencé a separar a mis autores preferidos para descubrir el poder secreto de su encantamiento, los hombres en que me concentré fueron ante todo Hamsun, y después Arthur Machen y Thomas Mann. Cuando releí The Birth of Tragedy (El Nacimiento de la Tragedia) recordé lo mucho que me había asom­brado el empleo mágico que hacía Nietzsche del lenguaje. Hace ape­nas algunos años, gracias a Eva Sikelianou, volví a deleitarme una vez más con este libro extraordinario.

Mencioné a Thomas Mann. Durante un año entero viví con Hans Castorp de La Montaña Mágica como persona real, hasta podría de­cir, como hermano de sangre, pero fue la maestría de Mann como novelista lo que más me intrigó y desconcertó durante el período “analítico” al que me refiero. En esa época Death in Venice (Muerte en Venecia) era para mí la narración suprema. En el espacio de pocos años, sin embargo, mi opinión de Thomas Mann, y en especial de su Death in Venice (Muerte en Venecia), se alteró radicalmente. Fue un hecho curioso que quizá valga la pena relatar. Sucedió más o menos así... Durante mis primeros días en París conocí a un individuo suma­mente cordial y atrayente al que tomé por un genio. Se llamaba John Nichols. Era pintor. Como tantos otros irlandeses, poseía también el don de ser muy locuaz. Era un deleite escucharlo, hablase de pintura, literatura, música o simplemente necesidades. Era proclive a la invec­tiva y, cuando se enardecía, tenía una lengua ponzoñosa. Cierto día le mencioné al azar mi admiración por Thomas Mann, y minutos des­pués me encontré discutiendo acaloradamente sobre Death in Venice (Muerte en Venecia). Nichols respondió con expresiones burlonas y despectivas. Exasperado, le dije que buscaría el libro y se lo leería en voz alta. Admitió que no lo había leído y mi proposición le pareció excelente.
Jamás olvidaré esta experiencia. Antes de leerle tres páginas, Thomas Mann comenzó a resquebrajarse. Nichols, debo advertir, no había pronunciado ni una sola palabra. Pero leyendo el cuento en voz alta y para un oyente crítico, de pronto se puso de manifiesto la crujiente maquinaria oculta por debajo de la superficie. Yo, que creía tener en mis manos oro puro, encontré en realidad un pedazo de cartón arru­gado. Hacia la mitad arrojé el libro al suelo. Más tarde releí rápida­mente La Montaña Mágica y Buddenbrooks, obras que hasta enton­ces consideraba monumentales, sólo para hallarlas igualmente fallidas.
Debo apresurarme a añadir que este tipo de experiencia me ha sucedido no pocas veces. Hubo una notable —que me sonroja men­cionar— relacionada con Three Men in a Boat (Tres Hombres en un Bote). No alcanzo a comprender cómo fue posible que llegara a en­contrar “gracioso” ese libro. Sin embargo así lo consideré en una épo­ca. En efecto, recuerdo que reí hasta llorar. El otro día, tras un lapso de treinta años, lo cogí y comencé a leerlo de nuevo. Nunca he proba­do un trapo tan andrajoso. Otra desilusión, aunque mucho más leve, me deparaba la relectura de The Triutnph ofthe Egg (El Triunfo del Huevo). El huevo resultó estar casi podrido, pero en otro tiempo me hizo reír y llorar.
Oh, ¿quién era yo, qué he sido yo en esos sombríos días de antaño?
Lo que comencé a decir es que, al releer, compruebo en medida creciente que los libros que me agradaría releer son los que he leído durante la niñez y los primeros años de mi juventud. He mencionado a Henty, ¡bendito sea su nombre! Pero también hay otros, como Rider Haggard, Marie Corelli, Bulwer-Lytton, Eugene Sue, James Fenimore Cooper, Sienkiewicz, Ouida (Under Two Flags: Bajo dos Banderas) y Mark Twain (Huckleberry Finn y Tom Sawyer particularmente). ¡Ima­gínense, no haber leído a ninguno de estos hombres desde la niñez! Parece increíble. En cuanto a Poe, Hack London, Hugo, Conan Doyle. Kipling, importa poco que jamás vuelva a poner mis ojos en sus obras.
También me agradaría mucho releer los libros que solía leer en voz alta a mi abuelo cuando éste trabajaba sentado junto a su mesa de sastre en nuestra vieja casa del Fourteenth Ward en Brooklyn. Recuer­do que uno de ellos versaba sobre nuestro gran “héroe” (de un día) el almirante Dewey. Otro era sobre el almirante Farragut, quizá sobre la batalla de Mobile Bay, si ese encuentro se produjo alguna vez. Con respecto a este libro, recuerdo ahora que al escribir el capítulo titula­do “Mi sueño de Mobile” en The Air-conditioned Nigbtmare (Pesadilla de Aire Acondicionado), tuve activamente presente esta narración de las heroicas hazañas de Farragut. No cabe duda de que mi concep­ción de Mobile estuvo matizada por este libro que había leído hace cincuenta años. Pero el libro sobre el almirante Dewey tuvo la virtud de familiarizarme con mi primer héroe vivo, que no era Dewey, sino nuestro declarado enemigo, Aguinaldo, el rebelde filipino. Mi madre había colgado el retrato de Dewey flotando sobre el acorazado Maine, en la cabecera de mi cama. Aguinaldo, cuyo semblante aparece ahora borroso en mi mente, me recuerda físicamente a esa extraña fotogra­fía de Rimbaud tomada en Abisinia, donde está con indumentaria como de presidiario, de pie en la ribera dé un río. Mis padres lejos estaban de imaginar cuando me entregaron a nuestro precioso héroe, el almirante Dewey, que nutrían en mí la semilla de un rebelde. Com­parado con Dewey y Teddy Roosevelt, Aguinaldo se destaca como un coloso. Fue el primer Enemigo Número Uno que se me cruzó en el horizonte. Todavía reverencio su nombre, así como reverencio los nombres de Robert E. Lee y de Toussaint l'Ouverture, el gran liberta­dor negro que combatió a los hombres escogidos de Napoleón y los derrotó.
