Kaligari por Christian Kanahuaty


Kaligari

Sábado ocho de la noche. Es una de esas noches espesas, cargadas de olores de condimentos, las nubes negras de la tarde ya se han evaporado y en los restaurantes iraníes de la zona se escuchan frases demasiado largas e intraducibles. No hay muchas mesas llenas en ninguno de los restaurantes. Los dueños que siempre llevan camisas de seda de colores encendidos se pasean por la acera a veces frotándose las manos, otras veces hablando con alguien a través de su celular.

No hay mujeres por ningún lado.

La luna está llena y aún no se ha puesto sobre las cabezas. No es posible esperar tanto. Es mejor comer y luego ir a recorrer las calles de La Mariscal como si la vida fuera la acumulación de luces de colores y de cervezas que somos capaces de ingerir en un tiempo para nada largo.

Somos los únicos que tenemos menos de treinta. Algo pasa en la ciudad. Los de nuestra edad ahora se reúnen por el norte. Se reúnen en Guápulo: en casas cerradas y desahitadas. Ocurren conciertos y orgías al amanecer, pero a nosotros no nos seduce nada de eso. No queremos más acción que la que podamos encontrar en alguna pista de baile cualquiera. No tenemos el sentido vital de años anteriores. Sólo nos interesa divertirnos. Y si la suerte es buena con nosotros, poder conocer a alguien con quien podamos pasar la noche.

Pero eso no ocurrirá.

Ya estamos acelerados cuando entramos al Kaligari y nos sentamos agotados porque ha sido un día largo para cada uno de nosotros.

El decorado es extraño. No sé muy bien si Kaligari es una diosa o un dios de la destrucción de la India, o si tiene algo que ver con Irán. Pero el nombre está escrito en letras de neón en la puerta y el olor a ajo, a comino macerado y un leve regusto a incienso de miel se acumulan en tu ropa con la velocidad que quisiera que tuviera el hombre flaco de hombro caídos que nos atiende.

Es un hombre que no ha dormido en más de tres noches. Camisa arrugada por todas partes y un poco salida del pantalón. Los zapatos están arruinados. Sus uñas están negras y hay un ligero tic en tu párpado izquierdo. Anota los pedidos en un bloc de hojas blancas con rayas azules y se marcha.

Afuera no se escucha nada. La televisión transmite un partido de fútbol argenitno pero no tiene volumen.

Las paredes están forradas de terciopelo rojo y hay siluetas de figuras mitológicas que más parecen animales con rostro humano o sexos a punto de florecer. No hay flores, aunque sí algunos helechos en masetas desparramadas por el suelo. Las mesas, todas, tienen manteles rojos. Encima de los manteles hay vidrio delgado del mismo tamaño de las mesas. Las sillas de madera, también están tapizadas con cuero rojo. No me gusta el rojo, pero a mis amigos parece encantarles, no han dejado de hablar de las cosas que han vivido la semana que por suerte terminó.

Hace un momento ocurrió algo que mis amigos no vieron.

Un hombre vestido de traje sastre negro se acercó al hombre que nos atiende y le habló al oído. Su rostro casi no gesticulaba, pero el otro, se desencajó armando una mueca de desagrado y terror que por poco hace que los platos que tenía en las manos se fueron al suelo. Sin nada más, el cuerpo del hombre del traje se retiró con lentitud y cruzo al frente, ahí, donde ahora noto que hay una discoteca con tres hombres lo suficientemente musculosos como para destripar a alguien con tan solo mirarlo a los ojos.

Nuestro hombre trajo las cosas, y desparramó la ensalada al suelo cuando ya todo estaba por terminar.

Pidió perdón y se fue casi corriendo. Pasados unos minutos, limpió todo y nos trajo otras comidas que no habíamos pedido. Dijo que era como gratitud y disculpas. Que no se repetiría el mal estar de nuevo.  Nosotros le dijimos que no se preocupará, pero no nos escuchó.

Pedimos unas cervezas y decidimos quedarnos un rato más, después de todo, aún era temprano y la zona estaba aún por empezar a ser lo que queríamos que fuera.

