El accidente de Roland Topor - Fragmento de El Quimérico Inquilino




El accidente



Trelkovsky caminaba por la habitación de un lado a otro. De vez en cuando se acercaba a la ventana, que daba a una especie de pozo con las paredes horadadas de ventanas. Aunque la habitación estaba en un sexto piso, no le llegaba mucha luz, debido a que los edificios circundantes eran más altos. No salió más que para ir a los servicios, que estaban al final de un oscuro corredor. Se acostó temprano.

Naturalmente, se despertó en plena noche, con el cuerpo húmedo de miedo. Acababa de tener una serie de pesadillas espantosas. Escrutó la oscuridad con los ojos abiertos buscando algo que le tranquilizara. Pero la realidad era tan amenazadora como las pesadillas. La oscuridad, después de haber devorado el decorado, lo llenaba todo como una provocación: de esa nada sólo podía surgir algo monstruoso y desconocido. La habitación se había convertido en un caldo de cultivo para los monstruos. Por el momento, aún no se distinguía nada, pero aquella situación seguramente no duraría mucho tiempo. Del mismo modo que los vasos comunicantes, el desbordante cerebro de Trelkovsky pronto derramaría sus terrores en el vacío de la habitación. Éstos, al pasar de un recipiente a otro, se materializarían. Los monstruos presentidos por Trelkovsky cobrarían vida y empezarían a alimentarse de su creador. No debía pensar, era demasiado peligroso.

Por la mañana había tomado la decisión de comprar un arma.

Evidentemente, eso era fácil de decir, pero ¿cómo podría adquirirla? Había leído suficientes novelas de aventuras como para saber que era necesario tener un permiso de armas. Cualquier armero al que se dirigiera se lo pediría. Sin permiso, el comerciante simplemente se negaría a venderle un revólver. A saber, incluso, si no le pediría que le acompañase a la comisaría, o si, con cualquier pretexto, no le retendría hasta que llegaran los agentes. Y, en cuanto a solicitar un permiso en la comisaría, ¿cómo lo justificaría? Si denunciaba el complot de los vecinos, le tomarían por loco. Probablemente intentarían internarle en un sanatorio.

Sería mejor evitar las formalidades legales.

Salió del hotel pegado a las paredes. Uno tras otro, recorrió los bares más turbios del barrio. En varias ocasiones estuvo a punto de preguntarle al camarero si sabía quién podría venderle una pistola, pero no se atrevió. Pagaba enseguida, salía como un ladrón y hacía un nuevo intento en el café de enfrente, o en el de al lado. A primera hora de la tarde abandonó. Estaba un poco bebido, pues había tomado una copa en cada establecimiento visitado para darse un aire desenvuelto. Hacía más de veinticuatro horas que no comía nada, y el alcohol se le subía a la cabeza.

Como último recurso, decidió comprar una de juguete. Había oído decir que algunas pistolas de plomo para niños podían hacer mucho daño. A menudo ocurrían accidentes que lo probaban. Entre otros, le vino a la memoria el caso del niño que se quedó ciego cuando jugaba con un artefacto parecido. Si por un descuido era posible obtener esos resultados, debía de ser fácil conseguir algo mejor, voluntariamente. La empleada de la juguetería le explicó el mecanismo. Trelkovsky abandonó la tienda y deslizó la pistola en su bolsillo. Al verle salir, la tendera sonrió con indulgencia.

Le tranquilizaba la presencia del arma. La estrechaba en la mano para sentir su peso y dimensiones. Ardía en deseos de desmontarla, y de usarla, pero no lo hizo, pues todo el mundo se daría cuenta de que era un juguete. Aceleró el paso para volver al hotel.

Unos gritos le devolvieron bruscamente a la realidad. Tuvo la sensación de que se encontraba en peligro y se llevó rápidamente la mano al bolsillo, pero no le dio tiempo a coger el revólver. El golpe le proyectó a varios metros. Sintió el calor del radiador, pero el coche se detuvo a tiempo.

Era un gran coche americano, aunque no demasiado nuevo. Las partes cromadas estaban deslustradas, tenía un faro roto, la pintura se le caía a desconchones y una de las aletas acusaba las huellas de un golpe.