En este aspecto, ¿cómo podría dejar de mencionar El culto a los Héroes de Carlyle o los Hombres Representativos de Emerson? ¿Y por qué no dar cabida a otro ídolo de mis primeros años, John Paul Jones? En París, gracias a Blaise Cendrars, aprendí lo que no está en los libros de historia ni en las biografías sobre John Paul Jones. La espec­tacular historia de la vida de este hombre es uno de los libros en proyecto que Cendrars todavía no ha escrito y que quizá nunca llegue a escribir. El motivo es sencillo. Siguiendo la huella de este aventure­ro norteamericano, Cendrars amasó tan inmensa cantidad de material, que prácticamente quedó sepultado por él. Cendrars confesó que en el curso de sus viajes, buscando documentos y comprobando libros raros relacionados con la miríada de aventuras de John Paul Jones, gastó más de diez veces el importe que los editores le habían adelan­tado a cuenta de los derechos de autor. Siguiendo los pasos de John Paul Jones, Cendrars hizo de su viaje una auténtica odisea. Por último confesó que algún día escribiría un volumen enorme o un libro muy chico, cosa que comprendo perfectamente.
La primera persona a quien me aventuré a leerle en voz alta fue a mi abuelo. ¡No porque él me instase a hacerlo! Todavía recuerdo que le decía a mi madre que algún día se arrepentiría de colocar en mis manos tantos libros. Tenía razón. Mi madre se arrepintió amargamen­te años después. Fue mi propia madre, dicho sea de paso, a la que escasamente recuerdo haber visto alguna vez con un libro en la mano, quien me dijo cierto día, cuando yo estaba leyendo Las Quince Bata­llas Decisivas del Mundo, que ella había leído ese mismo libro años antes... en el baño. Esto me dejó patitieso. No porque admitiera haber leído este libro en el cuarto de baño, sino porque justamente, de todos los libros, tuvo que haber sido ese el que leyera en el baño.
La lectura en voz alta a los amigos de mi niñez, particularmente Joey y Tony, mis primeros amigos, me abrió los ojos. Descubrí en los comienzos de mi vida lo que algunos descubren mucho más tarde, para su disgusto y pesar, y es que leyendo en voz alta la gente se queda dormida. Mi voz era monótona, o leía mal, o los libros que leía eran aburridos. Inevitablemente mis oyentes se dormían apoyados en mis hombros, cosa que, por supuesto, no me indujo a abandonar esta práctica. Tampoco estas experiencias modificaron la opinión que abrigaba de estos amiguitos, no; insensiblemente llegué a la conclu­sión de que los libros no son para todos, criterio que todavía sosten­go. El último consejo que daría en esta tierra es que alguien aprenda a leer. Si por mí fuese, primero me ocuparía de que un muchacho aprenda carpintería, albañilería, jardinería, caza o pesca. Primero las cosas prácticas; después los lujos. Y los libros son lujos. Espero, por supuesto, que el niño normal baile y cante desde la infancia. Y que practique algunos juegos. Yo fomentaría esas tendencias con todas mis energías. Pero la lectura de libros puede esperar.
Jugar... Ah, éste constituye por sí solo todo un capítulo de la vida. Me refiero principalmente a los juegos al aire libre, los juegos de los niños pobres en las calles de las grandes ciudades. A duras penas resisto la tentación de extenderme sobre este asunto mientras escribo un libro completamente distinto.
No obstante, la niñez es un tema del cual nunca me canso. Tampo­co me cansa el recuerdo de los juegos desordenados y gloriosos con que nos entreteníamos día y noche en las calles, como tampoco los personajes con los cuales entablé amistad y que a veces endiosaba, como tienden a hacer los muchachos. Compartí todas mis experien­cias con mis camaradas, incluso la experiencia de la lectura. Con mu­cha insistencia he mencionado en mis escritos la asombrosa erudi­ción que desplegábamos en nuestras discusiones sobre los problemas fundamentales de la vida. Temas como el pecado, el mal, la reencar­nación, el buen gobierno, la ética y la moral, la naturaleza de la divini­dad, Utopía y la vida en otros planetas, todo esto era pan y vino para nosotros. Mi verdadera educación comenzó en la calle, en los terre­nos baldíos, durante los fríos días de noviembre, o en las esquinas, de noche, muchas veces con los patines puestos. Naturalmente, uno de los temas de eterna discusión para nosotros eran los libros, los libros que estábamos leyendo en esos momentos y que hasta nos era vedado saber que existían. Parece extravagante decirlo, lo sé, pero creo que solamente los grandes intérpretes de la literatura pueden rivalizar con el muchacho callejero cuando de extraer el sabor y la esencia de un libro se trata. En mi humilde opinión, el muchacho está más cerca de la comprensión de Jesús que el sacerdote, mucho más cerca de Platón, en sus opiniones sobre el gobierno, que las figuras políticas de este mundo.
