Apuntes de un “voyeur” melancólico
17 de marzo. Es el fin del verano. Acaba de pasar el último heladero, bajo mi balcón, voceando su mercadería. Imaginé que, muy pronto, su magro cadáver se balanceará colgado de la rama de un árbol lleno de hojas amarillentas en un parque abandonado por los niños. La ternura de esta imagen, esa sensación de fugacidad que siempre asociamos con el otoño —es tan breve el verano, apenas el tiempo de cortar un tomate en rebanadas—, el recuerdo de la finitud de nuestros días en la tierra, etcétera, me despertaron el vivo deseo de escribir un libro. Hacia el fin del verano, todos los años me sucede lo mismo. Pero esta vez será un libro distinto; el otoño me irá invadiendo, como a todo el mundo, pero aún puedo atrapar un rayo de sol no demasiado oblicuo que entra por mi ventana y mantenerlo ardiendo entre estas páginas hasta el próximo verano. He decidido, en suma, no entregarme sin ofrecerle cierta resistencia. Si pudiéramos mantener con vida a uno solo de todos esos heladeros que se aproximan resignados a los parques desiertos, estoy seguro de que los milagros serían más frecuentes y los inviernos menos rigurosos.
Quienes llegan a mi edad comprenden súbitamente que las mujeres pueden dividirse en dos grandes categorías: duras y blandas. Las duras son más bien flacas, irritantes, exigentes. El placer que nos producen deriva más bien del alivio de la irritación que ellas mismas provocan. Son como hijas egoístas, malcriadas. Las blandas, por el contrario, se asemejan a las catedrales. Más bien gorditas, uno penetra en ellas ya con un anticipo de la paz interior, y es inevitable asociarlas con madres protectoras. Una tercera categoría combina a la perfección las dos anteriores. Es la mujer verdadera. Es una especie de puente tendido entre la madre y la hija. Son irritantes, pero sólo en los límites de nuestra superficie; no llegan a turbar la paz interior. Son exigentes pero al mismo tiempo sólo desean darse por entero. Eso sí: son fugaces. Un día miramos y ya no están.
El libro que pienso escribir este año tratará fundamentalmente el tema de la manía de persecución, su teoría y su práctica. Comenzará por una brevísima reseña histórica: el primer elefante acosado por los remordimientos, la proyección de su propia culpa y, por fin, el relato de la manada de elefantes furiosos destruyendo una aldea de pigmeos en aquella película de Tarzán, con Johnny Weissmuller. Luego no tengo muy claro el desarrollo temático, aunque sin duda no vacilaré en incluir mi experiencia en los pasillos del Metro parisién: me resulta imposible desligar estas imágenes de la presencia inminente del otoño.
18 de marzo. Ahí tenemos, por ejemplo, esa casi unanimidad de los cazadores de patologías, en la persecución de honestos ciudadanos calificados como “voyeurs”. O esos poetas que, sin pensarlo dos veces, inventan el truco de “les feuilles mortes” para referirse a las hojas otoñales. Parece ser que asimilan el concepto de vida con la capacidad de realizar cierto trabajo. De acuerdo. Pero, ¿por qué ese desprecio por el trabajo pasivo, por el casi diríamos ocio creativo de las hojas secas? Del mismo modo, deberían pagarme un sueldo decoroso por esta contemplación mía de las mujeres. ¿Es que se ha perdido definitivamente el sentimiento religioso en este mundo? Se derrochan millones persiguiendo al electrón en los laboratorios, mientras una joven, creyendo que nadie la observa (yo estoy allí, sin embargo, con los ojos ligeramente entornados), desliza hábilmente el pulgar entre la copa del sostén y la carne mortificada para reubicar las cosas en su sitio; el movimiento es rápido y gracioso y el pecho responde con un movimiento elástico apenas perceptible, un temblor otoñal que mi hiperestesia recibe como un cataclismo de la Naturaleza.
Una de mis pretensiones con respecto al libro que quiero escribir este año es la de que sea similar a una colección de hojas secas. Que no haya una gota de savia en sus páginas amarillentas. La diferencia con otros libros similares, que son la mayoría, estará en el conjunto: como hojas secas distribuidas generosamente sobre el verde brillante del césped en los parques europeos. El trabajo de césped correría por cuenta del lector, o sea yo mismo.
