Venganza por Vladimir Nabokov



Venganza

 1.

 Ostende, el muelle de piedra, la playa gris, la hilera distante de hoteles, todo ello rotaba despacio mientras se perdía en la niebla distante y turquesa de un día de otoño.
 El profesor se tapó las piernas con una manta de cuadros, y la chaise longue crujió con su peso al reclinarse en la comodidad de la lona. La cubierta color ocre-rojizo estaba atestada de gente, y sin embargo en silencio. Las calderas palpitaban discretamente.
 Una joven inglesa con medias de lana, señalando al profesor con un movimiento de sus cejas, se dirigió a su hermano que estaba de pie junto a ella: «Se parece a Sheldon, ¿no crees?».
 Sheldon era un actor cómico, un gigante calvo de cara redonda y fláccida. «Está gozando con la travesía y con el mar», añadió la joven sotto voce. Y éstas fueron sus últimas palabras: con ellas, me temo, la chica desaparece del relato.
 Su hermano, un estudiante pelirrojo y desgarbado que volvía a su universidad tras las vacaciones de verano, se quitó la pipa de la boca y dijo: «Es nuestro profesor de biología. Un tipo estupendo. Tengo que ir a saludarle». Se acercó al profesor quien, alzando sus pesados párpados, reconoció en él a uno de sus peores y más diligentes alumnos.
 —Va a ser una travesía espléndida —dijo el estudiante, apretando ligeramente la fría mano que se le tendía.
 —Eso espero —contestó el profesor, acariciando sus grises mejillas con los dedos—. Sí, eso espero —repitió como ponderando sus palabras—. Eso espero.
 El estudiante lanzó una rápida mirada a las dos maletas que estaban junto a la tumbona. Una de ellas era una digna veterana de muchos viajes, cubierta con los blancos restos de viejas etiquetas de viaje, como los excrementos de pájaros sobre un monumento antiguo. La otra —completamente nueva, color naranja, con cierres brillantes— captó su atención por alguna extraña razón.
 —Déjeme que coloque esa maleta antes de que se caiga —se ofreció, más que nada por decir algo y seguir con la conversación.
 El profesor ahogó una especie de risa. Realmente se parecía a aquel cómico de sienes plateadas, o más bien, a un boxeador ya entrado en años...
 —¿La maleta, dice usted? ¿Sabe lo que llevo en ella? —preguntó, con un punto de irritación en su voz—. ¿A que no lo adivina? ¡Un objeto maravilloso! Una percha especial para colgar abrigos que fabrican los alemanes...
 —¿Un invento alemán, señor? —apuntó el estudiante, acordándose de que el biólogo acababa de estar en Berlín en un congreso científico.
 El profesor se rió de buena gana con una sonora risotada, y uno de sus dientes de oro resplandeció como una llama. «Una invención divina, amigo mío, divina. Algo que todo el mundo necesita. Pero bueno, usted viaja con el mismo tipo de cosa. ¿No será usted un pólipo?» El estudiante forzó una sonrisa. Sabía que al profesor le encantaban los chistes oscuros. El viejo era objeto de muchos chismes en la universidad. Decían que torturaba a su esposa, una mujer muy joven. El estudiante sólo la había visto una vez. Una cosa flaca, con unos ojos increíbles. «¿Y cómo está su esposa, señor?», preguntó el estudiante pelirrojo.
 El profesor contestó: «Seré franco con usted, querido amigo. Me he estado debatiendo conmigo mismo durante algún tiempo, pero ahora me siento en la obligación de decirle... Querido amigo, me gusta viajar en silencio. Espero que me perdone».
 Y al llegar aquí, el estudiante, silbando de vergüenza y compartiendo la suerte de su hermana, desaparece por completo de estas páginas.
