UNA VIDA
Tócalo: no se contraerá como un globo ocular,
Este ámbito en forma de huevo, claro como una lágrima.
He aquí el ayer, el año pasado:
Un vástago de palmera y un lirio, tan inconfundibles como la flora
De la vasta y calma urdimbre de un tapiz.
Golpetea el cristal con la uña:
Tintineará como un carillón chino al más ligero golpe de brisa,
Aunque dentro no haya nadie que vaya a mirar quién es o se moleste en responder.
Sus habitantes son ligeros como el corcho,
Todos están permanentemente ocupados.
A sus pies, las olas se inclinan reverentes, en fila,
Sin malhumorarse jamás: frenando en mitad del aire,
Tirando de las riendas, piafando como caballos en un desfile.
Por encima de sus cabezas, las nubes se asientan
Adornadas con borlas y emperejiladas
Como cojines Victorianos. Las caras de esta familia
De postal de San Valentín agradarían a un coleccionista:
Suenan auténticas, como la buena porcelana.
En otra parte, el paisaje es más franco.
La luz ciega continuamente.
Una mujer arrastra su sombra en círculo
Alrededor de una escueta escudilla de hospital
Que se asemeja a la luna, o a una hoja de papel en blanco,
Y que parece haber sufrido una suerte de bombardeo particular.
La mujer vive apaciblemente,
Sin vínculos, como un feto en una botella,
Con la casa obsoleta, el mar, aplanados hasta volverse una foto,
Tiene una, demasiadas dimensiones en las que entrar,
La aflicción y la ira, ya exorcizadas,
Al fin la dejan en paz.
El futuro es una gaviota gris
Hablando, con su voz de gata, de partir, de partir.
La edad y el pánico la cuidan, como dos enfermeras,
Y un ahogado, quejándose del inmenso frío,
Sale a rastras del mar.
18 de noviembre de 1960
EL LUNES INTERMINABLE
Tendrás un lunes interminable
y te erguirás en la luna.
El hombre de la luna, de pie sobre su concha,
Esculca encorvado bajo un haz
De leña. La luz de tiza, fría se proyecta
Directamente sobre nuestra colcha.
Los dientes del hombrecillo castañetean entre los leprosos
Cráteres y picos de esos volcanes extintos.
Si pudiese, también él recogería
Más leña contra la negra escarcha, no descansaría
Hasta que la luz de su cuarto eclipsase
El espectro del sol dominical.
Pero ahora sufre su infierno de un lunes tras otro en la bola lunar,
Sin un mísero fuego, con siete gélidos mares encadenados a su tobillo.
HARDCASTLE CRAGS
Percutiendo aquella calle acerada,
Sus pies de sílex provocaban una algarabía de ecos
Que iban clavándose como anzuelos color azul lunar por todo el pueblo
Negro, hecho de piedra, hasta el punto de que ella oía
Cómo el aire veloz prendía su yesca y vibraba
Un abanico de cohetes resonando de una pared
A otra de las oscuras casas reducidas.
Pero los ecos fueron extinguiéndose tras ella mientras las paredes
Daban paso a los campos y al incesante bullir de las hierbas
Cabalgando bajo la plenitud
De la luna, las crines al viento,
Incansables, atadas, como un mar sujeto a la luna
Ondula sobre su raíz. Aunque una niebla espectral
Se levantó del valle resquebrajado y quedó flotando encima,
A la altura de sus hombros, no sainó
A ningún fantasma de rasgos familiares,
Como tampoco ninguna palabra dio cuerpo y nombre
Al estado blanco, vacío en el que ella se adentraba. Tras dejar atrás
Aquel pueblo habitado por el sueño, sus ojos no recrearon ningún sueño,
Y el polvo del hombre del saco
Perdió lustre bajo las plantas de sus pies.
El viento vasto, dilatado hasta reducirla
A una pizca de llama, silbaba su agobio
En la caracola de su oído, y su cabeza, igual que la cima cortada
De una calabaza, abovedaba aquel bullicio babélico.
Todo lo que la noche le dio, a cambio
Del mísero regalo de su bulto y del latido
De su corazón, fue el indiferente hierro combado
De sus colinas, y sus pastos bordeados por una pila de piedras
Sobre piedras negras. Los establos
Guardaban camadas de crías y desechos
Junto a las puertas cerradas; las vacas descansaban
Arrodilladas en el prado, mudas como peñascos;
Las ovejas sesteaban, custodiadas por las piedras, en sus matas de lana,
Y los pájaros, dormidos en sus ramas, llevaban
Golillas de granito, sus sombras
Eran el disfraz de las hojas. Todo el paisaje
Se cernía amenazador como el mundo antiguo que fue
Otrora, en su primitivo y poderoso vaivén de linfa y de savia,
Inalterado por los ojos,
Lo bastante como para apagar el núcleo
De su pequeño ardor; pero, antes de que el peso
De aquellas piedras y de aquellas colinas de piedras la triturase
Hasta convertirla en mera arenisca de cuarzo bajo aquella luz pétrea,
Ella dio media vuelta.