19 de marzo. Porque, en efecto, mi libro será caprichoso, como yo mismo, y es imposible que cualquier otro lector llegue a desentrañar sus significaciones más íntimas. Ex profeso aprovecho mis conocimientos de Psicología, de Electrónica, de Numismática y de muchas otras disciplinas para sembrar por doquier pistas falsas. Mi recurso supremo es el aburrimiento: solamente yo mismo podría divertirme, conmoverme o sacar algún provecho de este laberinto liso, opaco, realmente desmoralizador.
Los mosquitos, como los heladeros, van cayendo implacablemente, uno a uno, bajo la suave zarpa del otoño. Anoche, el último mosquito —pequeño, débil, enclenque, lastimoso— hizo un último intento por subsistir. Se me acercó, esta vez sin esperar siquiera a que apagara la luz. Dio algunas vueltas, tímidamente alrededor de mi brazo izquierdo. Pensando Dios sabe en qué dejé el brazo flojo; a diferencia de sus hermanos veraniegos, esos mosquitos grandes, gordos, agresivos, irritantes, que no se conforman con llevarse mi sangre sino también mi sueño y mi paz interior, a éste lo vi tan desgraciado, tan como pidiendo permiso para picar, que ni siquiera intenté espantarlo. Pero no llegó a picarme; desapareció. No voy a exagerar, diciendo que lo estuve buscando, pero lo cierto es que lo esperé un par de horas, con la luz apagada, imitando la respiración del que duerme, para darle todas las oportunidades; pero no llegó a picarme. No creo que haya muerto de hambre o de frío antes de poder posarse en mi brazo; la Naturaleza no suele ser tan drástica. Nadie, salvo los hombres, suele morir así, sin otra chance. Pienso más bien que el otoño lo distrajo, como a menudo me distrae a mí, con alguna ensoñación, algún susurro, algún recuerdo de tiempos más felices y simplemente, como a menudo me sucede a mí, se dejó llevar, olvidando su interés más inmediato.
Hace muchos años que intento, una y otra vez, ganarme la vida. No voy a entrar ahora en esos detalles penosos, delicados, de mis formas de subsistencia; baste con afirmar que no están penadas por ninguna ley ni implican ninguna forma de atentado contra la moral, la sociedad o cualquiera de las normas de convivencia. No quiero decir tampoco que no me sienta con derecho a vivir. Quiero decir que he buscado en vano, durante todos estos años, una forma estable y coherente de recibir dinero por mi trabajo. Me gustaría formar un hogar, tener esposa a hijos y, sobre todo, moverme por ahí con cierta facilidad, tratar con la gente, hablar con ellos, de vez en cuando escribir algo para ellos —sin transformarme, naturalmente, en un literato. Pero así como el verano me desorganiza por completo, como si cada una de mis moléculas actuara por su cuenta y sólo por azar o por una especie de alegre convenio se desplazaran todas juntas, por ejemplo, hacia la playa o el casino, así el otoño me estructura férreamente en una especie de negativo de lucha por la vida, en una especie de distracción, como la del mosquito. Un observador superficial diría que mi comportamiento otoñal no se diferencia en nada del otro, el de verano. Pero estoy harto de observadores superficiales. Ya ni siquiera me irritan. No voy a decir que los desprecio, pero a medida que pasan los años voy aprendiendo a detectarlos cada vez con mayor rapidez y así puedo simplemente evitar la frecuencia de su trato.
Aprender, por lo menos, del otoño. Después de todo, ¿por qué no dejarse estar, por qué resistirlo? Tal vez todo mi mal radique en esa resistencia que, mal que. bien, intento oponerle cada año al otoño. ¿Pero por qué no dejar caer, uno también, las hojas secas? pensándolo bien, creo que éste será el sentido de mi libro: la colección de hojas secas que me había propuesto, serán mis propias hojas, verdes ayer, hoy una carga inútil en mis ramas. Lucirán mejor sobre el césped brillante. El trabajo más urgente, entonces: sacarle brillo al lector que soy.