«Le he destrozado la carrocería —pensó Trelkovsky—. ¡Ojalá que no me meta en un lío!».

Quiso reírse, pero el esfuerzo le resultó muy doloroso.

Empezó a acercarse gente. Le rodeaban y se empujaban unos a otros. Todavía no se atrevían a tocarle, pero seguramente no tardarían en hacerlo. Estaban ansiosos por conocer la importancia de los daños. Trelkovsky se alegró de tener los pies limpios. Eso le evitaría tener que pasar un mal rato cuando llegara al hospital. Un hombre se abrió paso entre la multitud.

—Soy médico, déjenme pasar. Les digo que soy médico, apártense, necesita aire.

Trelkovsky no abrió la boca mientras le palpaban con cautela. El médico intentó hacerle hablar:

—¿Le duele? ¿Puede oírme? ¿Dónde le duele? ¿No puede hablar?

¿Para qué molestarse? Disfrutaba con el placer de no responder cuando le dirigían la palabra. Además se sentía completamente amorfo, incapaz del menor esfuerzo.

Se limitaba a esperar acontecimientos, con cierta indolencia. Todo aquello no le concernía. Intentó ver el coche que le había atropellado cuando... Un gemido se escapó de su boca. El hombre que permanecía inmóvil tras el volante no le era desconocido. Era un vecino.

—Está mal.

—Mire cómo se lamenta.

—Hay que llevarlo a alguna parte.

—Hay un farmacéutico aquí al lado.

Unos voluntarios cogieron a Trelkovsky para llevarlo hasta la farmacia. Dos agentes de policía iban junto al médico, a la cabeza del cortejo. Ya en la farmacia, le tumbaron sobre el mostrador, que se había despejado a toda prisa.

—¿Se encuentra mal? —repitió el médico.

Trelkovsky no respondió. Estaba demasiado preocupado por el vecino, que también había entrado con el grupo. Le vio acercarse a uno de los agentes y conversar con él en voz baja.

El doctor se entregó a un examen más a fondo, y al cabo de un rato reveló sus conclusiones.

—Ha tenido suerte. Ninguna fractura. Ni un tobillo dislocado. No tiene más que algunos rasguños, que desaparecerán en unos días. Ahora nos ocuparemos de ellos. Pero el golpe ha sido fuerte y tendrá que guardar cama si quiere recuperarse.

El doctor, con ayuda del farmacéutico, le cubrió de mercromina y esparadrapo.

—Por supuesto, es conveniente que le hagan una radiografía. Pero no es urgente. ¡Si hubiera sufrido realmente algún daño, se habría quejado! Lo mejor es que repose lo más posible. ¿Dónde vive?

Trelkovsky estaba aterrorizado. ¿Qué decir? El vecino tomó la palabra.

—Este hombre vive en mi casa. Lo menos que puedo hacer por él es llevarle hasta allí.

Trelkovsky intentó incorporarse para huir, pero le retenían varias manos. El forcejeo fue inútil.

—¡No! —imploró—. ¡No! ¡No quiero volver con él!

El hombre sonrió como si se encontrara ante un niño caprichoso.

—Vamos, vamos, yo soy el único culpable de lo que ha sucedido, lo reconozco. Lo más natural es que busque la forma de reparar el daño. Le voy a llevar a casa, y luego llegaremos a un acuerdo sobre una indemnización.

El vecino se volvió hacia el agente con el que había estado hablando.

—¿Ya no me necesita para nada más, señor agente? ¿Ha tomado nota de mi nombre y dirección?

—Puede irse. Recibirá una citación. ¿Se hace usted cargo del herido?

—Sí. Si quiere ayudarme a trasladarlo...

Trelkovsky comenzó a revolverse de nuevo.

—¡No! ¡No le permita que me lleve! ¿No me toma a mí el nombre y la dirección?

—Ya lo he hecho. El señor ha tenido la amabilidad de facilitármelos.

—¡Es un asesino! ¡Me va a matar!

—Es el shock —murmuró uno de los presentes.

—Tiene que dormir, voy a ponerle una inyección.

—¡No! —rugió Trelkovsky—. ¡Nada de inyecciones! Nada de inyecciones. ¡Me quieren matar! ¡Impídaselo! ¡Sálveme!

