Poemas de Tulio Mora [Extraídos de Cementario General]





El Perú es una montaña coronada
por un cementerio.
Manuel González Prada




Pikimachay 
(20,000 a.C. - 14,000 a.C.)

Descanso la fatiga de una vida sin culpas
bajo la humosa, limosa tierra de una cueva.
Pero antes en las pampas
limpias como el ojo de la luna
fundé la memoria de este país.
Fue como cargar a un puma vivo.





Chavín
(1500 a.C. – 500 a.C.)

No al pie de nuestro dios, de cuya múltiple figuración
-rugiente como el puma, astuto como la serpiente
e inasible como el águila de espolones cenizos- brotaron 
las verdades de la tierra y nombre a las estrellas dimos.
Ellos nunca lo entendieron… Tampoco en el patio hundido,
en cuyo piso muchos de ellos desangraron
alineando las baldosas que representaban 
la captura de la simetría, la certeza de las cifras.
Menos aún bajo el rumor de los papales
que multiplicamos para que ellos lo entendieran.
Tampoco en la memoria del artista que talló 
una voluminosa testa como un clavo
sobre el templo en que murió su padre.
Nunca lo entendieron y el castigo amasijó sus huesos...
Pero no hablaba de eso, sino de mi reposo desolado,
allá en la cantería, más abajo que ellos,
más que mi dios y sus anuncios.
Tamaña ingratitud no es justa, pero ninguno de nosotros
-sacerdotes, astrólogos, tramoyistas de la credulidad-
sobrevivió a la rebelión para decirlo.



Moche
(100 a.C. – 700 d.C.)

Tenía 30 años cuando me enterraron vivo a los pies de mi señor, el anciano poderoso que tras de sí llevó a un niño, dos sacerdotes y sus dos esposas a quienes yo debía estrangular con finos pañuelos verde jade. Pensé en su silencio y en sus ojos resignados, antes que en el viejo solemne en su inmovilidad hasta la provocación. No eran como yo, un perro guardián, sus trajes limpios y elegantes bastaban para subrayar el contraste, pero en cada crujido de sus huesos, en ese crepitar de arcilla atormenta¬da por el fuego que desprenderían sus cuellos, lo mismo valía haber merecido la recompensa de una vida fastuosa que aquella otra de miserias y obligaciones a la que fui conducido por los lodazales de su poder. Tal vez desde las altas terrazas que yo y miles como yo levantamos, adobe tras adobe, para dispensar a su aspiración de eternidad una legitimidad de altura, ellos me contemplaron irreconocible entre el tumulto similar. Reirían entonces con el viento levantándoles las túnicas y enredándoles el pelo como la noche entre las cañas. Gozarían del amor que el alfarero -mudo testigo de sus exigencias extremadamente renovadas hasta despertar de la carne una satisfacción cercana a la sabidu¬ría o la irrealidad- reprodujo con silenciosa envidia. Eran ellos los mismos que vestían estos trajes elegantes y exhibían collares de mil turquesas, bastones dorados en cuya empuñadura un perro con ojos de rubíes resplandecientes vigilaba los siglos de su poder. Ahora los ojos del mismo perro resplandecían en las sombras del otro tiempo al que, vivos aún, ingresábamos diferen¬tes (pues los roles de la vida no se modifican en la eternidad), pero el poder de quebrar ese orden me pertenecía. Miré otra vez al viejo guerrero mientras ellos de rodillas esperaban la firmeza y rapidez de mis brazos. Aunque ya no era el hombre poderoso, se llevaba a las sombras la suficiencia de sus decisiones: los extensos canales que construimos con la espalda endurecida por el látigo; las paredes de sus templos ornados con aves marinas de geométrico plumaje, reproduciendo en el espacio la cruel simetría de la belleza. Contemplándolo, ¿cómo no iba a recordar a los hombres que condujo hasta las islas donde murieron sepultados bajo montañas de excrementos, que esas mismas aves tutelares de sus templos evacuaron para florecer sus extensos maizales, y a aquellos otros mendigando en las puertas de su gran ciudad? En ese breve instante en que la débil llama de una antorcha se extinguía y la próxima noche inmortal me impelía con perentoria voz que apresurara mi deber, pensé que la rudeza de mis brazos alrededor de los delgados cuellos de sus familiares bastaría para vengar nuestras distancias. Pero no lo hice. Sólo despojé al rey inanimado de su pectoral y su tocado de plumas con que me adorné admirado de su laborioso resplandor; ni siquiera cuando ellos me observaron con el desprecio que suscita la monótona familiaridad de esos objetos instándome, como en vida, a cumplir con mi deber, logró despertar en mí el odio legítimo que habría de descoyuntar¬los. Porque ahora el transcurso de su tiempo dependía de mis brazos, aunque invariable en el fin, me pertenecía su destino, yo era el anciano rey que ellos rodeaban con extrema veneración. Reen¬carnarlo por un instante me obligó a pensar que habría hecho lo mismo si hubiera tenido su poder, y que él habría levantado mi litera y parasol hasta resecarse en el desierto o sería conducido como otros millares a las islas o aportaría su carencia al tumulto mendicante en las puertas de mi gran ciudad. Entonces me entregué a la tarea de asfixiarlos con la delicadeza que imaginaba acariciar a una mujer. Y me acosté escuchando el murmullo de las raíces bajo la tierra.