LAS PERSONAS ESCUÁLIDAS
Siempre están con nosotros, las personas escuálidas,
Más exiguas en dimensión, como los personajes
Grises de la pantalla. Esas personas
Son irreales, solemos decir:
Sólo existían en las películas, sólo existían
En aquella guerra que provocaba perversos titulares, cuando nosotros
Éramos pequeños e ignorábamos que ellas pasaban hambre
Y crecían así de esmirriadas, sin llegar nunca a redondear
Sus esqueléticos miembros, a pesar de que la paz
Sí que engordaba los vientres de los ratones,
Incluso bajo las mesas más míseras.
Fue durante la larga batalla de la hambruna
Cuando descubrieron su talento para perseverar
En su delgadez e infiltrarse luego
En nuestras pesadillas, amenazándonos
No con armas, no con improperios,
Sino con su delgado silencio.
Envueltas en pellejos de burro comido por las pulgas,
Vacías de quejas, bebiendo vinagre
Por siempre en sus tazas de hojalata, acarreaban
La insufrible aureola del chivo expiatorio
Arrastrado por su sino. Pero una raza
Tan enjuta, tan consumida no podía permanecer mucho tiempo
En nuestros sueños, no podía seguir siendo esa insólita cuerda de víctimas
En el país reducido de nuestras cabezas,
Como tampoco podía ya la vieja en su choza de barro
Seguir cortando tajadas de carne
Del costado de la generosa luna, cuando ésta
Hollaba de noche su patio
Para que ella le mondase
Otra peladura de su escasa luz.
Ahora las personas escuálidas
No se esfuman cuando la grisura
Del alba azulea, enrojece, y el contorno
Del mundo se clarea henchido de color, no. Ellas
Persisten en el cuarto iluminado por el sol: el papel del friso
De la pared, decorado con rosas y acianos, palidece
Bajo las sonrisas de sus labios delgados,
Bajo su ajada realeza.
¡Y cómo se sostienen, las unas a las otras!
Nosotros no poseemos yermos tan extensos ni tan profundos
Como para fortificarnos contra el asedio de sus duros
Batallones. Mirad, mirad cómo los troncos de los árboles se aplanan
Y pierden ya sus buenos colores marrones
Sólo con que ellas, las personas escuálidas, se yergan en el bosque,
Haciendo que el mundo adelgace como un nido de avispas
Y se vuelva más gris, sin tan siquiera mover un hueso.
SOBRE LA DIFICULTAD DE CONJURAR UNA DRÍADE
Buscando alguna presa entre el persistente
Batiburrillo de lápices despuntados, tazas de café
Decoradas con rosas, sellos de correo, el clamor y el griterío
De los libros apilados, el canto del gallo de la vecindad,
La multitud de impertinencias de todo tipo,
La mente jactanciosa
Desdeña las improvisadas
Peroratas del viento
Y lucha por imponer
Su propio orden a lo que existe.
“Con sólo mi fantasía”, alardea la importunada cabeza,
Arrogante entre los espacios con lengua de grajo,
Los prados de ovejas, la cascada con aletas,
“Provocaré una crisis que dejará sin sentido al cielo,
Enloquecerá con su imposible galimatías
A la trucha, al gallo, al carnero,
Que crecen tan panchos
Ante mi celosa mirada,
Autosuficientes
Como lo son”.
Pero ninguna verde patraña angelical
Adamasca con su brillo cegador el ojo raído:
“Mi problema, doctor, es que: veo un árbol,
Y ese condenado, escrupuloso árbol
No realiza ningún truco
Para embelecar a la vista;
P. ej., sesgando la luz,
Urdir una Dafne;
Pero no: mi árbol
Sigue siendo un árbol.
Por mucho que intento doblegar esa corteza,
Ese tronco, obstinados a mi dulce voluntad,
Ninguna figura luminosa se materializa
En miembros, ojos, labios radiantes,
Para engatusar a la sincera tierra que desprecia
Rotundamente ficciones
Tales como las ninfas;
La fría visión
No se deja embaucar
Con falsificaciones.
Seguro que en este otoño pródigo en sueños, algún hombre
Con ojos alunados, bendecido por las estrellas y con dotes de ilusionista,
Observa a la damisela que me ha dejado plantada,
La moneda que malgasté, el caudal de hojas doradas
Que perdí, y hasta el aire opulento
Corre tachonado de semillas,
Mientras este pobre cerebro mío,
En lugar de amasar fortuna,
Se limita a robar al follaje
Y a la hierba, lo poco que tienen”.
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