Los mosquitos, los heladeros, y también las mallas de baño. Debo intentar un catálogo exhaustivo de estas cosas, que son muchas, pero muchas. Al hacerlo, sin duda, mi nostalgia se irá diluyendo. En verdad, los heladeros me fastidian con sus gritos destemplados, de los mosquitos no puedo decir una sola cosa buena, y las mallas de baño de las mujeres, que uno puede llegar a añorar sólo por el frío del invierno, no son otra cosa que un atentado violento contra mi profesión más amada; especialmente en estos tiempos, en que se deja tan poca cosa librada a la imaginación. No es que defienda las faldas largas ni esa especie de sobretodos que usan a veces las mujeres cuando tienen frío; de ninguna manera. Es que, con los años, voy comprendiendo el sentido del pudor, que hasta ahora se me había escapado en mi casi diría inocencia. Lo que defiendo es esa compleja trabazón de medias de seda, ligas, portaligas, camisillas, breteles, prendas varias, broches, ojales, botones, infinidades de trebejos cuyo nombre ignoro y que componen, todo en conjunto, la armazón del juego que comienza por la adivinanza y continúa con las sucesivas aproximaciones hasta el descubrimiento final, cuando uno descubre si ganó o perdió —aunque en este juego nunca se pierde; ninguna desilusión puede borrar lo adquirido en el primer instante, ese lento desenvolvimiento de factores bioquímicos que abren nuevos caminos en la mente y el alma, razón de ser del verdadero voyeur. Aunque parezca un poco fuera de lugar, quisiera aprovechar este momento para protestar enérgicamente contra las blusas transparentes, contra toda forma de transparencia en las prendas femeninas. Lo ideal es esa semi-insinuación de transparencia de una blusa blanca o una falda blanca, especialmente si se amoldan al cuerpo para permitir un relieve apenas perceptible de las prendas que van debajo.
20 de marzo. Si doy vueltas alrededor del tema, tratando de escandalizar un poco, no es tanto para llamar la atención hacia lo que podría considerarse como un vicio perverso mío. Voy a poner un ejemplo muy claro de lo que quiero expresar, para dejar a salvo la imagen de mi absoluta inocencia, mi pureza esencial. La mujer, de unos veinte y pocos años como todas las mujeres, llevaba un vestido muy escotado, de un género especialmente duro, rígido, de color blanco. Advertí que, al parecer, no usaba sostén. Estábamos en un comercio, una especie de pequeño supermercado, y debí moverme con infinita precaución para que los mirones que siempre están a la pesca de estas cosas no se dieran el gusto: mis movimientos coincidían a la perfección con los movimientos naturales, habituales en este tipo de comercio. Si la mujer hubiese estado sola, demás está decir que el juego habría sido más sencillo; pero uno de los elementos más importantes del oficio de voyeur es no perder de vista al público, casi siempre un grosero mirón. Un par de intercambios de miradas me dio la certeza de que ella llegó a comprenderme y más aún, que estaba dispuesta a jugar conmigo.
Comenzó a buscar en determinados estantes, más bien bajos, primero midiendo al milímetro lo que juzgaba prudente mostrar en esa etapa inicial del juego. Confirmé mi presunción inicial: no había sostén. Ahora, todo era cuestión de habilidad, paciencia, firmeza y, sobre todo, absoluta pureza de sentimientos. La más leve insinuación de debilidad o morbosidad de mi parte, y todo se vendría abajo estrepitosamente. Un fracaso de este tipo tal vez me habría significado recluirme durante meses en mi apartamento, sin atreverme a enfrentar la calle. Ella, o bien voyeuse o bien modelo experimentada de voyeurs, controló más de una vez, también de ojos entornados y con movimientos en apariencia casuales, si yo seguía comportándome como un hombre cabal o era un simple patán. Evidentemente, su aprobación iba en aumento. Para destacar aquí, como bien lo merece, el sumo ejercicio de su arte, debo hacer notar que, aparte de los mirones habituales, había un elemento perturbador más pesado para ella que para mí: ella estaba acompañada de un muchacho, nunca supe si hermano menor o es-pecie de noviecito. Nuestro ejercicio de ballet, que incluía desde luego control de la respiración y de cada uno de los músculos, se fue haciendo cada vez más complejo y sutil. A cada nueva búsqueda de un nuevo objeto en un estante, previo chequeo de reojo, me ofrecía un milímetro más. Estábamos ahora enfrentados, separados por una estantería de estantes muy separados