Durante este dorado período de la niñez, introdujeron de pronto en mi mundo de libros una biblioteca completa de libros para jóvenes, contenida en un hermoso mueble de nogal, con puertas de cristal y anaqueles móviles. Pertenecía a la colección de un inglés, Isaac Walker, el predecesor de mi padre, quien gozaba la distinción de haber sido uno de tos primeros sastres comerciales de Nueva York. Cuando repaso ahora estos libros mentalmente, me parece verlos hermosamente encuader­nados, con los títulos por lo general grabados en oro, así como también los diseños de las portadas. El papel era grueso y brillante, y los tipos redondos y claros. En suma, eran libros de lujo en todos los sentidos. Tan prohibitivo, por lo elegante, me resultaba su aspecto, que tardé cierto tiempo en atreverme a tomarlos entre mis manos.
Lo que estoy por relatar es una cosa curiosa Se relaciona con mi profunda y misteriosa aversión por todo lo inglés. Creo decir la ver­dad si afirmo que el motivo de esta antipatía tiene una profunda cone­xión con la lectura de la pequeña biblioteca de Isaac Walker. La pro­fundidad de mi disgusto cuando me familiaricé con el contenido de estos libros, puede inferirse por el hecho de que olvidé por completo los títulos. Uno de ellos, sin embargo, me ronda en la memoria, pero ni siquiera tengo la certeza de que sea exacto: A Country Squire. El resto ha quedado en blanco. He de expresar en pocas palabras la naturaleza de mi reacción. Por primera vez en mi vida capté el signifi­cado de la melancolía y la morbidez. Todos esos libros elegantes parecían envueltos en un velo de densa niebla. Inglaterra se convirtió para mí en un país rodeado de impenetrable oscuridad, maldad, crueldad y tedio. Ni un rayo de luz brotó de esos libros mustios. Eran barro primordial en todos los planos. Por intenso e irracional que sea este pensamiento, tal cuadro de Inglaterra y de la vida inglesa persis­tió hasta bien entrado en mis años maduros, para ser sincero, hasta el momento en que visité Inglaterra y tuve oportunidad de conocer a los ingleses en su propia salsa. (Debo admitir, sin embargo, que mi primera impresión de Londres coincidió mucho con el cuadro que me había formado durante mi niñez, impresión que nunca llegó a disiparse del todo.)
Cuando leí a Dickens, estas primeras impresiones se corroboraron y robustecieron, por supuesto. Tengo muy pocos recuerdos agrada­bles vinculados con la lectura de Dickens. Sus libros eran sombríos, terroríficos en algunas partes, y por lo general agotadores. De todos ellos David Copperfield se destaca como el más agradable, el que más se aproximaba a lo humano, según la concepción que entonces yo tenía del mundo. Por fortuna hubo un libro, obsequiado por una tía, que sirvió para corregir en mí esta noción negativa de Inglaterra y del pueblo inglés. El título de este libro, si no me equivoco, era A Boy's History of England (Historia de Inglaterra para Niños), de Ellis. Re­cuerdo nítidamente el placer que me dio la lectura de este libro. Estaban, además, los libros de Henty, que también leía o que acababa de leer poco antes, y de los cuales adquirí una noción distinta del mundo inglés. Pero los libros de Henty trataban de proezas históricas, mientras que los libros de la colección de Isaac Walker versaban so­bre el pasado inmediato. Años después, cuando di con las obras de Thomas Hardy, reviví estas reacciones infantiles... me refiero a las malas. Sombríos, trágicos, repletos de percances e infortunios acci­dentales o coincidentes, los libros de Hardy me obligaron a ajustar una vez más mi cuadro “humano” del mundo. Por último me vi forza­do a emitir juicio sobre Hardy. A pesar de todo el aire de realismo que impregnaba sus libros, debo admitir ante mí mismo que no se ajustaban a la “realidad de la vida”. Yo quería que mi pesimismo fuese “directo”.
Cuando regresaba de Francia a Norteamérica conocí a dos perso­nas que hablaban maravillas de un escritor inglés del que nunca ha­bía oído hablar hasta entonces Claude Houghton. Muchas veces se dice de él que es un “novelista metafísico”. De todas maneras Claude Houghton ha hecho más que cualquier inglés, con excepción de W. Travers Symons —¡el primer “caballero” que he conocido ja­más!—, para modificar profundamente mi imagen de Inglaterra. He leído la mayoría de sus obras. Haya sido buena o mala su actuación, los libros de Claude Houghton me cautivan. Muchos norteamericanos conocen I Am Jonathan Scrivener (Yo Soy Jonathan Scrivener), que serviría para realizar una magnífica película como sucede con algunas otras de sus obras. Sus Julián Grant Loses His Way (Julián Grant Pier­de el Camino), una de mis preferidas, y All Change, Humanity! (¡Todo Cambia, Humanidad!), son menos conocidas y es lamentable.
