I. La urbe
socialista y la ciudad del porvenir
Si el arribo a Moscú es por la mañana y viniendo del Norte, la ciudad queda
de lado y a dos piernas, con el Moscova de tres cuartos. Si la llegada es por
la tarde y viniendo del Oeste, Moscú se pone colorado y los pasos de los
hombres ahogan el ruido de las ruedas en las calles. No sé cómo será la llegada
a Moscú por el Este y al mediodía, ni cómo será el arribo a medianoche y por el
Sur. ¡Una lástima! Una falta geográfica e histórica muy grave. Porque para
«poseer» una ciudad certera mente, hay que llegar a ella por todas partes. Si
Paul Morand hubiera así procedido en Nueva York, El Cairo, Barcelona, Roma,
Bombay, sus reportajes no sufrirían de tamaña banalidad.
Esta vez llego a Moscú al amanecer. El tren viene de Leningrado, y es en
los comienzos del otoño. Un kulak y
dos mujiks viajan en mi
compartimiento, que aun siendo de tercera clase, lleva cuatro camas, como un
camarote. En Rusia, tanto los pasajeros de «pullman» como los de tercera,
disfrutan de una cama ferroviaria. Porque el «pullman» existe actualmente en
Rusia. «¿Cómo? —se preguntan las gentes en el extranjero—. ¿Subsiste la
división de clases y las categorías económicas en los ferrocarriles soviéticos?…
¿Cuál es entonces la igualdad introducida por la revolución?… En un país donde
impera la justicia y donde no hay ricos ni pobres, tampoco debería haber
primera, segunda ni tercera…». Pero en estas exclamaciones se padece de dos
errores. En primer lugar, ya se yerra al suponer que la igualdad económica
puede producirse y reinar, de la noche a la mañana, por un simple decreto
administrativo o por acto sumario y casi físico de las multitudes, como si se
tratase de la nivelación topográfica de un camino o de un jardín. La igualdad
económica es un proceso de inmensa complejidad social e histórica, y su
realización se sujeta a leyes que no es posible violentar según los buenos
deseos de los individuos y de la sociedad. La democracia económica depende de
fuerzas y directivas sociales independientes, por así decirlo, de la voluntad o
capricho de los hombres. Lo que, a lo sumo, puede hacerse es transformar el
ritmo y la velocidad del proceso, pero no forzarlo con medidas eléctricas y más
o menos mágicas. No es, pues, serio atribuir al Soviet el poder de realizar de
golpe y en los trece años que lleva en el Gobierno, la democracia económica
completa, y tan completa que pueda ya reflejarse en mínimas relaciones de la
vida colectiva, como es la cuestión de las clases de los trenes, El error
reside en que, aun suponiendo que la igualdad económica fuese un hecho
absolutamente logrado por el Soviet, se olvida que en Rusia hay extranjeros de
paso y que estos extranjeros son, en su mayoría, ricos. El Soviet no puede
obligar a un millonario yanqui, inglés o alemán, a que sea pobre o viaje como
pobre. Si así lo hiciese, nadie iría a Rusia y se llegaría al aislamiento de
este país del resto del mundo. Precisamente, la primera de todos los trenes
rusos va ocupada exclusivamente por extranjeros.