 El profesor de biología, mientras tanto, se encajó el sombrero de fieltro negro hasta sus erizadas cejas para protegerse los ojos del vaivén deslumbrante del mar y se hundió en un sopor semejante al sueño. Los rayos del sol, que caían en su rostro gris perfectamente rasurado, con su gran nariz y su potente barbilla, le asemejaban a un busto que acabaran de modelar de arcilla todavía húmeda. Cada vez que una leve nubecilla de otoño se interponía cual pantalla contra el sol, el rostro se oscurecía de inmediato, se secaba, adquiría la frialdad de la piedra. Todo ello era consecuencia del juego de luces y sombras y no tenía nada que ver con lo que entonces pasaba por su mente. Si sus pensamientos hubieran podido de verdad hallar algún reflejo en las facciones de su rostro, la imagen del profesor no habría sido, en verdad, un espectáculo hermoso. El problema era que había recibido unos días atrás un informe de un detective privado que había contratado en Londres en el que se le informaba de que su mujer le había engañado. Una carta interceptada, escrita en su letra minúscula y familiar, comenzaba así: «Mi querido Jack, todavía estoy llena de tu último beso». El nombre del profesor no era ciertamente Jack, ése era el problema. Darse cuenta de ello no le produjo dolor ni sorpresa, ni siquiera sintió herido su orgullo masculino, sino sencillamente odio, frío y afilado, como el de un bisturí. Se dio cuenta con absoluta claridad de que iba a asesinar a su esposa. No tenía la menor duda ni el más mínimo escrúpulo. Sólo había que concebir el método más ingenioso, el más atroz. Mientras se reclinaba en la tumbona de cubierta, revisó por centésima vez todos los métodos de tortura descritos por los viajeros y por los estudiosos medievales. Ninguno de ellos le parecía lo suficientemente doloroso. En la distancia, en el límite del resplandor verde, las rocas almibaradas de Dover se estaban materializando y él todavía no había tomado una decisión. Las máquinas del barco cesaron de rugir: el vapor quedó en silencio y meciéndose suave con el oleaje, atracó. El profesor siguió al mozo que llevaba su equipaje a lo largo de la escalerilla. El oficial de aduanas, después de despachar los objetos cuya importación estaba prohibida, le pidió que abriera una maleta —la nueva, la de color naranja. El profesor dio una vuelta a la llave en la cerradura y abrió de golpe la tapa de piel. Una señora rusa que estaba detrás de él exclamó con un grito: «¡Santo cielo!», y empezó a reírse nerviosamente. Dos belgas, que parecían escoltar al profesor, volvieron la cabeza a un lado y alzaron los ojos al cielo. Uno de ellos se encogió de hombros, el otro lanzó un silbido, mientras que el inglés se dio la vuelta con indiferencia. El oficial, atónito y sin palabras, miraba con ojos desorbitados el contenido de la maleta. Todo el mundo se sentía muy mal, incómodo, un punto horrorizado. El biólogo, con toda su flema, dio su nombre y mencionó el museo de la universidad. Los rostros circundantes volvieron a la normalidad. Sólo unas cuantas mujeres se lamentaron cuando supieron que no se había cometido ningún crimen.
 «¿Pero, por qué lo transporta en una maleta?», preguntó el aduanero, con un cierto reproche no exento de respeto, mientras con toda cautela cerraba la maleta y marcaba con tiza un garabato sobre la piel. «Tenía prisa —dijo el profesor bizqueando fatigado—. No tenía tiempo de andar montando una jaula. En cualquier caso, se trata de un objeto muy valioso, no es algo que yo pudiera facturar con el resto del equipaje». Y con andares cansinos aunque enérgicos, el profesor cruzó hasta el andén de la estación dejando a un lado a un policía que parecía un juguete del país de Gargantúa. Pero, de repente, se detuvo como si recordara algo y murmuró para sí con una sonrisa radiante y feliz. «Ya está... ya lo tengo. Un método de lo más inteligente.» Y dicho esto lanzó un profundo suspiro de satisfacción y compró dos plátanos, un paquete de cigarrillos, unos periódicos que parecían sábanas crujientes, y, unos minutos más tarde, se encontraba en un confortable compartimiento del Continental Express que a toda velocidad iba dejando atrás el titilante mar, las rocas blancas y los pastos esmeraldas de Kent.