Pero uno de los libros de Claude Houghton —toco aquí un tema que espero ampliar más adelante— parece haber sido escrito espe­cialmente para mí. Se llama Hudson Rejoins the Herd (Hudson Vuel­ve al Rebaño). En una extensa carta al autor expliqué el motivo por el cual me parece que es así. Esta carta se dará a la publicidad algún día. Lo que me asombró tanto al leer este libro fue que parecía dar un cuadro sumamente íntimo de mi vida durante cierto período cru­cial. Las circunstancias externas estaban “deformadas”, pero las interio­res resultaban alucinantemente reales. Yo no habría podido hacerlo mejor. Por un tiempo me pareció como si mediante algún misterioso recurso Claude Houghton hubiese logrado acceso a estos hechos y acontecimientos de mi vida. No obstante, en el curso de nuestra co­rrespondencia, no tardé en descubrir que todas sus obras son imagi­nativas. Quizá le sorprenda al lector enterarse de que tal coincidencia me parezca “misteriosa”. ¿Acaso las vidas y los personajes imaginarios de las novelas no concuerdan muchas veces con equivalentes reales? Por supuesto. Pero a pesar de todo sigo impresionado. Los que creen conocerme íntimamente deberían dar un vistazo a este libro.
Y ahora, sin ningún motivo, a menos que sea una reminiscencia del fulgor de mi adolescencia, brota en mi mente el nombre de Rider Haggard. Este es uno de los escritores que figuran en la lista de cien libros que preparé para Gallimard. ¡He aquí un autor que me tuvo en sus garras! El contenido de sus libros es vago y deshilachado. Sólo puedo recordar algunos títulos: Ella, Ayesba, Las Minas del Rey Salo­món y Alian Quatermain. Sin embargo, cuando pienso en ellos el mismo escalofrío recorre mi espalda, que cuando revivo el encuentro entre Stanley y Livingstone en las entrañas del África. Tengo la seguri­dad de que cuando lo relea, cosa que pienso hacer en breve, hallaré, como me sucediera con Henry, que mi memoria se tornará asombro­samente viva y fecunda.
Terminado este período de la adolescencia, resulta cada vez más difícil hallar un autor capaz de producir un efecto que se parezca en algo al creado por las obras de Rider Haggard. Por razones por el momento inescrutables, Trilby estuvo a punto de lograrlo. Trilby y Péter Ibbetson son libros excepcionales. El que provengan de un di­bujante de mediana edad, famoso por su diseños en -Punch-, es más que interesante. En la introducción de Peter Ibbetson, editada por la Modern Library, Deems Taylor relata que “caminando una noche en High Street Bayswater, con Henry James, Du Maurier ofreció a su amigo la idea de escribir una novela y procedió a desplegar el argu­mento de Trilby”. “James —dice— declinó el ofrecimiento”. Por for­tuna, acotaría yo. Imagino con terror lo que habría hecho Henry Ja­mes de un tema así.
Lo extraño es que el hombre que me puso sobre la pista de Du Maurier también depositó en mis manos Bouvard et Pécuchet de Flaubert, que no abrí sino treinta años después. Ese hombre había entregado ese libro y Sentimental Education (Educación Sentimen­tal) a mi padre en pago por una pequeña deuda. Mi padre, por su­puesto, se disgustó. Con la Sentimental Education (Educación Senti­mental) hay una asociación extraña. En alguna parte Bernard Shaw dice que no se pueden apreciar ciertos libros y que, en consecuencia, no se los debe leer hasta después de los cincuenta años. Uno de los que citó fue su famoso trabajo sobre Flaubert. Este es otro de los libros, como Tom Jones y Moll Flanders, que me propongo leer algún día, particularmente porque “he llegado a ser adulto”.
Pero volviendo a Rider Haggard... es extraño que un libro como Nadja, de André Bretón, deba vincularse de alguna manera con las experiencias emotivas engendradas por la lectura de las obras de Ri­der Haggard. Creo que en la Crucifixión Rosada me explayé con cierta extensión —¿o fue en Remember to Remember? (Recordar para recordar)— sobre el hechizo que siempre proyecta Nadja sobre mi ser. Cada vez que lo leo, siento la misma turbulencia interior, la mis­ma deliciosa y un tanto aterrorizada sensación que nos posee, por ejemplo, cuando nos encontramos completamente desorientados en la negrura azabache de una habitación que conocemos como la palma de su mano. Recuerdo haber escogido una parte del libro que me recordaba vividamente mi primer escrito en prosa, o por los menos el primero que presenté a un editor. (En el momento de escribir estas líneas caigo en la cuenta de que esta declaración no es del todo cierta, porque mi primerísimo escrito fue un ensayo sobre El Anticristo de Nietzche, que escribí para mí mismo en el taller de mi padre. Además el escrito que presenté a un editor es anterior en varios años al trabajo mencionado; se trataba de un artículo de crítica que había enviado a la revista Black Cat y que, con la consiguiente sorpresa, fue aceptado y pagado con 1,75 dólares o algo parecido, bastándome en esa oca­sión este magro pago para ponerme sobre ascuas, para hacerme tirar a la cuneta un sombrero flamante, donde fue aplastado inmediata­mente por un camión que pasaba.)
Por qué un escritor de la envergadura de André Bretón guardará relación en mi mente con Rider Haggard habiendo tantos escritores, es una cosa que requeriría páginas para explicarlo. Puede que al final de cuentas la asociación no sea tan recóndita, considerando las fuen­tes peculiares que sirvieron de inspiración, alimento y corroboración a los surrealistas. Todavía Nadja es un libro sin parangón, a mi enten­der. (Las fotografías que acompañan al texto tienen valor propio). De todos modos, es uno de los pocos libros que he releído varias veces sin que se disipara el encantamiento original. Creo que esto basta para destacarlo.