Al entrar el tren en Moscú, son las siete de la mañana. Un sol caliente
sube por un cielo sin nubes. No se produce en el tren ese aprieto y tumulto que
se ve en otros países a la llegada a una estación. ¿Por qué? Entre otras
causas, porque el número de pasajeros que van a bajar en Moscú es relativamente
reducido, y su descenso del tren puede, en consecuencia, realizarse
holgadamente. Con idéntica holgura ha subido y bajado mucha gente en las
distintas estaciones del tránsito. Y esta ausencia de prisas y congestiones en
el movimiento de pasajeros es fruto del nuevo calendario que el Soviet acaba de
poner en vigencia, en reemplazo del antiguo calendario religioso. Se ha
instaurado el año de trabajo continuo, con la semana de cuatro días laborables
y uno de reposo. Este último no es el mismo para todos los trabajadores. Una
rotación especial de las semanas establece que cada quinta parte de la
población disfrute de reposo hebdomadario el día en que las cuatro quintas
partes restantes trabajan. De este modo, y siguiendo el turno, para unos el día
de reposo es hoy; para otros, mañana; para otros, pasado mañana, y así
sucesivamente. Se ha instituido, de otro lado, el día de trabajo continuo, y
los equipos de obreros se suceden siguiendo una rotación destinada, asimismo, a
repartir el tráfico por igual entre todas las otras horas del día. El tiempo
así estructurado ha producido, entre otros resultados prácticos y económicos
realmente sorprendentes —tales como el añadir sesenta días más de trabajo a la
producción económica anual—, la descongestión automática del tráfico, Los
trenes llevan todos los días un número más o menos uniforme de, pasajeros; no
hay en las estaciones días y horas de angustiosa aglomeración al lado de otros
de vacío absoluto. Esto, que los países capitalistas más importantes no pueden
realizar, pese a los innumerables ensayos emprendidos por la Gran Bretaña,
Alemania, Estados Unidos y Francia, ha sido resuelto de golpe por el Soviet.
Cuando el extranjero baja del tren y entra en las calles de Moscú, a sus
restaurantes, a sus teatros, clubs obreros, bazares, cinemas y demás focos de
aglomeración ciudadana —cualquiera que sea la hora, el día o el mes del año—,
palpa de modo más directo aún los beneficios del nuevo calendario soviético sobre
el movimiento de la ciudad. Ningún embotellaje. Ningún espectáculo de desorden,
de disputa e imprecaciones del público, motivado por la congestión de la
multitud. Ningún servicio ad hoc de
policía. No circula ciertamente en Moscú la enormidad de vehículos que circula
en Nueva York, en Londres, en París, en Berlín, en Viena. Pero la población de
Moscú (dos millones y medio de habitantes) es, con relación a su área y
capacidad de alojamiento, superior a la de cual quiera de las urbes
capitalistas, y ella va creciendo día a día y con rapidez pasmosa. De otro
lado, la intensidad y orden del tráfico de una ciudad no se reflejan tanta en
las calles, sino en otros centros y núcleos colectivos, destinados al trabajo,
al comercio y a los espectáculos públicos. Es aquí donde el Soviet deja ver la
forma armónica y radical con que se ha resuelto en Rusia el problema del
tráfico urbano.
Una vez más hay que convencerse de que los problemas sociales deben ser
afrontados en sus bases económicas profundas, y no en sus apariencias. La
cuestión del tráfico no es del resorte policial ni municipal; ella es más bien
esencialmente económica, y su solución no es tan fácil como se imagina
cualquier prefecto de policía capitalista, sino que está entrañada y depende de
la estructura intrínseca del Estado y de las relaciones sociales de la
producción. La dación de un nuevo calendario destinado a organizar
científicamente las exigencias modernas del movimiento urbano, no puede venir
sino de un Gobierno socialista, cuya gestión se apoya en la síntesis organizada
y realmente soberana de los intereses colectivos. En el Estado burgués, la
anarquía y contradicciones que emanan de la división de la propiedad, impiden
las transformaciones de conjunto, y cualquier medida que, en una u otra forma,
contradiga o hiera una parte de los intereses particulares en juego, resulta
literalmente imposible.
* * *
Burgo, entre mongol y tártaro, entre búdico y cismático-griego, Moscú es
una gran aldea medieval, en cuyas entrañas maceradas y bárbaras se aspira
todavía el óxido de hierro de las horcas, el orín de las cúpulas bizantinas, el
vodka destilado de cebada, la sangre de los siervos, los granos de los diezmos
y primicias, el vino de los festines del Kremlin, el sudor de mesnadas
primitivas y bestiales. Cada rincón de la ciudad lo testifica plásticamente: su
plano irregular y abrupto, sus muros amarillos y blancos, las calzadas
empedradas, los tejados rojos y salpicados de musgo; en fin, el decorado
elemental y asiático.