Los buses aún llevaban a la gente hasta sus casas. Los empleados públicos recién se encontraban en las esquinas y los autos lujosos aún no estaban a la vista. Era una noche cualquiera de finales de invierno y nosotros no teníamos por qué complicarnos la vida apresurando el momento.

No reímos mucho esas horas en las que al final terminamos pidiendo más y más comida, y más y más cervezas. Notábamos que algo pasaba fuera. Habían gritos, pero en un idioma que no conocíamos. Y las puertas del fondo del restaurante se cerraban y se abrían como si alguien estuviera agonizando tras de ellas.

Los camareros que también eran iraníes nos miraban con cierta rabia, pero no podían echarnos.

A eso de las diez y media volvió el hombre del traje. Esa vez, se los señalé a mis amigos y cuando lo vieron, ninguno reconoció haberlo visto antes ni por La Mariscal ni en otros lados. A pesar de la noche ahora usaba lentes negros que se ajustaban de forma perfecta en su rostro. Si no hubiera sido de esa forma que lo conocimos, hubiéramos visto quizá semanas después su fotografía en alguna revista y no hubiéramos dudado de darle el nombre de algún actor de cine hindú. Era guapo y delgado, pero se notaba que era musculoso, la camisa no se levantaba en el abdomen y formaba su curva perfecta en su pecho. Su rosto no estaba cubierto ni de pecas ni de vellos. Su cabello era lacio y lo tenía un poco largo, pero peinado con destreza a base, seguramente de alguna crema fijadora. Tenía las manos grandes y una esclava de oro en la muñeca derecha. No noté que tuviera reloj. En su saco, como un verdadero hombre de negocios, llevaba un pañuelo negro en el bolsillo delantero.

Hablaron y no los entendimos. Pero hubo una frase, una simple frase que le dijo el hombre antes de marcharse: “Ella vendrá y quiere una respuesta”.

Eso fue todo.

Y nuestro hombre vino a nuestra mesa. El rostro no mostraba ninguna señal de estar pensando en algo. Sus movimientos retiraron las botellas y los platos como si de una maquina se tratase. Le pedimos más cervezas y Shawarmas en plato. Volvíamos a tener hambre. Además queríamos más salsa de ajo. En cuestión de horas nos habíamos vuelto adictos a ella. Nos recordaba noches perdidas en brazos de mujeres que nunca tuvieron mucho tiempo para nosotros. A veces, incluso veía paisajes luminosos donde mis abuelos de seguro pasaron la noche, envueltos en túnicas blancas o grises en tiendas de campaña a las afueras de Damasco. A veces ese sabor me recordaba la última vez que vi a mi abuelo escribir una carta a su hermano. Una carta intraducible, en un lenguaje muy similar al que usaban esos hombres para decirse todo aquello mientras sus ojos despedían el fuego de un desierto del que quizá nunca debieron salir.

La historia hubiera sido otra.

Pero eso ya no importaba. Ella acababa de entrar al restaurante.

Presentían algo, pero por cortesía o porque necesitaban de verdad el dinero, no nos echaron. Sólo estábamos nosotros.

Noté que era una mujer hermosa.

Cabello negro como los agujeros del sueño. Ojos color café, pero era un café cristalino. Como si hubiera pasado por agua. Nunca vi un café así antes. Era el fondo del mar en las costas del pacífico occidental en Chile. Era el amor de la primera edad. Su cuerpo delgado revelaba unos senos formados y erguidos; su vestido de algodón azul revelaba unas piernas torneadas por el ejercicio y las zapatillas aunque descontextualizaban toda la imagen, le daban un toque infantil y sensible a lo que veíamos de ella.

La deseamos de inmediato.

Un hombre podría ser mejor de lo que había sido durante toda su vida sólo porque alguien así decidiera pasar la noche a su lado.

No estábamos mareados. No habíamos bebido tanto como para estar aturdidos por los olores y los sabores. Sólo estábamos extasiados. Estábamos lentamente envueltos en esa conversación en iraní que se elevaba cada vez más. Nuestro hombre recorría el pasillo inspeccionando las mesas, y ella iba detrás de él.