La palabra que me he abstenido deliberadamente de anotar cuan­do me refería a Rider Haggard y Nadja es “misterio”. Esta palabra, tanto en singular como en plural, la he reservado para referirme a mis deliciosas y fértiles asociaciones con el diccionario y la enciclopedia. Muchas veces he perdido días enteros en la biblioteca pública buscan­do palabras o temas. También aquí, para ser veraz, debo decir que los días más maravillosos los pasé en mi hogar, con mi excelente compa­ñero Joe O'Regan. Tristes días invernales, cuando los alimentos esca­seaban y la esperanza o la idea de obtener empleo se esfumaba. Entre­mezclados con las incursiones en los diccionarios y enciclopedias hay recuerdos de otros días o noches pasados íntegramente jugando al ajedrez o al tenis de mesa, o pintando con colores al agua, tareas a las que nos entregábamos como monomaniáticos.
Una mañana, cuando escasamente me había levantado de la cama, me dirigí a mi enorme diccionario no abreviado Funk & Wagnall bus­cando una palabra que había acudido a mi mente al despertar. Como de costumbre, una palabra condujo a otra, porque, ¿qué es el diccio­nario sino la forma más sutil del “juego de circuito” enmascarado a guisa de libro? Con Joe a mi lado, Joe el eterno escéptico suscitóse una discusión que duró todo el día y toda la noche, sin amainar en  ningún momento la búsqueda de más y más definiciones. Debido a Joe O'Regan, quien tantas veces me había estimulado a poner en tela de juicio todo lo que yo había aceptado ciegamente, despertaron mis primeras sospechas sobre el valor del diccionario. Hasta ese momen­to había tomado al diccionario como la última palabra, tal como se hace con la Biblia.
Creía, como todo el mundo cree, que obteniendo la definición se obtiene el significado —lo que yo diría la “verdad”— de una palabra. Pero ese día, pasando de derivación en derivación, tropezando así con, los más asombrosos cambios de significado, con contradicciones e inversiones de significados anteriores, todo el andamiaje de la lexico­grafía comenzó a tambalearse y ceder. Buscando el “origen” más re­moto de una palabra, observé que me encontraba frente a un muro de piedra. ¡A todas luces era imposible que las palabras que examinába­mos hubiesen entrado en el lenguaje humano en los puntos indica­dos! Volver nada más que al sánscrito, el hebreo el islandés (¡y cuan maravillosas palabras surgen del islandés!) no era nada, en mi opi­nión. La historia se había retrotraído más de mil años y allí estábamos, varados en el vestíbulo de los tiempos modernos, por así decirlo. El que tantas palabras de connotación metafísica y espiritual, que los griegos empleaban libremente, hubiesen perdido todo significado, nos dejaba perplejos. Para abreviar, diré que al poco tiempo llega­mos a la conclusión de que el significado de una palabra cambiaba, desaparecía por completo o se convertía en su opuesto, según la época el lugar y la cultura del pueblo que utilizaba el término. La sencilla verdad de que la vida es tal como la hacemos, tal como la vemos con todo nuestro ser, y no lo que se nos da objetiva, histórica o estadísticamente, también se aplica al idioma. Quien menos pare­ce comprender esto es el filólogo. Pero sigamos adelante, del dic­cionario a la enciclopedia...
Fue natural, al saltar de significado en significado, al observar los usos de las palabras cuyos orígenes trazábamos, que para un estudio más completo y profundo tuviésemos que echar mano de la enciclo­pedia. Al final de cuentas el proceso de la definición es de referencias y de referencias cruzadas. Para saber el significado de una palabra dada es menester conocer las palabras que, por así decirlo, son margi­nales a ella. El significado nunca es dado directamente: se infiere, se deduce o se destila. Y quizá esto se debe a que no se conoce la fuente original
¡Pero la enciclopedia! ¡Ah, puede que allí pisemos terreno firme! Examinaríamos temas y no palabras. Descubriríamos de dónde surgie­ron estos símbolos mistificadores por los cuales los hombres han combatido y sangrado, y se han torturado y matado los unos a los otros. Ahora bien, existe un maravilloso artículo en la Encyclopedia Britannica (la célebre edición) sobre “Misterios” y, si se desea pasar un día agradable, entretenido e instructivo en la biblioteca, conviene empezar siempre con una palabra como “misterios”. Esta palabra lleva al lector a lo lejos y a lo ancho, lo envía a su casa trastabillando, indiferente a las comidas, al sueño y a otras exigencias del sistema autónomo. ¡Pero jamás se logra esclarecer el misterio! Además si, como por lo general suele hacer el buen catedrático, usted se ve obligado a recurrir de las “autoridades” seleccionadas por los sabihon­dos enciclopédicos a otras “autoridades” sobre el mismo tema, no tar­dará en descubrir que su respeto y reverencia por la sabiduría acumulada que mora en la enciclopedia se esfuma y se pulveriza. Conviene adquirir una actitud de desafío frente a tanto saber enterrado. ¿Quié­nes, al final de cuentas, son estos maestros enterrados en las enciclo­pedias? ¿Son las autoridades finales? ¡No, en absoluto! La autoridad final siempre tiene que ser uno mismo. Estos maestros embrujados han “trabajado sobre el terreno” y cultivaron mucha sabiduría. Pero no es divina y ni siquiera es la suma de la sabiduría humana (en cual­quier tema) lo que nos ofrecen. Han trabajado como hormigas y cas­tores, y por lo general con tan poco sentido del humor y con tan escasa imaginación como esas humildes criaturas. Una enciclopedia elige a sus autoridades, otra elige a otras autoridades. Las autoridades siempre son opio en el mercado. Al terminar de hablar con ellas se sale sabiendo muy poco del tema que motivó la consulta y mucho más de otras cosas que no vienen al caso. La mayoría de las veces uno termina sumido en la desesperanza, la duda y la confusión. Si algo se gana, es en el empleo más ingenioso de la facultad de interrogar, la facultad que exalta Spengler y que distingue como la principal contri­bución que hiciera Nietzsche.