Sólo que junto a las ruinas del pasado anterior a 1917, se advierten las
ruinas y devastaciones producidas por la revolución de octubre y las guerras
civiles que la siguieron. El bombardeo, los saqueos y destrucciones se hallan
aún impresos en las puertas desquiciadas, en las ventanas rotas, en los techos
volados, en los muros partidos, en los monumentos y edificios mutilados.
Especialmente, las iglesias, los palacios y las estatuas sufrieron una revisión
histórica implacable. Se ve que, aparte de la ruinosa ciudadela de Iván el
Terrible, sobrevive allí la ruinosa ciudadela de la revolución, es decir, los
vestigios de un tremendo huracán político.
Pero, además de ser Moscú un conjunto de ruinas prerrevolucionarias y un
conjunto de escombros de la revolución, es la capital del Estado proletario. La
urbanización obrera se acelera con ritmo sorprendente. Esta urbanización abraza
dos actividades: construcción de casas totalmente nuevas y transformación de
las antiguas en alojamientos colectivos para obreros. Una tercera parte de la
ciudad es ya nueva. A la margen izquierda del Moscova, la casi totalidad de las
casas son de reciente construcción. ¿Su estilo? Un estilo rigurosamente
soviético. Sobriedad de concepción, líneas simples, ángulos rectos, material
sólido, ingeniería despreocupada del absorbente mito monumental y decorativo de
la arquitectura de Occidente. Nada más lejos, por otro lado, de la miseria
arquitectónica de las «casas para obreros» que el capitalismo construye —cuatro
muros y un techo—, como si se tratase de encerrar en ellas, no ya a seres
humanos, sino a boyadas de trabajo o ganado de camal. Las casas proletarias del
Soviet son amplias, confortables, higiénicas. Sobre todo, higiénicas. Cada casa
es una pequeña ciudad, con jardines, biblioteca, salas de baño, club y hasta teatro. Nada de colorines
murales. Nada de banal ni de superfluo. Nada de barroco ni de churrigueresco.
Se ha pretendido asimilar estas construcciones al rascacielo de Nueva York y a
la nueva arquitectura alemana. Mas ni ésta ni aquél reúnen, como la arquitectura
soviética, el confort y la sencillez,
la elegancia y la simplicidad, la solidez y la belleza.
A cada uno de estos tres aspectos urbanos de Moscú corresponde un sector
social particular. La población reaccionaria se destaca y diferencia
rotundamente del elemento bolchevique y de las masas obreras soviéticas. Son
tres capas sociales, cuya mentalidad, costumbres e intereses diversos y, a
veces, opuestos, coexisten, sin embargo, en la ciudad actual. Luc Durtain lo ha
constatado en parte, aunque clasificando la población por generaciones, es
decir, con criterio individualista, en lugar de clasificarla según los ciclos
del progreso social, es decir, con criterio colectivo. Luc Durtain sigue un
procedimiento geológico y, para estudiar el fenómeno ciudadano, le da cortes
verticales, en lugar de seguir un procedimiento biológico, seccionándolo
horizontalmente. Luc Durtain, siendo médico, olvida el método de Darwin. Nos
gustaría ver cómo Durtain estudia un tallo, cortándolo fibra a fibra, en vez de
darle cortes horizontales.
* * *
Contemplando el panorama de Moscú, desde una de las torres del Kremlin,
pienso en la ciudad del porvenir. ¿Cuál será el tipo de la urbe futura? La
ciudad del porvenir, la urbe futura, será la ciudad socialista. Lo será en el
sentido en que Walt Whitman concibe el tipo de gran ciudad: como el hogar
social por excelencia, donde el género humano realiza sus grandes ideales de
cooperación, de justicia y de dicha universales. Lo será en el sentido en que
Marx y Engels la conciben: como la forma más avanzada de las relaciones
colectivas, cuando la sociedad cesa de ser una jauría de groseros
individualismos, un lupanar de instintos bestiales —y menos que bestiales,
viciosos—, para empezar a ser una estructura política y económica esencialmente
humana, es decir, justa y libre y de una libertad y una justicia dialécticas,
cada vez más amplias y perfectas.