Hablaban. Ella intentaba abrazarlo y él le tiraba las manos con fuerza.

Ella lloró.

Y cuando logró recuperarse le dijo algo con lentitud. Las letras de las palabras resonaban en el espacio y creo recordar que la música terminó en ese momento.

Nosotros estábamos paralizados.

Él nos miraba y vi algo en sus ojos.

Era más o menos la misma sensación que tiene un chico cuando ha roto un juguete y no quiere ni aceptar que lo hizo ni tampoco desea pedir perdón por su torpeza.

En ese momento me dio miedo. Sus rasgos cambiaron. Su mirada se volvió ocurra y ella lo notó.

Se levantaron de la mesa donde se habían sentado y ella intentó abrazarlo de nuevo, pero fue rechazada; salió corriendo y se metió en la discoteca que ahora estaba cubierta por un montón de jóvenes que deseaban ingresar en su cálido espacio donde sus cuerpos podrían desaparecer, una vez más, entre la música que atravesaba las edades y los colores de la piel.

Los guardias cuando la vieron, abrieron un pasillo entre la gente para que ella no se chocara con nadie al ingresar.

El hombre caminó y se detuvo al lado de nuestra mesa y dijo:

-Siento mucho. No pasará aquí de nuevo. Yo no.... ¿Algo más?

Le respondimos que no y que queríamos la cuenta.

El asintió con la cabeza y se fue.

Estuvo anotando algo en unas hojas de papel sábana.

En la discoteca frente a nosotros hubo un ruido que se extendió por toda la calle, como si algo se rompiera.

El hombre del traje empezó a cruzar la calle con lentitud.

Para ese momento, nuestro hombre, ya estaba a nuestro lado recibiendo el dinero.

Cuando nuestro hombre nos daba los cinco dólares de cambio en monedas, el hombre del traje lo alcanzó y lo empujó contra una de las paredes que estaba frente a nosotros y le preguntó en español.

-¿Te casarás con Yusuf?

-No. No la quiero para mí.

En ese momento, el hombre del traje sacó un arma y disparó. Yo cerré los ojos y el olor de la pólvora hizo que estornudara y temí por mí.

Cuando abrí los ojos, no recuerdo cuánto tiempo después, el cuerpo de nuestro hombre estaba en el suelo y en el parquet brilloso y encerado se extendía una sombra púrpura.

El rostro de nuestro hombre estaba desfigurado.

En su mano aún tenía los billetes que le habíamos dado y sus amigos estaban cerrando la cortina de hierro del restaurante. Estábamos quedándonos adentro. Pero no teníamos a dónde ir. 




Christian J. Kanahuaty (Cochapamba, Bolivia, 1982)

Escritor y politólogo  Estudiante de la Maestría en Sociología de FLACSO-Ecuador. En el campo de la investigación en ciencias sociales publicó las investigaciones Movilización Indígena por el Poder (2012) y La Maquinaria Andante: Historia, poder y conflicto en la ciudad de El Alto. (2013). Y el libro de ensayos, Ensayos de memoria (2014) todos ellos publicados por la editorial Autodeterminación de La Paz, Bolivia. Tiene publicadas con la editorial Correveidile de Bolivia las novelas Invierno (2010) y Te odio (2011). Su trabajo en poesía forman parte de las antologías Cambio Climático, panorama de la joven poesía boliviana (Fundación Patiño-Bolivia) y Changement d’ambiance panorama de la jeune poésie bolivienne. (Editions Patiño. Ginebra, Suiza), Tea Party I (Cinosargo editores-Chile) y Traductores del silencio (Sanatorio editores-Perú). Cuentos suyos forman parte de los libros La nueva generación (Ed. Correveidile-Bolivia) y de Imposibilidades posibles, antología del cuento maravilloso en Bolivia (Ed. Kipus-Bolivia). Nuevos Gritos Demenciales, antología del cuento de terror (Ed. 3600. La Paz) y de la revista Intravenosa N 14 de Argentina. En crónica es parte del libro:Bolivia a toda costa, crónicas de un país de ficción (Ed. El Cuervo, dos ediciones-Bolivia).

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