Cuanto más pienso en esto, más creo que la contribución que sin quererlo me han hecho los hacedores de enciclopedias fue fomentar la indolente y placentera búsqueda de saber, que es el más tonto de todos los pasatiempos. Leer la enciclopedia fue como ingerir una droga, una de esas drogas que dicen que carece de efectos nocivos y no produce hábito. Tal como los sólidos, estables y sensatos chinos de la antigüedad, me parece que el opio es mejor. Si queremos rela­jarnos para gozar la liberación de toda ansiedad, si queremos estimu­lar la imaginación —¿y qué podría conducir mejor a la salud mental, moral y espiritual?— entonces diría que el empleo juicioso del opio es mucho mejor que la droga espuria de la enciclopedia.
Mirando retrospectivamente mis días en la biblioteca —¡curioso que no recuerde mi primera visita a una biblioteca!— los comparo con los días que pasa el opiómano en su pequeña celda. Acudía regu­larmente en busca de mi “dosis” y la obtenía. Muchas veces leía al azar cualquier libro que llegase a mi poder. A veces me enfrascaba en obras técnicas, en manuales o en curiosidades literarias. En la sala de lecturas de la biblioteca de la Calle 42 de Nueva York había un ana­quel, recuerdo, que estaba repleto de mitologías (de muchos países y muchos pueblos) y que devoré como una rata muerta de hambre. A veces, como animado por ardiente misión, solamente taladraba las nomenclaturas. En otras ocasiones me parecía imperioso —y real­mente era imperioso, tan profundo era mi trance— estudiar los hábi­tos de las morsas o las ballenas, o de las mil y una variedades de ofidios. Una palabra encontrada por primera vez, como “eclíptica”, era capaz de lanzarme a una persecución que duraba varias semanas, de­jándome por último encallado en las profundidades estelares de este lado de Escorpión.
Debo hacer aquí una digresión para mencionar los libritos que uno encuentra accidentalmente y cuyo impacto es tan grande que uno los valora más que filas enteras de enciclopedias y otros compendios del conocimiento humano. Estos libros, de microcósmico tamaño pero de monumental efecto, podrían parangonarse con las piedras preciosas ocultas en las entrañas de la tierra. Como las gemas, estos libros tienen un carácter cristalino o “primordial” que les proporciona una calidad sencilla, inmutable y eterna. Su número y su variedad son casi tan limitados como los cristales de la naturaleza. Mencionaré al azar dos que encontré mucho después del período a que me refiero, pero que ilustran mi pensamiento. Uno es Symbols of Revelation (Símbolos de Revelación), de Frederick Cárter, al que conocí en Lon­dres en circunstancias extrañas; el otro es The Round, firmado con el seudónimo de Eduardo Santiago. Dudo que en este mundo haya cien personas que se interesarían en este último libro. Es uno de los más extraños que conozco, aunque el tema, la apocatástasis, es uno de los temas perennes de la religión y la filosofía. Una de las cosas más monstruosas de esta única y limitada edición de la obra, es el error de ortografía cometido por el impresor. A lo alto de todas las páginas, con letra llamativa, dice: apocastasis. Pero más monstruoso todavía, algo que haría trepidar de espanto a los que aman a Blake, es la reproducción de la mascarilla de William Blake (de la National Portrait Gallery de Londres) que aparece en la página 40.
Como he hablado con cierta extensión del uso del diccionario, de las definiciones y del hecho de que no definen, y dado que el lector común no tenderá a reconocer la importancia de una palabra como apocatástasis, quisiera reproducir tres definiciones ofrecidas por el diccionario no abreviado Funk & Wagnall:
-1.—Regreso a o hacia un lugar o condición previa; restableci­miento; restauración completa.
-2.—Teología. Restauración final a la santidad y favor de Dios para todos los que murieron impenitentes.
-3.—Astronomía. Retorno periódico de un cuerpo giratorio al mis­mo punto de su órbita.-
En una nota al pie de la página 4, Santiago consigna lo siguiente, tomado de Virgile, por J. Carcopino (París, 1930):
“Apocatástasis es la palabra que los caldeos ya usaban para descri­bir el retorno de los planetas, en la esfera celeste, a los puntos simé­tricos a su partida. También es la palabra que empleaban los médicos griegos para describir el retorno del paciente a la salud.”