¡La ciudad del porvenir! ¿Dónde, en efecto, y mejor que en la ciudad
socialista, podrá producirse ese maravilloso fenómeno futuro? Porque la ciudad del
porvenir ha de ser construida sólo por el socialismo, y ella misma ha de ser la
más prodigiosa cristalización socialista de la convivencia humana. Concebir la
urbe del porvenir dentro del sistema capitalista —como lo hacen los filósofos,
profetas, políticos y escritores burgueses— es un absurdo y un contrasentido.
Equivale a pretender edificar un rascacielo de mil pisos con barro o cualquiera
otro de los materiales deleznables y rudimentarios empleados en las
construcciones primitivas.
No es la ciudad del porvenir Nueva York. El simple espectáculo de sus
maravillas mecánicas no la inviste del título ni de las cualidades suficientes
para ser la urbe del futuro. Estas maravillas mecánicas constituyen apenas uno
de los materiales —el más anodino— del tipo de ciudad a que aspira la
humanidad. Indudablemente, el confort
material, las facilidades de rapidez y precisión con que el progreso industrial
encauza y motoriza la vida urbana, son necesarios a la ciudad del porvenir. Mas
no basta que la sociedad produzca y consuma estos elementos de vida, al azar.
Menester es que su producción y consumo se democraticen, se socialicen.
Menester es socializar el trabajo, la técnica, los medios e instrumentos de la
producción, de una parte; y de la otra, la riqueza. El mundo de los justos no
es posible sin esta doble socialización. ¿Los Estados Unidos la han realizado?
El capitalismo, en general, lleva consigo, según Marx, los gérmenes de ambos
procesos. Pero en los Estados Unidos, el progreso de la técnica ha determinado
únicamente una cierta socialización del trabajo. Los medios e instrumentos de
la producción —fábricas y tierras— y los productos, continúan de propiedad de
unos cuantos. La fabricación de un alfiler es obra de cincuenta obreros; está
socializada, está hecha en sociedad. Pero el dueño del alfiler, el que se
aprovecha de su venta —una vez deducida una mínima parte para el pago de los
jornales—, es un solo patrón, dos o cuatro. A Nueva York le falta, pues, la
socialización integral del trabajo, de las fábricas y de los productos.
Mientras en los Estados Unidos la propiedad, el trabajo y la riqueza no se
hayan socializado integralmente, no es ni será Nueva York la ciudad del
porvenir. Para que las maravillas mecánicas y eléctricas de Nueva York hagan de
esta urbe la ciudad del porvenir, deben ser socializadas en su creación y en su
aprovechamiento. Si esto no sucede y si, por el contrario, la propiedad, los
progresos de la técnica, el trabajo y los productos se basan, como hasta ahora,
en la injusticia, en la explotación de la mayoría por una minoría y en la
división de clases, Nueva York seguirá siendo una selva de acero en que se
desarrolla el drama regresivo y casi zoológico de millones de indefensos
trabajadores, devorados por unos cuantos patronos, y sus maravillas
industriales —tan decantadas ya y exageradas— seguirán siendo el producto
sangriento e inhumano de ese drama,
* * *
Por lo demás, y siempre que no se trate de estudiar científicamente la
realidad, sino simplemente de opinar según los gustos, intereses personales,
sentimientos de clase o prejuicios afectivos, hay mil maneras de plantear un
problema y otras mil de resolverlo, de deducir hipótesis o de formular
profecías. No me refiero aquí a las opiniones de escritores exclusivamente
literarios y tragaleguas, a lo Paul Morand, ni a las de pensadores de, suma
especulación metafísica, a lo Massis. Ya pueden estos publicistas divagar al
infinito sobre ésta y otras cuestiones, con alegatos y dialécticas más o menos
fascistas o socialistas por snob. El
daño y desviación que ellos producen en el criterio internacional no son muy
graves para detenerse a refutar seriamente sus ideas y teorías. Aquí me refiero
más bien a las ideas y teorías de uno de los publicistas liberales de mayor
boga científica en Europa: a Lucien Romier, que pasa por ser un sociólogo de
laboratorio y por plantear y tratar los fenómenos sociales con riguroso y hasta
revolucionario método objetivo.