 2.

 Eran unos ojos maravillosos, maravillosos de verdad, con pupilas como manchas de tinta brillante que se hubieran vertido sobre satén gris perla. Llevaba el pelo corto y era de tono dorado pálido, un exuberante tocado como de pelusa. Era pequeña, estirada, plana. Llevaba esperando a su marido desde ayer y estaba segura de que llegaría ese mismo día. Con un vestido gris escotado y zapatillas de terciopelo, sentada en una otomana azul eléctrico en el salón, pensando que era una pena que su marido no creyera en los fantasmas y que despreciara abiertamente al joven médium, un escocés de pestañas pálidas y delicadas que la visitaba de vez en cuando. Después de todo, a ella le ocurrían cosas extrañas. Recientemente, mientras dormía, había tenido una visión de un joven muerto con quien, antes de casarse, había paseado a la luz del crepúsculo, cuando los frutos de la zarzamora parecen tan pálidos y blancos. A la mañana siguiente, temblando todavía, le había escrito un borrador de carta —una carta dirigida a su sueño. En esta carta le había mentido al pobre Jack. Casi le había olvidado, en verdad; amaba a su insoportable marido con un amor temeroso pero fiel y, sin embargo, quería enviar un poco de calor a su querido visitante espectral, para tranquilizarle con unas cuantas palabras terrenas. La carta había desaparecido misteriosamente de su bloc de correspondencia, y aquella misma noche soñó con una larga mesa, desde cuyo fondo emergió de repente Jack, saludándola agradecido. Ahora, por alguna razón, se sentía incómoda cuando recordaba el sueño, casi como si hubiera engañado a su marido con un fantasma.
 El cuarto de estar tenía una atmósfera cálida y festiva. En el amplio alféizar de la ventana reposaba un cojín de seda, amarillo brillante con rayas violetas.
 El profesor llegó justo cuando ella acababa de llegar a la conclusión de que su barco debía de haberse hundido. Al mirar por la ventana, vio la berlina negra de un taxi, la mano extendida del taxista y los pesados hombros de su marido que se inclinaba a pagar. Atravesó volando las habitaciones y trotó en dirección al piso de abajo alzando sus brazos desnudos y delgados.
 El subía hacia ella, encorvado dentro de su enorme gabán. Detrás de él, un criado llevaba las maletas.
 Ella se apretó contra su bufanda de lana mientras, alegremente y como en broma, jugueteaba con su pierna que lanzaba hacia atrás, embutida en sus medias grises, y la suspendía en el aire. Él besó su mejilla cálida. Con una sonrisa amable se desembarazó de su abrazo. «Estoy lleno de polvo... Espera...», murmuró, sujetándola por las muñecas. Ella frunció el ceño y echó atrás la cabeza y el pálido fuego de su pelo. El profesor se inclinó y la besó en los labios con otro amago de sonrisa.
 En la cena, empezó a hablar excitado, de forma que la blanca pechera de su camisa parecía hincharse cuando sacaba pecho y sus mejillas brillantes no dejaban de moverse, mientras contaba los pormenores de su breve viaje. Se mostraba alegre con un punto de reserva. Las solapas de seda circulares de su esmoquin, su mandíbula de buldog, su calva enorme con aquellas venas de hierro en las sienes,... Todo aquello producía en su mujer una piedad exquisita: la piedad que siempre sentía porque, mientras él estudiaba las minucias de la vida, se resistía a entrar en el mundo de ella, donde fluía la poesía de Walter de la Mare y donde surgían todo tipo de espíritus astrales infinitamente tiernos.
 —Y bien, ¿te han visitado algunos de tus fantasmas mientras yo he estado fuera? —le preguntó, como si hubiera estado leyendo sus pensamientos. Ella quería contarle su sueño, la carta, pero de alguna forma se sentía culpable.
 —¿Sabes qué te digo? —siguió él, mientras echaba azúcar en un poco de ruibarbo rosa—. Tú y tus amigos estáis jugando con fuego. Pueden ocurrir realmente acontecimientos aterradores. Un médico vienes me contó el otro día una serie de metamorfosis increíbles. Una mujer, una especie de histérica de esas que se dedican a predecir la fortuna, se murió, creo que de un ataque al corazón, y cuando el médico la desvistió (todo eso ocurrió en una choza en Hungría, a la luz de las velas), se quedó petrificado al ver su cuerno; estaba completamente cubierto con un brillo rojizo y al tacto resultaba blando y viscoso y, al examinarlo de cerca, se dio cuenta de que aquel cadáver tenso y pesado consistía por entero en una serie de bandas estrechas y circulares de seda, como si hubiera sido vendado meticulosamente por una serie de cuerdas invisibles, un poco como ese anuncio francés de ruedas de coche, ese del hombre cuyo cuerpo no son sino neumáticos. Con la diferencia de que en su caso los neumáticos eran muy estrechos y de color rojizo. Y, mientras el médico proseguía su observación, el cadáver empezó a deshilvanarse gradualmente como si fuera un inmenso ovillo de hilo... Su cuerpo era un gusano delgado, infinito, que se desenrollaba y reptaba, resbalándose por la rendija de la puerta, mientras que en la cama lo que quedaba era un blanco esqueleto desnudo, todavía húmedo. Y sin embargo esta mujer había tenido un marido, que en tiempos la había besado... había besado a aquel gusano.