En cuanto al librito de Frederick Cárter —Symbols of Revelation— quizá sea interesante saber que el autor de este libro proporcionó a D. H, Lawrence un material de incalculable valor para escribir Apocalypse. Sin saberlo, Cárter también me proporcionó, por medio de su libro, el material y la inspiración con los cuales espero algún día escribir Draco and the Ecliptic (Dracón y la Eclíptica). Creo que esta obra, sello o piedra cumbre de mis “novelas autobiográficas”, según las llaman, será una obra condensada, transparente y alquímica, fina como una oblea y absolutamente hermética.
El más grande de todos los libritos es, por supuesto, el Tao Teh Ch'ing. Presumo que no solamente constituye un ejemplo de supre­ma sabiduría sino que también es excepcional en su condensación del pensamiento. Como filosofía de la vida no solamente tiene cohe­rencia con los sistemas de pensamiento más voluminosos propuestos por otras grandes figuras del pasado, sino que, a mi entender, los supera en todos los sentidos. Posee un elemento que lo separa por completo de otras filosofías de la vida: el humor. Aparte el célebre seguidor de Lao-tse que viene varios siglos después, no volvemos a encontrar humor en estas encumbradas regiones hasta Rabelais. Sien­do médico, además de filósofo e imaginativo escritor, Rabelais hace aparecer el humor como lo que realmente es: el gran emancipador. Pero al lado del suave, sagaz y espiritual iconoclasta de la antigua China, Rabelais parece un cruzado desaliñado. Quizá el Sermón de la Montaña sea la única pieza breve de sabiduría que podría compararse al evangelio en miniatura de sabiduría y salud de Lao-Tse; puede que sea un mensaje más espiritual que el de Lao-tse, pero dudo que con­tenga mayor sabiduría. Está, por supuesto, totalmente desprovisto de humor.
Dos libritos de literatura pura, que pertenecen a una categoría apropiada a mi manera de pensar, son Seraphita de Balzac y Siddharta de Hermann Hesse. Leí por primera vez Seraphita en francés, en una época en que mi francés no era nada bueno. El hombre que dejó el libro en mis manos empleó esa refinada estrategia de que hablé pre­viamente: no dijo casi nada sobre el libro, excepto que era un libro para mí. Viniendo de él, el incentivo bastó. Había sido realmente un libro “para mí”. Llegó exactamente en el momento oportuno de mi vida y ejerció con toda precisión el efecto deseado. Desde entonces, si pudiera expresarlo así, “experimenté” con él entregándolo a perso­nas que no estaban preparadas para leerlo. Con estos experimentos aprendí mucho. Seraphita es uno de esos libros realmente raros que se abren paso solos. “Convierten” a un hombre o lo aburren y lo con­trarían. La propaganda nada puede hacer por fomentar su difusión. En efecto, su virtud radica en esto, en que nunca son leídos con prove­cho, salvo por unos pocos elegidos. ¿Acaso no conocemos la exclama­ción de ese joven estudiante vienes que, abordando a Balzac en la calle, imploró permiso para besar la mano que escribió Seraphita? Las modas, sin embargo, no tardan en extinguirse y es una suerte que así sea, porque sólo entonces emprende un libro su verdadera jornada camino de la inmortalidad.
Leí por primera vez Siddhartha en alemán, después de no haber leído nada en ese idioma desde por lo menos treinta años. Era un libro que tenía que leer a toda costa porque, según me dijeron, fue el fruto de la visita de Hesse a la India. No había sido traducido al in­glés y en esa época me resultaba difícil conseguir la versión francesa de 1935, editada por Grasset en París. Pero de pronto me encontré con dos ejemplares en alemán, uno que me envió mi traductor Kurt Wagenseil, y el otro, la esposa de George Dibbern, autor de Quest. Apenas hube terminado de leer la versión original, cuando mi amigo Pierre Laleure, librero de París, me envió varios ejemplares de la edi­ción de Grasset. Inmediatamente releí el libro en ese idioma, para descubrir con la consiguiente satisfacción que no había perdido para nada el aroma ni la sustancia del libro debido a mis escasos conoci­mientos de alemán. Muchas veces desde entonces he comentado a mis amigos, y hay verdad en la exageración, que aunque Siddhartha solamente hubiese estado disponible en turco, finés o húngaro, lo habría comprendido igual, aunque no conozco ni una palabra de esas extrañas lenguas.
No es del todo exacto decir que experimenté el imperioso deseo de leer este libro porque Hermann Hesse haya estado en la India, sino porque la palabra Siddhartha era un adjetivo que siempre yo había asociado con Buda y, por lo tanto, me abrió el apetito. Mucho antes de aceptar a Jesucristo, había abrazado a Lao-tse y a Gautama el Buda. ¡El príncipe de la ilustración! De alguna manera ese apelativo nunca pareció cuadrar para Jesús. Mi concepción del dulce Jesús era la de un hombre atribulado. La palabra ilustración tocó en mí una cuerda armónica; bien o mal, pareció quemar todas las demás pala­bras asociadas con el fundador del cristianismo. Me refiero a palabras como pecado, culpa, redención y así sucesivamente. Hasta hoy toda­vía prefiero el gurú a un santo cristiano o al mejor de los doce discípu­los. En torno al gurú siempre brilla y siempre brillará ese aura, tan preciosa para mí, de la “ilustración”.