¿Cómo estudia Lucien Romier la génesis, formación y devenir de las ciudades
en general, Nueva York y Moscú inclusives? Romier aplica a esta cuestión el
criterio unilateral, incompleto y gastado de las aguas. Según Romier, no hay
más que dos imperios: el imperio de los mares y el imperio de los grandes ríos.
Cuando ambos se juntan, producen el supremo poderío, como en el caso de
Londres. Toda gran ciudad, situada está sobre un río o sobre un puerto
marítimo. Las ciudades de irradiación universal explotan lo más o menudo un
estuario o comunican con él. Nueva York, sobre el estuario del Hudson, en el Atlántico,
es otro ejemplo de gran urbe destinada a un gran porvenir.
Verdad es que Romier reconoce que, contra la grandeza creciente de Nueva
York a base hidrográfica, hay ahora una arma nueva y terrible: la navegación
aérea. «La circulación —dice Romier—, antes esclava de los peajes y sometida
luego a los Estados, opera hoy con absoluta soberanía. Ella se ha liberado de
los ríos, de los valles, de las montañas, y se liberará también del océano. Con
el avión, el hombre ha abolido una distinción fundamental en la geografía de
los viajes y del comercio: la distinción entre la tierra y el mar. El avión
triunfará de los, mares, no sólo porque gasta menos energía humana que el
navío, sino porque su utilidad y sus posibilidades de progreso tenderán más y
más a abreviar las distancias y los plazos marinos». Sin embargo, Romier, de
razonamiento en razonamiento, elude la tesis exclusivamente aérea en cuestión,
y, mediante un enorme bostezo deductivo, utiliza al servicio de su tesis
hidrográfica el propio valor aviónico a que alude.
Y Romier discurre en estos términos: ¿Cuáles serán en el porvenir los
países mejor equipados de transportes aéreos? Estos países serán precisamente
los países de mayor litoral marítimo y fluvial.
Porque, para Romier, el avión, en suma, no tendrá casi utilidad terrestre
en el porvenir, pues cada país llegará a tal punto a poblarse de aldeas y
ciudades, que éstas estarán casi pegadas entre sí y no tendrán necesidad de una
locomoción parecida. En cambio, la aviación marítima será la que decida de la
suerte de los países y de las capitales. Por otro lado, psicológicamente, los
pueblos de mayor vocación aérea son los pueblos marítimos. «Más pronto —dice
Romier— un mal marino se hace un gran aviador, que un hombre continental un
aviador mediocre».
La teoría de Romier asigna, en fin de cuentas y según sus dos tesis,
hidrográfica y aviónica, una gran fortuna a Londres y, sobre todo, a Nueva
York, ya que, como él dice, esta última urbe disfruta del excepcional
privilegio de hallarse situada, como ninguna otra, en la encrucijada de una
gran corriente de circulación marítima y de una fuerte atracción de origen
continental. ¡Qué triste suerte, por el contrario, para Berlín, París y, más
aún, para Moscú, situada más que todas ellas lejos del Océano, y sin comunicación
con un estuario!
Por fortuna, la doctrina de Romier es falsa y apasionada, pese a sus
apariencias científicas e imparciales. Su falsedad arranca de la ideología
anticuada de Romier. Su apasionamiento reside en el espíritu clasista del
autor.
Romier, en efecto, no hace sino reconsiderar la fallida teoría hidrográfica
de la vieja sociología naturalista, para la cual los fenómenos sociales y
económicos se explican únicamente por las leyes del medio natural (tierras,
aguas, clima). Romier hace suyo el célebre principio de los fisiócratas: «Las
leyes constitutivas de la sociedad son las leyes del orden natural». Romier se
queda aquí y rechaza o no concibe la influencia del medio social sobre la
naturaleza y sobre la propia sociedad, influencia que, según Marx, toma día a
día un peso decisivo en los destinos y transformaciones sociales. La rezagada
visión de Romier apenas le permite entrever ligeramente la posibilidad
abstracta de que el avión —que es una fuerza creada por la sociedad— pueda
destruir la influencia y preponderancia hidrográficas en la suerte de las
ciudades. Hasta aquí y no más allá llega la estancada mentalidad de Rumien, y
aquí empieza su ceguera orgánica, producto genuino de sus prejuicios clasistas.