Francisco
(1510 - 1560)



Yazgo aquí 
con el nombre de Francisco,
el curtidor de cueros.
Desde Tenochtitlan,
donde nací
entre sus lagos y canales,
hasta el lago Titicaca
paseé mi oficio y mi silencio
huyendo de los blancos
que querían esclavizarme.
De mis manos salieron
los mejores arneses,
monturas y baúles del Perú.
Tenía un gran taller,
era parte del orbe.
Entre indios como yo
nunca me sentí un extranjero.
Mas negado a revelar
mi verdadero nombre
y a contar las historias
de mi pueblo
en su lengua de tortilla
me desangré en vida hasta morir.




Lope de Aguirre
(1511 - 1561)



Feo, contrahecho, rengueante,
con un solo diente
colgado en la encía,
entre nos, quiero decirles
que aún no ha nacido
asesino más limpio que yo.
Las muertes que me atribuyen
no me horrorizan más
que las que hoy ocurren en mi país.
Digo “mi país” porque me incluyo
en el que quise morir
(...) aquella gloriosa tierra
donde descansarán mis huesos
lo que el cuerpo
tanto trabajo ha padecido.
Aunque nunca regresé
ni nunca ha sido glorioso el Perú
-salvo que la muerte júzguese como tal-.
Aún sobre mis huesos
me encuentro con cadáveres recientes
que la tierra no tolera
bajo su tibio seno.
Les pregunto si no estuve acertado
al renegar del poder
y de los hombres mismos.
Nada es más incomparable
que mis sesenta crímenes
frente a los que los reyes,
presidentes y militares
cometieron en los cadalsos.
Dicho todo esto
prefiero que me imaginen
escribiendo a la luz de una botella
-que mis hombres llenaban de luciérnagas-
panfletos contra el rey Felipe II
dolido porque tenía 50 años
y ninguna heredad
ni seguro social ni jubilación.
Excepto mi hija Elvira,
muerta la pobre por mano mía,
porque cosas que yo tanto quiero
no venga a ser colchón de bellacos,
el Perú nada me dio
y anónimo y vil me hubiera enterrado
en un leprosorio del Amazonas
si yo no hubiera teñido sus aguas
con ese color de la sangra
que nos escandaliza.
Mientras apoyo, por última vez,
en mi espada el desconsuelo de sobrevivir,
la farsa se sigue representando:
nunca ha llegado
ningún miserable
a ningún Dorado.
Sólo existen los zumideros,
las víboras, los pantanos
y el crimen en la negra selva.
En cuanto a Pedro de Ursúa,
nada ha llovido sobre su tumba
que no sea mierda.
Ni su belleza ni su amante Inés
ni su forma de fornicar en el río
me parecen dignos de mí,
feo por oposición
y además impotente, viejo,
paranoico y sucio.
Todo lo más,
la corona a don Fernando de Guzmán
como príncipe del Perú,
adjudíquenlo al escenario
que me fue llenando
los sesos de telarañas.
Jamás habrá poder alguno
que aprecie debidamente a los hombres,
lo afirmo sobre el mismo río
por el que se fueron mis marañones.
Otras son sus orillas
y otro su caudal de sangre,
pero el aire enrarecido
es el mismo que la tierra emana
para explicarnos que la vida
son sus tragedias
y no sus plazos de esperanza.




Cristóbal Apoalaya
( 1680 -  ?  )

Mi padre, el curaca más rico de Jauja,
me despojó de mi heredad
una vez que me encontró en los sembríos
abrazado de mi siervo.
Errante y pobre a Lima me marché
a acallar en sus calles polvorientas
mi sofocante amor.
Pulpero en la mañana
y en la noche con rizos en la frente
envejecí temiendo, simulando.
No hay peor amor que el que no exhibe
el pecho de su consuelo y ridículo suspira
a la espera de las sombras
de la duda o del alcohol.
Vecino de la extravagancia y la sospecha
nombres sin rostros o rostros sin nombre
me arrugaron. Sólo de uno
joven y bello como un potro moro
guardo el calor de sus caricias.
Es Bartolomé, el esclavo,
que en la noche de las mascaradas
me alzó el traje del inca Túpac Yupanqui
con que celebré la coronación
de Luis Fernando I, el nuevo rey,
y estremeció mi cuerpo con el vigor
del dios Neptuno de que estaba disfrazado.
Y el dios y el inca de mentiras
eternos fuimos entre flautas y vihuelas 
ardiendo como las bombardas.





Tulio Mora (Perú, 1948). Escritor y periodista.



Ha publicado “Mitología” (1ªedición, 1978, 2ª edición con prólogo de la profesora de la universidad de Washington, Consuelo Hernández, 2001), “Oración frente a un plato de col y otros poemas” (1ª edición, 1985), “Zoología prestada” (con ilustraciones del pintor Ricardo Wiesse, 1987), “Cementerio general” (Premio Latinoamericano de Poesía, 1ª edición, 1989, 2ª edición, 1994, selección traducida al inglés por David Tipton y AC de Lomellini, bajo el título “A mountain crowned by a cemetery”, Inglaterra, 2000), “País interior” (Premio de Plata Copé, 1994, 2ª edición, 2009), “Simulación de la máscara” (2006), “Ángeles detrás de la lluvia” (con ilustraciones del artista plástico Alfredo Márquez) y recientemente “Aquí sobra la eternidad” (Lima, 2012) y ediciones paralelas en España y EEUU (2013).

Asimismo, es autor de dos antologías del movimiento Hora Zero, del cual ha sido integrante: “Hora Zero: la última vanguardia latinoamericana de poesía” (Venezuela, 2000, gracias a la gestión de Roberto Bolaño) y “Hora Zero: los broches mayores del sonido” (Lima, 2009). También ha publicado, a invitación de la Asociación Pro Derechos Humanos-Aprodeh, tres libros de género perodístico sobre violaciones a los derechos humanos durante los años de violencia política que vivió el Perú entre el 1980 y 2000.

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