Trelkovsky empezó a gemir.

—Por favor, sálveme. Lléveme a cualquier parte, pero no les permita que me maten...

Le pusieron la inyección.

Trelkovsky se sintió transportado por hombres que caminaban rápidamente. Tenía sueño. La inyección. Intentó protestar de nuevo. Trataba de resistirse con todas sus fuerzas al sueño. Ya estaba en el coche. El coche empezaba a moverse.

Consiguió mantenerse despierto gracias a un gran esfuerzo de voluntad, como el que se aferra con una sola mano al último peldaño de la conciencia.

El coche adquirió velocidad. Veía la espalda del conductor en medio de una neblina.

Entonces se acordó de la pistola.

Se giró lentamente para dejar libré el bolsillo en el que la llevaba. Le temblaba la mano, pero agarró firmemente el arma y apuntó a la nuca del vecino.

—Pare inmediatamente. Estoy armado.

El hombre lanzó una mirada inquieta a través del retrovisor y se echó a reír.

—¿A quién quiere asustar con eso? ¿Es un regalo para su hijo?

Trelkovsky apretó el gatillo con rabia. Una vez, dos veces, y después constantemente. La risa del conductor fue creciendo hasta parecer sobrenatural. Los minúsculos proyectiles le daban en la nuca y rebotaban, esparciéndose por las alfombrillas del coche.

—¡Basta, basta! —jadeaba el conductor—. ¡Me va a matar de risa!

Trelkovsky lanzó la pistola contra el cristal de la ventanilla. El cristal se quebró en infinidad de fragmentos. El conductor se volvió con aire burlón.

—¡No se preocupe, ya se comprará otro!

El coche redujo la velocidad y se detuvo ante la puerta del inmueble. El vecino bajó y dio un portazo tras él. Se le acercaron otros dos vecinos. Hablaban en voz baja. Trelkovsky esperaba resignado su decisión. ¿Le ejecutarían inmediatamente? Era poco probable.

Abrió la portezuela y saltó al exterior. Enseguida cayó en manos de un cuarto vecino que le neutralizó con facilidad.

—Vamos a llevarle a su casa —le dijo irónicamente—, allí podrá descansar tranquilo. Tendrá que hacer mucho reposo si quiere recuperarse. Apóyese en mí, no se preocupe, me gusta ayudar a la gente.

—Suélteme, le ordeno que me suelte. ¡Socorro! ¡Auxilio...!

Un par de formidables bofetadas le hicieron callar.

El pequeño grupo de vecinos aumentó con la incorporación del señor Zy y de la portera. Todos le miraban con caras aviesas, sin disimular su alegría.

—¡Pero si yo no quiero subir a mi casa! Le daré lo que quiera, cualquier cosa, pero déjeme...

El hombre que le sujetaba sacudió la cabeza.

—Ni hablar. Usted va a subir como es debido a su aparta mento, y sin hacer tonterías, de lo contrario, ya sabe. Ya sabe lo que le ha dicho el médico, tiene que reposar, y eso es lo que va a hacer. Ya verá, le sentará bien. Vamos, suba.

Con una hábil llave, el hombre le llevó el brazo a la espalda y empezó a retorcérselo.

—¡Se ha vuelto más sensato ahora! ¡Más razonable! Muy bien, continúe, vamos, muévase. Vamos, vamos... un pasito por mamá, otro por papá, vamos, camine.

Paso a paso, Trelkovsky cruzó la puerta de la calle, atravesó el hall y fue subiendo los pisos uno tras otro. El hombre se burlaba de él.

—No quería venir, ¿eh? ¿Por qué? ¿Es que ya no le gusta su apartamento? ¿Ha encontrado otra cosa? Lo veo difícil. Hoy en día escasean los apartamentos. ¿Con traspaso? Quizá se trate de un falso traslado. Bueno, en fin, eso no me incumbe.

Al llegar al apartamento, el hombre que le llevaba le pegó un tremendo empujón y le mandó hasta la habitación del fondo, donde quedó tendido en el suelo. Sonó un portazo. Una llave giró dos veces en la cerradura.

Permanecería cerrada, probablemente, por aquella noche.




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