Aquí empieza, para salvar sus tesis en peligro, a echar mano a la sutileza, al
ingenio y al sofisma, contra Moscú y los destinos del Soviet. Es cierto que,
cuando Romier estudia esta cuestión, no alude ni se propone impugnar la
revolución social, de cuya suerte depende el futuro de urbes y naciones. Sin
embargo, quien haya leído sus libros América
o Europa y El hombre nuevo,
reconoce fácilmente su temperamento político y su aversión tácita y acaso
subconsciente por el comunismo y el método marxista. Nada tiene, pues, de
extraño que ignore o no comprenda la doctrina socialista que atribuye a la
sociedad y a la naturaleza una influencia recíproca, tendiendo la primera,
constante y progresivamente, a dominar
a la segunda, valiéndose de los progresos infinitos de la técnica. Romier no
acepta que los progresos, de la circulación decidan un día —por sobre los ríos,
los estuarios y los mares— del desarrollo de una urbe. De aceptar esta verdad,
Romier se vería obligado a dejar abierta la puerta del porvenir a las ciudades
que, como Moscú, no caen dentro de las conclusiones favorables de sus tesis y
en las que, en cambio, la técnica empieza a cobrar un vuelo nunca visto
mediante la socialización, más o menos evolutiva o revolucionaria, de la
producción. Y esto es justamente lo que Romier no concibe ni toleraría.
* * *
Al instalarnos en el automóvil, le pregunto a Boris Pessis, secretario de
Voks (Oficina de relaciones intelectuales internacionales) por el movimiento
automovilístico en las ciudades soviéticas.
Como usted ve —me dice en tanto atravesamos las primeras calles de Moscú—,
no hay muchos automóviles en Rusia. Unos doscientos en Moscú, otros tantos en
Leningrado y todavía menos en provincias.
—¿Las causas?
—En primer lugar, toda la producción de maquinaria la enfoca actualmente el
Soviet hacia la industria y la agricultura. En segundo lugar, la circulación
ciudadana en automóvil no exige aún, desde el punto de vista comercial y
económico de las ciudades, mayor número de carros que el que ahora existe.
Dentro de la concepción soviética de la convivencia urbana, la velocidad es una
cuestión estrictamente económica…
—Lo comprendo. Nueva York, por ejemplo…
—El esquema es éste: a mayor riqueza, mayor velocidad. En el terreno mismo
de la técnica de producción, una máquina, un aparato, un útil se mueve más rápidamente
cuanto más dinero ha costado su fabricación.
—Hasta cierto punto —le observo a Boris Pessis—. Porque si ha habido robo o
despilfarro en la fabricación del útil o de la máquina…
—Hablo, naturalmente, del coste verdadero de la fabricación. Pues bien; la
velocidad, como expresión que es del desarrollo económico de un país o de una
ciudad, sigue, en cierto modo, las modalidades sociales de la economía, En
Nueva York, juzgadas las cosas en este plano, la población se divide en dos
sectores: el proletariado de base y la gente pobre, de un lado, y del otro, la
burguesía y el proletariado técnico. Para el primer sector, la velocidad
ciudadana es mínima. Para el segundo es mayor, excelente, vertiginosa. Para la
masa pobre sólo existe el metropolitano y el tranvía, con todas sus
limitaciones y embarazos de tiempo, precio y aglomeración. Para los patronos y
los obreros técnicos están los automóviles públicos o particulares, hasta para
ir a comprar un botón, y a la hora que se quiere. Pero en Rusia, la realidad es
distinta. Dentro de la vida soviética de las ciudades, no hay esos dos sectores
de población, rápido el uno y au relenti
el otro. Nadie, absolutamente nadie, anda en automóvil en Moscú. Mire usted ese
carro que pasa por allí… —añade Boris Pessis, señalando con el índice la Plaza
de la Revolución.