 El profesor se puso una copa de oporto color de caoba y empezó a tragar el rico líquido, sin quitar sus ojos escrutadores del rostro de su mujer. Sus hombros gráciles, pálidos se estremecieron.
 —No te das cuenta de lo horrible que es eso que me acabas de contar —dijo agitada—. Así que el fantasma de la mujer desapareció convirtiéndose en un gusano. Es aterrador...
 —A veces pienso —dijo el profesor, subiéndose los puños pomposamente y contemplándose las manos— que, en último término, toda mi ciencia no es más que una ilusión vana, que somos nosotros los que hemos inventado las leyes de la física, que puede suceder cualquier cosa, insisto: cualquier cosa. Los que se abandonan a pensamientos semejantes se vuelven locos...
 Ahogó un bostezo, llevándose el puño cerrado a los labios.
 —¿Qué te ha ocurrido, mi amor? —exclamó su mujer con dulzura—. Nunca habías hablado así... Yo creía que tú lo sabías todo, que tenías todo controlado...
 Por un momento el profesor empezó a mover la nariz espasmódicamente y se dejó entrever el brillo de un colmillo de oro. Pero muy pronto su rostro recobró su estado habitual de flaccidez. Se estiró y se levantó de la mesa.
 —No digo más que tonterías —dijo tranquilo y con cierta ternura—. Estoy cansado, me voy a la cama. No enciendas la luz cuando vengas. Ven a la cama conmigo... conmigo —repitió como con segundas intenciones y con cierta ternura, en un tono que hacía tiempo que no utilizaba.
 Al quedarse sola en el cuarto de estar volvió a repetir sus palabras en su interior y éstas resonaron con una cierta ternura.
 Llevaba casada con él cinco años y, a pesar del carácter caprichoso de su marido, de sus frecuentes ataques de celos injustificados, de sus silencios, de su malhumor, de su incomprensión, ella era feliz porque lo amaba y tenía piedad por él. Ella, esbelta y blanca, y él, pesado, calvo, con penachos de lana gris en medio del pecho, componían una pareja imposible, monstruosa... y sin embargo ella gozaba con sus poco frecuentes pero enérgicas caricias.
 Un crisantemo en su jarrón encima de la repisa de la chimenea dejó caer unos cuantos pétalos abarquillados con un crujido seco. Ella dio un respingo y su corazón sufrió una desagradable sacudida al acordarse de que el aire estaba siempre lleno de fantasmas y que incluso su marido, el científico, había notado sus terribles apariciones.
 Se acordó de cómo Jackie había aparecido desde debajo de la mesa y había empezado a saludarle con tiernos movimientos de cabeza un tanto misteriosos. Le parecía que todos los objetos del cuarto la observaban con expectación. Se quedó helada, como atravesada por una corriente de miedo. Abandonó el cuarto de estar rápidamente, conteniendo un grito absurdo. Se serenó y pensó: «Qué tonta soy, de verdad...». En el baño se tomó su tiempo y se detuvo en examinar cuidadosamente las pupilas relucientes de sus ojos. Su rostro menudo, enmarcado en una pelusa de oro, le resultó extraño.
 Se sentía ligera como una jovencita, cubierta tan sólo con un camisón de encaje y, tratando de no tropezar con los muebles, entró en el dormitorio a oscuras. Extendió los brazos para localizar el cabecero de la cama y tenderse en el borde de la misma. Sabía que no estaba sola, que su marido estaba tumbado a su lado. Durante unos momentos se quedó inmóvil con la mirada perdida en el techo, sintiendo el latir violento y escondido de su corazón.
 Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, acuchillada por los rayos de luna que atravesaban la cortina de gasa, volvió la cabeza hacia su marido. Estaba tumbado dándole la espalda, envuelto en la manta. Sólo distinguía su coronilla toda calva, que parecía extraordinariamente lisa, brillante y también blanca en el charco de la luna.
 No está dormido, pensó con cierto cariño. Si lo estuviera ya habría empezado a roncar, siquiera un poco.
 Sonrió y entonces se deslizó hacia su marido con todo su cuerpo, extendiendo los brazos bajo las sábanas dispuesta al abrazo de rigor. Sus dedos tocaron unas costillas suaves. Su rodilla chocó contra un hueso liso. Una calavera, con las cuencas negras de los ojos rotando sin parar, cayó desde la almohada hasta sus hombros.

*

 La luz eléctrica inundó la habitación. El profesor, todavía vestido con su esmoquin, con su pechera almidonada, y brillantes sus ojos y su enorme frente, surgió desde detrás de un biombo y se acercó a la cama.
 En un revoltijo, la manta y las sábanas se deslizaron hasta la alfombra. Su mujer yacía muerta, abrazada al esqueleto blanco de un jorobado, montado a toda prisa, que el profesor había adquirido en el extranjero para el museo de la universidad.



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