entre sí y muy desprovistos de cosas, casi como si no hubiera nada entre nosotros (quitando la estantería la escena se habría comprendido claramente, algo como un baile en la corte, una especie de gavota o minué). Por fin, y con gesto de una gran dama que casi, casi era una reverencia, se inclinó ante mí —para buscar quién sabe qué clase de objeto inexistente en el estante más próximo al piso— y me ofreció la visión de los dos pechos enteros. Menudos y perfectos, de pezones obscuros sin llegar a ser negros. Y como la sombra de un vaho cálido, con el aroma de un finísimo talco perfumado. La exhibición duró una fracción de segundo, y de común acuerdo dimos por terminado el juego. Fue a la caja y pagó, y al salir nos cruzamos y nos miramos a los ojos no diría que con amor; nos miramos con un profundo reconocimiento. Ahora bien: esta anécdota que he narrado viene a ejemplificar la relación que existe entre esta forma de voyeurismo con otras, más aceptadas por el vulgo, como pueden serlo las visitas a las galerías de arte, la lectura de libros honestos, la afición al cine y al teatro, o esos paseos por el campo, la playa, las montañas, los ríos. Mi voyeurismo es total, es sed de belleza y de conocimiento. Si acentúo, tal vez exagerando un poco, mi especialización con respecto a la mujer, es por una sencilla razón: de todas las obras de la naturaleza y del hombre (obras de Dios, en suma, todas ellas) de todas las fuentes de belleza y conocimiento, sólo la mujer me ofrece la posibilidad de un grado más. Cuando las circunstancias lo permiten, que no es el caso de la anécdota citada anteriormente, puedo Ilegar, mediante la intimidad, a descubrir un secreto a veces más hermoso, esa comunicación de alma a alma entre los amantes —cuando el deseo exacerbado primero tiende un puente y cuando la instancia del climax después derriba momentáneamente el artificio del yo.
21 de marzo. Toda persecución implica una búsqueda de uno mismo. Cuando el perseguidor llega a destruir al perseguido, no hace otra coca que confesar a gritos su absoluta impotencia, su soledad, su miedo y lo que es más grave, y tal vez síntesis de todo lo anterior, su definitivo desencuentro consigo mismo. El perseguido, triunfante, se lleva a la tumba el secreto de ambos. En la película de Tarzán que he mencionado en líneas anteriores, los pigmeos eran en realidad enanos pintados de negro. Tuvieron que pasar casi treinta años para que me diera cuenta. También advertí que ciertos paisajes africanos eran sólo telones pintados, que hasta se movían un poco como si en el set soplara una suave brisa.
En cierta forma, el voyeurismo implica persecución. Pero adviértase la sutil diferencia entre atisbar semioculto tras la ventana de un bar a la mujer que espera el ómnibus y se levanta un poco la falda para arreglarse una media, y soltar una manada de elefantes furiosos contra una aldea de pigmeos. Quien no advierta la sutil diferencia, que recuerde que toda persecución implica una búsqueda de sí mismo. Mi oficio, entonces, no sólo es más inocente, sino sobre todo más eficaz. Ahora pienso en los laboratorios y en la vivisección, en los perros a los que les cortan las cuerdas vocales en lugar de anestesiarlos. Pienso en la larga búsqueda del electrón, a costos millonarios, para encontrar que no existe (“es un giro, sin que haya nada que gire”). Cuando sólo hacía falta un poco de confianza en sí mismos. Pienso también que todo mi propio dolor ha sido inútil. ¿No era mejor pintar enanos de negro? He ahí otro bello oficio, actualmente en franca decadencia.
Es, definitivamente, el fin del verano. No es, todavía, el comienzo real del otoño. Cada año el otoño me anuncia su presencia con una hoja seca que entra por mi ventana. A quienes duden de que el otoño se anuncia a sus amantes y piensen que en otoño muchas hojas secas entran por muchas ventanas, simplemente les digo: por mi ventana, cada otoño, entra una hoja seca y solamente una; y es invariablemente una hoja perfecta.
Lo que me empuja todos los años a escribir un libro es el intervalo entre el verano y el otoño. Como una necesidad de darle una estructura a un entorno medio vacilante. Cuando uno no sabe con seguridad si salir a la calle con el saquito de lana o en camisa, o si llevar tal vez el saquito de lana por si refresca luego, es preferible entonces quedarse en casa y escribir un libro. Pero pienso que tampoco este año he de escribirlo.
1976
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