Yo observo largamente en torno nuestro. La totalidad de los transeúntes van
a pie. De cuando en cuando pasa un tranvía repleto. ¡Un automóvil! Es el que
indica Pessis. Trato entonces de ver la clase de personas que le ocupan y le
digo a mi acompañante:
—¿Pero quiénes son, entonces, los que van en ese automóvil?
—Son funcionarios y empleados del Soviet. El integro de los pocos
automóviles existentes, está dedicado a los servicios del Estado y de la cosa
pública: sindicatos de producción, cooperativas, etc.
—Pero yo he viajado en taxi en Leningrado —le observo a Boris Pessis.
—En Rusia hay sólo unos cuantos taxis destinados a los turistas o
extranjeros de paso en las ciudades, que, en general, son ricos o acomodados, y
a quienes el Soviet debe dar facilidades, satisfaciendo sus hábitos de
velocidad y confort, propios de su clase social. Fuera de esta excepción,
esporádica y extraña a la existencia soviética, y que sólo sirve al interés
turístico del país, no hay —como está usted viendo— ni taxis ni automóviles
particulares.
—¿Pero los habrá algún día? ¿Cuándo y cómo irrumpirá la velocidad en la
vida ciudadana soviética?
—Eso ya es otra cuenta. Todo el mundo anda en Moscú en tranvía o a pie,
porque la vida económica ciudadana marcha bien —si se nos permite la frase— en
tranvía y a pie. La potencia económica del Soviet está, por ahora, operando en
el campo y en la fábrica, en las minas, en los puertos, en los ferrocarriles,
en las instalaciones mecánicas, en la electrificación industrial del país. La
ciudad —y cuanto se relaciona con ella: velocidad, confort, etc.— es ya una forma avanzada del proceso económico de un
país. Dentro del capitalismo norteamericano han surgido últimamente grandes
urbes, como a la minuta, apenas el país cobró su máximo desarrollo económico.
Sólo que en la estructura social de Chicago, San Francisco y Manhattan, la
velocidad, el confort, etcétera,
pertenecen, como repito, solamente a ciertas clases sociales, mientras otras
carecen en gran parte de tales facilidades del progreso.
—Y en Moscú, en Kief, en Leningrado, ¿cómo será resuelta_la cuestión de la
velocidad desde el punto de vista social?
—Cuando la economía soviética haya llegado a producir las ciudades
socialistas a que aspiramos, los medios y resortes de velocidad urbana estarán
repartidos por igual en la masa ciudadana. No hay ahora en Moscú automóvil para
nadie: mañana habrá automóvil para todos.
—Entretanto…
—Entretanto, hay que avanzar a pie o, a la sumo, en tranvía. Los comienzos
de una nueva historia van siempre a pie. El hecho de que nadie aún pueda ir en
automóvil en Moscú no debe alarmar a nadie. Lo alarmante sería que algunos fuesen un día en automóvil a
través de las masas a pie, como ocurre en las urbes capitalistas. Ese sería signo
de que la revolución rusa ha fracasado o va a fracasar. Pero mientras eso no
suceda, lo otro es cosa de pocos años.
Bajamos ante la puerta del hotel Bristol, en Tuerskaya Ulitza y pago el taxi. Un rublo cuarenta, o sea veinte
francos. ¡Una fortuna! En París, un recorrido igual costaría siete francos.
Pero en París gozo de la ventaja de ser un burgués entrañado a la mecánica
igualmente burguesa de la ciudad, mientras que en Moscú soy un burgués extraño
y totalmente al margen de la mecánica económica de Rusia. Debo, pues, pagar
duro, en el mundo obrero, mi diferencia de clase social, como paga también duro
el obrero su diferencia de clase en el mundo capitalista. Es la lucha de clases
de la historia.
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