Quisiera hablar extensamente de Siddharta, pero, tal como suce­de con Seraphita, sé que cuanto menos diga tanto mejor. En conse­cuencia, me conformaré con citar —para beneficio de los que saben leer entre líneas— algunas palabras tomadas de un boceto autobio­gráfico de Hermann Hesse en el número de Horizon de Londres apa­recido en septiembre de 1946.
También hallé completamente justo otro reproche que (sus amigos) me hicieron: me acusaron de que carecía de sentido de la realidad. Ni mis escritos ni mis pinturas coinciden de hecho con la realidad, y al componer muchas veces olvido to­das las cosas que el lector educado exige de un buen libro, y, más que nada, me falta un verdadero respeto por la realidad.
Veo que inadvertidamente he tocado uno de los vicios o debilida­des del lector demasiado apasionado. Lao-tse dice que “cuando un hombre que pretende reformar el mundo emprende la tarea, com­prueba fácilmente que la tarea no tendrá fin”. ¡Demasiado cierto, por desgracia! Cada vez que me siento impulsado a abogar por un nuevo libro —con todos los poderes que hay en mí— creo más trabajo, más angustia, más frustración para mí mismo. He hablado de mi manía de escribir cartas. He dicho que tomo asiento, después de cerrar un buen libro, para informar a todos mis amigos sobre él. ¿Admirable? Puede que sí. Pero también es una tontería y un derroche de tiempo. Los mismos hombres que trato de interesar —críticos y editores— son los que menos se entusiasman por mis entusiastas pregones. En verdad he llegado a creer que mi recomendación basta para que los directores y editores pierdan interés en un libro. Todo libro que pa­trocino o para el cual escribo un prefacio o comentario, parece conde­nado al fracaso. Creo que quizá por debajo de esta situación haya una ley profunda y justa. Expresaré como mejor pueda esta ley no escrita: “No te metas en el destino de otro, aunque no sea otra cosa que un libro”. También voy comprendiendo más y más por qué procedo con tanta impulsividad en estas cosas. Se trata, aunque resulte triste decir­lo, que me identifico con el pobre escritor al que trato de ayudar. (Para revelar un aspecto ridículo de la situación, diré que algunos de estos autores están muertos desde hace mucho tiempo. ¡Ellos me ayu­dan a mí y no yo a ellos!). Por supuesto, siempre lo planteo ante mí mismo de esta manera: “¡Qué lástima que Fulano de Tal no haya leído este libro! ¡Cómo le agradaría! ¡Cuánta sustancia tiene!” Nunca dejo de pensar que los libros que otros encuentran por su cuenta pueden servir igualmente bien.
Fue debido a mi exagerado entusiasmo por libros como The Absolute Collective (El Colectivo Absoluto), Quest, Blue Boy (Niño Azul), Interlinear to Cabeza de Vaca, el Diario de Anais Nin (que todavía existe sólo en manuscrito) y otros, muchos otros, por lo que comencé a importunar a la perversa y huidiza tribu de directores y editores que dictan al mundo lo que debemos leer o no. Con respecto a dos escri­tores en particular, he escrito las cartas más ardientes y urgentes ima­ginables. Un niño de escuela no habría sido más entusiasta e ingenuo que yo. Recuerdo que al escribir una de estas cartas hasta lloré. Iba dirigida al director de una colección de libros de bolsillo bien conoci­da. ¿Creen ustedes que el individuo se conmovió por mi irrefrenable emoción? Tardó exactamente seis meses en contestar, pero dijo, con ese estilo frío e hipócrita que emplean muchas veces los directores de editoriales, que con profundo pesar “ellos” (siempre los caballos negros) habían llegado a la conclusión (la cantilena de siempre) de que mi hombre no era conveniente para su colección. Gratuitamente citaron las excelentes ventas que tenían Homer (muerto hace mucho) y William Faulkner, a los que habían decidido editar. La indiferencia era: búsquenos escritores como estos y morderemos el anzuelo. Por fantástico que parezca, es la verdad. Es exactamente la manera de pensar de los editores.

No obstante, este vicio mío, según veo, es inofensivo comparado con los de los fanáticos políticos, los intrigantes militares, los cruza­dos del vicio y otros tipos detestables. Al propalar al mundo mi admi­ración y afecto, mi gratitud y reverencia, por dos escritores franceses vivos, Blaise Cendrars y Jean Giono, no creo hacer ningún daño. Qui­zá peque de indiscreto; quizá se me considere un bobo ingenuo, quizá se me critique con justicia o no por mi gusto o por mi falta de gusto; quizá sea culpable, en el más elevado sentido, de “manosear” el destino de los demás; quizá me rebaje por convertirme en un “pro­pagandista” más, ¿pero acaso perjudico a alguien? Ya no soy joven. Tengo, para ser exacto, cincuenta y ocho años. (-Je me nomme Louis Salavin-). En lugar de ser menos apasionado con los libros, encuentro que sucede lo contrario. Quizá mis extravagantes manifestaciones contengan un elemento de insensibilidad, pero nunca fui lo que se llama “discreto” o “delicado”. El mío es un toque tosco, pero honesto y sincero, de todos modos. Así, si soy culpable, pido perdón de ante­mano a mis amigos Giono y Cendrars. Les ruego que me desahucien si vuelco el ridículo sobre sus cabezas. Pero no me abstendré de hablar. El curso de las páginas precedentes, el curso de toda mi vida, en efecto, me lleva a esta declaración de amor y adoración.

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